Mi vida como inmigrante

Durante más de la mitad de mi vida he sido un inmigrante. Hablo con un acento raro, tengo gustos distintos a los nacidos acá, me visto diferente y suelo soñar en otro idioma. A nadie le parece extraño; más bien les parece normal que uno haya llegado de otra parte. Hasta donde yo recuerdo, solo una vez me han tratado mal. Fue hace muchos años, en Washington D.C., en un supermercado. Cuando el cajero escuchó mi inglés medio macarrónico, me dio una segunda mirada. Vio que tenía los pantalones rotos a la altura de las rodillas y se negó a aceptarme un cheque. No saqué nada con decirle que era funcionario del Banco Mundial y que tenía un doctorado en una universidad famosa. Igual me echó para un lado y no pude comprar lo que necesitaba. “No se puede fiar en gente como tú”,  masculló por lo bajo. Luego le sonrió a una rubia zaparrastrosa, a quien le aceptó el cheque.

En California, donde vivo desde hace 35 años, el 27% de la población está constituida por inmigrantes: latinos, vietnamitas, persas, chinos, europeos, indios, rusos y ucranianos. Cada uno con sus costumbres y obsesiones, sus ideas y canciones. Tratamos de asimilarnos, pero al mismo tiempo mantenemos nuestra identidad. Somos una gran sopa de razas, colores, letras, ropas y olores. Dos de las fiestas más alegres son el Día de San Patricio, en celebración de los inmigrantes irlandeses, y el Cinco de Mayo, en que se celebra a los inmigrantes mexicanos. La mayoría de los inmigrantes son pobres y trabajan en empleos no calificados; un poco más de la mitad de las personas que reciben el salario mínimo son inmigrantes.   En el Departamento de Economía Internacional de la Ucla, uno de los más prestigiosos del mundo, el 80% de los profesores somos inmigrantes. Mi colega Romain Wacziarg -un inmigrante francés- ha hecho una serie de investigaciones sobre el rol de la diversidad en el desempeño económico de los países. Sus análisis muestran que con una población más diversa -es decir, con más inmigrantes- hay mayor riqueza cultural, mayor productividad y mayor bienestar.

Un país sin inmigrantes se transforma en un país chato, sin ideas claras, sin innovación. No tener inmigrantes es como casarse con la hermana, una y otra vez. Y como se sabe, si este proceso se reproduce generación tras generación, los vástagos terminan con cola de chancho, como dijo García Márquez en Cien años de soledad. Una historia de diversidadHasta fines del siglo XIX la inmigración a los EE.UU. tenía muy pocas regulaciones; para todo efecto práctico era una política de puertas abiertas. Eso cambió en 1882, cuando se aprobó la Ley de Exclusión China: los inmigrantes de todos los países aún eran bienvenidos, excepto los chinos. Suena increíble, pero así fue. Un grupo de políticos populistas argumentó que los trabajadores chinos -especialmente los que migraban a California- les quitaban los trabajos a los estadounidenses pobres y sin educación. En 1943, esta ley se reemplazó por una nueva legislación (el Acta Magnuson), que permitía un flujo de migrantes, cada año, igual al 2% de la población. Vale decir, contemplaba que en tan sólo una década el 20% de los habitantes iban a ser inmigrantes nuevos. Además, establecía una cuota para cada nacionalidad. A China le correspondió tan sólo 105 personas. El criterio para aceptar inmigrantes era económico. Gente en edad de trabajar, con buena salud y con entusiasmo.En 1965, una nueva ley fue aprobada. Su principal objetivo fue reunificar a familias que se habían dividido, familias en las que el padre había inmigrado, pero donde la madre y los hijos se habían quedado atrás. Esta ley estableció que el 75% de las visas de inmigración debían ir a familiares de migrantes que ya estaban legalmente en el país. En 1986, se pasó una nueva ley, que les dio amnistía a cerca de 12 millones de ilegales, y reforzó el control fronterizo. La reunificación familiar siguió siendo el principal criterio para dar visas de inmigración.

Hoy en día se entregan casi un millón de permisos para inmigrantes por año. Cerca de 600 mil para reunificación familiar, 140 mil basadas en necesidades económicas permanentes (en este grupo caí yo en los tempranos 1980), 65 mil otorgadas a través de una lotería, 50 mil para refugiados, y el resto para trabajadores temporales (permisos de residencia de hasta seis años). Una de las grandes preocupaciones de las autoridades es que los empleadores no abusen a los inmigrantes, que sus condiciones de trabajo sean idénticas a las de los nacionales. Esto es particularmente importante para los trabajadores agrícolas, y para quienes trabajan en la industria de la “hospitalidad” (restaurantes y hoteles).Pero a pesar de su amplitud y generosidad, el sistema está bajo enorme presión. Esto quedó claro durante las elecciones presidenciales, donde Donald Trump tomó una actitud xenofóbica y ultranacionalista. Urge una reforma, pero no sabemos cómo será, ni cómo se llevará a cabo. Australia, un ejemplo del sur.

En Chile, el diseño de una política migratoria moderna, efectiva, abierta, humana y generosa es esencial. Pero mi temor es que, como con tantas cosas, caigamos en la improvisación, en las soluciones efectistas y atolondradas, en las ideas a medio cocinar. Mi aprensión es que legislemos para la galería: pienso en el Transantiago, en la reforma tributaria (un adefesio ineficiente y torpe), en la reforma educacional, y en tantos otros atolondros. No nos apuremos. Démonos tiempo y miremos al resto del mundo. Discutamos, tengamos debates.Más de alguien me dirá que un proyecto de ley ya lleva más de cinco años durmiendo en el Congreso, y que es el momento de aprobarlo. Ese es exactamente el punto: dormir no es lo mismo que debatir.Un ejemplo a considerar es el de Australia, un país con una política bien definida, moderna y pragmática. Ahí el proceso migratorio está basado en un sistema de puntos. Cada migrante potencial recibe puntos por distintas características. Aquellos con los mayores puntajes obtienen las visas disponibles cada año. Al mismo tiempo, el país es muy severo con quienes intentan entrar ilegalmente.Al determinar los puntos, la edad es importante -no se aceptan migrantes mayores de una cierta edad; yo ya no me puedo ir a Australia-.

El conocimiento del inglés y la experiencia anterior también juegan un rol. Después de analizar el mercado laboral, una comisión determina qué habilidades laborales reciben la mayor cantidad de puntos. Hace unos años, cuando en la Ucla hicimos un estudio a petición del gobernador Schwarzenegger (otro inmigrante), las especialidades con mayores puntajes eran peluquero de hombres (barberos) y soldadores de “segunda clase.” Los economistas casi no obtenían puntos. Australia no los necesitaba. Un aspecto fundamental del sistema australiano es que quienes obtienen un título de educación superior en Australia reciben, de inmediato, una visa de inmigrante. Esto ha sido un enorme aliciente para que las universidades e institutos superiores mejoren su calidad y se transformen en un servicio de exportación. ¿Será este un camino de salvación para las aporreadas universidades chilenas?  Un tema para reflexionar.