Nuestra crisis

Maquiavelo enseñaba que, cuando los apetitos sociales no pueden expresarse por canales institucionales, se las ingenian para hacerlo por otras vías. De algún modo, todo lo que hemos vivido en estos días guarda relación con esta intuición maquiaveliana: nuestros mecanismos institucionales han fallado gravemente a la hora de captar y procesar el estado de ánimo de la población. Salvo muy contadas excepciones, todos los actores relevantes han sido sobrepasados por un fenómeno que no comprenden.

Salir de este embrollo no será fácil ni rápido. Con todo, es posible afirmar que no habrá salida sin un diagnóstico medianamente adecuado sobre la situación. El Gobierno estuvo cuatro días paralizado porque quedó entrampado en una hipótesis bélica que le impedía atender a la realidad. Ahora bien, la elaboración de un diagnóstico —necesariamente provisorio— será ardua, porque el movimiento que nos envuelve posee características muy singulares: es inorgánico, no tiene demandas muy específicas y carece de liderazgos o interlocutores visibles. El enorme desafío que tenemos por delante pasa precisamente por intentar darle a todo esto una lectura y un marco que permita orientarse en un terreno desconocido.

Aunque naturalmente ese diagnóstico debe nutrirse de diversos elementos, creo que hay un aspecto ineludible: el régimen chileno enfrenta enormes problemas de legitimidad. Las élites están tan cómodas en el país actual, que han preferido dejar algunas interrogantes incómodas en la penumbra. Así, han tomado distancia de ciertos malestares que ya ni siquiera ven. No hay otro modo de explicar las declaraciones desafortunadas de ciertos ministros —atención los románticos, ¡bajó el precio de las flores!; si quiere ahorrar en el Metro, ¡levántese más temprano!—, que daban cuenta de un hecho peligroso: no es posible gobernar aquello que no se conoce. Para decirlo en simple, la modernización capitalista conlleva tensiones que el mismo progreso es incapaz de resolver por sí mismo.

Es más, sin una correcta reflexión sobre el despliegue de ese progreso, la modernización horada sus condiciones de posibilidad. Después de todo, el modelo necesita personas y familias sobre las cuales operar; personas y familias a las que el modelo supuestamente sirve (y no al revés). Si los ciudadanos perciben que el régimen es injusto, todo puede detenerse en un abrir y cerrar de ojos; y esa es la dura lección de lo sucedido. Incluso el violento orden hobbesiano requiere —en algún nivel— la adhesión de los individuos. En muchos sentidos, nuestro régimen no está proveyendo motivos de legitimidad, y de allí los preocupantes síntomas de anomia social.

En el corto plazo, resulta urgente que el Gobierno restablezca el orden público. Por otro lado, los actores políticos en su conjunto deben elevar un poco la mirada, pues hasta ahora solo han confirmado las razones de su propio fracaso. Los anuncios que hizo anoche el Presidente van en la dirección correcta —y permiten descomprimir una situación que estaba siendo asfixiante—, pero servirán de poco en el mediano plazo si no son seguidos de un cambio profundo en el discurso (además de la indispensable cirugía ministerial). No debe olvidarse que la ciudadanía no pide solo medidas concretas, sino también una cercanía, un signo de comprensión. Allí reside, creo, el brillo de Karla Rubilar en medio del desastre oficialista: ha logrado transmitir algo distinto.

Chile se ve enfrentado a una demanda social que tiene poca articulación. Sin embargo, no es por eso menos real; el malestar está allí, para quien quiera darse el trabajo de verlo. Nada de esto implica tirar por la borda las instituciones ni la deliberación democrática. Pero la exigencia es colosal: o bien le damos a todo esto un cauce institucional, o el movimiento seguirá desarrollándose por vías alternativas, aumentando la posibilidad de estallidos. El horizonte es cada día un poco más estrecho.