Lloro por ti, Argentina

Hace muchos años, los chilenos mirábamos a Argentina con admiración y un poco de envidia. Todo lo argentino nos parecía inalcanzable. La calidad de su fútbol, la sofisticación de sus instituciones, el desplante de sus hombres, la belleza de sus mujeres, su cine y su literatura.

Las cosas ya no son así. Ahora miramos a nuestros vecinos con lástima y con algo de vergüenza ajena. Volvemos a preguntarnos ¿cómo es posible que Argentina sea así? Pero ya no es desde la admiración, sino que desde la tristeza.

La crisis argentina es seria. La reciente caída del peso ya se inscribió en el libro de los récords mundiales. Es una de las depreciaciones más agudas de las últimas décadas. En lo que va del año ha perdido más de la mitad de su valor; la lira turca, la otra moneda azotada por la inmisericordia de los mercados, ha caído en 44%. Para encontrar crisis más graves hay que remontarse a los años 90, a la debacle en el sudeste asiático, cuando la rupia indonesia cayó a un séptimo de su valor -el dólar pasó de 2 mil rupias a 14 mil, en pocas semanas-.

Argentina es víctima de una clásica «corrida» de la moneda, » a run on the currency «, en inglés. De pronto, y como un aluvión, los agentes económicos -las familias, las financieras, las empresas, y los inversionistas, tanto locales como extranjeros- dejan de confiar en las políticas del gobierno. El resto es simple: esta desconfianza profunda lleva a que los argentinos se comporten como manadas y no quieran mantener pesos en sus bolsillos o bancos. Se refugian en las monedas extranjeras. Es un asunto elemental, de oferta y demanda: si nadie quiere pesos, su valor se desploma. Lo mismo sucedería si nadie quisiera papas o sandías. Los precios de papas y sandías rodarían por el suelo.

El problema empezó con la constatación, a fines del año pasado, de que los objetivos de la política económica de Macri eran inconsistentes entre ellos. La ambiciosa meta inflacionaria no era consistente con una política fiscal distendida, con un ajuste gradual de las cuentas del sector público. No había un ancla fiscal bien definida.

Estas inconsistencias se ven en distintos países, todos los días. Generan un dolor de cabeza para los políticos, pero no gatillan enormes crisis. Una vez que se detectan, las autoridades hacen ajustes o anuncian metas menos ambiciosas. Casi nunca es un drama mayúsculo.

Pero la Argentina es diferente. Es un país enormemente «quisquilloso», donde los rumores invaden la razón, y los miedos se traducen en sobrerreacciones legendarias. Esta susceptibilidad a las malas noticias implica que las autoridades tienen muy poco espacio para errores o vacilaciones. Desafortunadamente, hubo ambos.

En el centro de este drama está la horrible historia económica del país. Los argentinos recuerdan la hiperinflación, recuerdan las múltiples devaluaciones y la miseria que estas acarrearon, recuerdan el corralito, recuerdan que hace 20 años un dólar costaba un peso, recuerdan todas las promesas no cumplidas por todos los políticos nacionales. Dada esta historia trágica, no es sorprendente que, ante el primer signo de dificultades, se vuelquen hacia activos alternativos. Compran dólares y los ponen bajo el colchón. Si usted hubiera vivido lo que ellos han vivido, usted haría lo mismo.

Cuando el Banco Central subió, hace unos meses, la tasa de interés al 40%, le gente pensó: «Caramba, Federico Sturzenegger (presidente del banco) sabe algo que yo no sé». Inmediatamente aparece la imagen del corralito y la gente compra dólares. El gobierno llama al FMI, lo que tiene un sabor espeso a la última crisis, y la gente compra más dólares. El precio de la divisa, entonces, se dispara. Los extranjeros piensan: «Caramba, los argies saben algo que yo no sé», y venden títulos argentinos. Macri se equivoca y dice, en público, S.O.S. En un santiamén se crea la tormenta perfecta.

¿Qué hacer?

Lo primero es devolver la confianza. Pero eso no puede hacerse sobre la base de «más de lo mismo». Hay que apurar el ancla fiscal -el anuncio de un déficit primario del 1,3% del PIB para el próximo año es claramente insuficiente-. Con tasas de interés en las nubes, usar una medida del balance público que excluye el pago de intereses- eso es el «balance primario»- no hace sentido. Hay ahí una trampa que todos reconocen.

Se habla de cambio de equipo. ¿Funcionaría? Depende de quién venga, y qué poderes tenga. Una opción que me parece digna de considerar es el profesor de Columbia y ex economista jefe del BID, Guillermo Calvo. Universalmente respetado, tiene una mente privilegiada y una enorme comprensión de cómo funcionan los mercados. Después de todo, Calvo fue uno de los pocos que anticiparon la «crisis del tequila» de 1994, esa debacle que los mexicanos, que nunca reconocen una crisis, eufemísticamente llaman «el error de diciembre».

Además de cambio de equipo, se habla de medidas de fondo, drásticas y fundamentales. Carlos A. Rodríguez, uno de los economistas más brillantes, ex rector de la prestigiosa Universidad del CEMA, ha hablado de dolarizar la economía. Además, ha dicho que hay activos públicos -los depósitos de gas de Vaca Muerta, por ejemplo- que se pueden vender. Los ingresos serían para retirar deuda, y hacer un gran ajuste fiscal.

El camino será arduo y pedregoso. Sin ancla fiscal sólida y creíble, no hay solución. Nada se sacará ni con lo billones del FMI ni con las tasas de interés al 60%.

Para Chile hay una lección muy clara. Los efectos nocivos del populismo son extremadamente difíciles de revertir. Las malas políticas -y las de los Kirchner fueron políticas peor que malas, fueron pésimas- dejan largas secuelas y se siguen sintiendo años después. Esto hay que recordarlo cada vez que un político nos ofrezca voladores de luces, políticas alternativas y heterodoxas, y éxitos basados en la magia y no en el esfuerzo.