¿Cómo aprovechamos realmente nuestros recursos naturales?

Históricamente, dos visiones sobre nuestro desarrollo han sido las más notorias. La primera, más ortodoxa, sugiere que debemos especializarnos en sectores donde tenemos ventajas comparativas, en muchos casos los de recursos naturales. Y que el Estado debería de tener un rol minimalista, centrado en políticas transversales de fortalecimiento de la educación y de la infraestructura, simplificación administrativa, estabilidad de las reglas de juego, etc. La segunda visión, asociada al estructuralismo, indica que el mejor camino es industrializarnos, pues un país especializado en recursos naturales está condenado al estancamiento. Y que políticas públicas transversales no son suficientes; que son necesarias políticas industriales para facilitar la movilización de recursos hacia la industria, y políticas sectoriales en general.

Ninguna visión ha sido totalmente correcta. Necesitamos una síntesis para enfrentar los retos actuales. Pero, fundamentalmente, para generar las capacidades y la sofisticación productiva que nos dejen preparados para las revoluciones tecnológicas futuras.

La síntesis debe aceptar que nuestra mejor opción es la especialización relativa en recursos naturales. También, que son imprescindibles las políticas sectoriales (de diversificación productiva), no solo para poner en valor los sectores sino para sofisticarnos productivamente y, especialmente, para integrar a los pequeños productores a la formalidad. Hemos fracasado rotundamente en esto último.

Expliquemos. La industrialización ya no es el único camino hacia el desarrollo. En el pasado se consideró –con cierta justicia– a la industria como sinónimo de sofisticación y a los sectores de recursos naturales, de retraso. Pero la introducción de métodos de producción avanzados (lean production, con ciclos de aprendizaje cortos) que antes eran exclusivos de la industria implica que ahora hay potencial de dinamismo y generación de capacidades en muchos sectores, incluidos los de recursos naturales. Ya no solo en la industria.

Un caso cercano es el de nuestra agroexportación no tradicional (pasamos de USD 400 millones en 1999 a USD 5.100 millones el año pasado). Los fundos modernos son como fábricas. Se optimizan las cantidades de agua, fertilizantes y pesticidas que van a cada parcela para maximizar la productividad. Asimismo, se ha aumentado sustancialmente la densidad de lo plantado. Ello implica un riego más frecuente y con todos los nutrientes adecuados. Y vigilancia continua ante los riesgos asociados a la mayor densidad y la reducción de la diversidad genética. En la poscosecha, se clasifican productos con características diversas para distintos mercados, en muchos casos mediante algoritmos de inteligencia artificial. Y la cadena logística es altamente eficiente para poner el producto fresco en el hemisferio norte en el menor tiempo posible.

Nuestra experiencia agroexportadora también demuestra la importancia de las políticas sectoriales. Hay una tendencia a explicar el boom agroexportador como producto de la combinación de la flexibilización laboral (Ley 27360) y los TLC. Sin embargo, se soslayan tres cosas. El rol neurálgico del Senasa, la entidad pública encargada de abrir mercados para la agroexportación, país por país, producto por producto. También, el impacto de los proyectos públicos de irrigación: nuestro principal foco agroexportador está irrigado con aguas del proyecto Chavimochic. Por último, que el boom se facilitó en buena medida con recursos públicos extranjeros (de Usaid), que financiaron la exploración de cultivos exportables aprovechando la temporada baja en los EE. UU. Estas no son políticas transversales: son políticas sectoriales relativamente bien alineadas.

Pero ni siquiera una buena política sectorial como la agroexportadora es suficiente. Hay tareas pendientes. El boom ha sido básicamente de grandes empresas de la costa. Ha incorporado solo marginalmente a los pequeños productores. Y un país basado únicamente en la gran empresa no está socialmente cohesionado. Los esfuerzos en innovación agraria son aislados. Cada empresa desarrolla aquello que le es rentable. No internaliza los beneficios para el resto del país. Y el Instituto Nacional de Innovación Agraria (INIA) es inexistente para todo fin práctico. No sirve ni al grande ni al pequeño. Ni siquiera investigamos nuestras variedades nativas. Tampoco hemos desarrollado capacidades significativas en biotecnología ni en servicios o maquinaria agrícola (a diferencia de Argentina y Brasil).

La minería, otra historia de éxito, todavía tiene mucho más que dar. Su valor en la economía es indudable: “ancla” la demanda doméstica y genera ingresos fiscales y encadenamientos productivos importantes. Pero está aún muy lejos de generar conocimientos y capacidades que puedan ser aplicados a otros sectores y permitan sofisticar nuestro aparato productivo. Tenemos que pensar más creativamente y atraer al país centros de investigación minera de punta. También debemos unir esfuerzos públicos y privados para usar recursos mineros para financiar actividades productivas (ganadería, forestal, agricultura y acuicultura) que transformen sus zonas de influencia, y así depender menos de los ciclos de los precios mineros.

Si no podemos sofisticarnos y dar el salto tecnológico a partir de actividades como la minera y la agroexportación, no vamos a darlo nunca. Dejemos de lado las ideologías (de izquierda y de derecha) y basemos las políticas en la evidencia. Debemos migrar de una visión minimalista del Estado a una que acepte que es absolutamente necesaria una colaboración continua entre el sector público y el privado. Para poner en valor todos nuestros sectores con potencial, para estar listos para los retos y paradigmas del siglo XXI, y para integrar a la mayoría de los peruanos a la formalidad. En suma, una visión que acepte que tenemos que hacerlo juntos.

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