Después de la fiesta: a trabajar por el campo

Colombia está cerca de firmar el acuerdo de paz con las FARC. Tras 52 años de guerra ininterrumpida, el grupo guerrillero más grande y antiguo de Colombia dejará las armas y decidió tramitar sus diferencias por la vía política. Es una noticia esperanzadora, no hay duda alguna. Pero es el primer paso para iniciar una transformación del país que tomará décadas. Es entonces el momento de trabajar después de celebrar. Incumplir el acuerdo puede generar en el mejor de los casos frustraciones y en el peor la reanudación de ciclos de violencia.

Quiero concentrarme en el acuerdo agrario. Los compromisos del acuerdo “Hacia un nuevo campo colombiano: una reforma rural integral” son ambiciosos. Tres son los grandes objetivos: mejorar el acceso a la tierra de la población rural y fortalecer los derechos de propiedad de la tierra; emprender programas de desarrollo rural para incrementar la productividad agropecuaria; y reducir la pobreza rural. Todos los objetivos son deseables y su aplicación podría no sólo reducir la pobreza rural sino promover un crecimiento de la producción agropecuaria del país.

El Censo Nacional Agropecuario realizado en 2013 muestra un panorama desolador. Por un lado, los índices de pobreza rural multidimensional alcanzan un 45.6%, es decir de cada dos personas en las áreas rurales del país una es pobre. La dispersión de los índices de pobreza es además enorme. El municipio con menor pobreza es Cajicá (Cundinamarca) con un índice de 1.5% mientras en El Tarra (Norte de Santander), municipio con los mayores índices, es 92.6%. Por otro, el poco acceso a bienes públicos productivos e insumos de los productores agropecuarios deriva en baja producción y baja productividad. Colombia tiene 2.7 millones de productores agropecuarios, de los cuales 27% viven en sus predios (724.000).  Sólo un 16.6% tiene acceso a maquinaria, 16.8% a construcciones productivas, 18.1% a sistemas de riego, 10% a asistencia técnica y un poco menos de 10% tiene crédito financiero. Muchos de estos bienes e insumos están concentrados en los grandes propietarios pese a que los medianos y pequeños propietarios son los principales productores del país. Ocho millones cuatrocientas mil hectáreas del país están dedicadas al uso agrícola, de las cuales cinco millones (59.5%) están explotadas por los productores tradicionales y 3.4 millones están destinadas a uso agroindustrial. Un 40% del área cosechada está en predios de menos 50 hectáreas y generan más del 43% de la producción agrícola.

Las cifras son contundentes. Es impostergable dar prioridad a las regiones rurales del país e impulsar una mejor política agropecuaria. Pero la historia también es contundente. Estos problemas no son nuevos ni surgieron durante el conflicto actual. Son el resultado de décadas de incapacidad del Estado y falta de voluntad política. Poner en marcha el acuerdo agrario debe partir del realismo y no de la grandilocuencia de las declaraciones políticas.

Las políticas y programas que emanarán del acuerdo deben priorizar temas y el alcance geográfico para ser alcanzables. A nivel nacional, es importante enfocarse en tres prioridades. Primero, Colombia necesita un catastro actualizado y en interfase con las bases de datos de la Superintendecia de Notariado y Registro. Esto es fundamental para proteger los derechos de propiedad de la tierra. Segundo, si bien en la actualidad el impuesto predial grava la propiedad de la tierra, en muchas regiones este impuesto es irrisorio y no incentiva la explotación eficiente de la tierra. Aumentar las tasas prediales de la propiedad rural y la capacidad de recaudo de los municipios debería ser impulsado por el Gobierno Nacional. Tercero, pero no menos importante, se deben fortalecer las instituciones que protegen los derechos de propiedad de la tierra y promover la formalización de predios y la restitución de las tierras de la población desplazada. Estas tres tareas no son menores. Tomarán años.

Aplicar los programas de desarrollo rural integral y de reducción de la pobreza en todos los municipios del país es una utopía. El Estado no tiene la capacidad para hacerlo. Se deben priorizar los municipios de intervención y aplicar programas de desarrollo rural ambiciosos y bien diseñados. Esto implicará un trabajo conjunto con las autoridades locales, las organizaciones civiles y los movimientos políticos de estos municipios, incluido el partido político que resulte de la desmovilización de las FARC.

Para alcanzar estos objetivos ambiciosos, se requieren instituciones agrícolas sólidas, no capturadas por los intereses políticos y con una visión de Estado. Y en este punto falta voluntad política. El Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural y sus entidades adscritas no pueden continuar siendo un fortín político y clientelista cuyas políticas se modifican al vaivén de los intereses políticos del Ministro en ejercicio. Su función tras los acuerdos de La Habana será crucial. El Ministerio debe contar con una tecnocracia sólida que diseñe políticas de Estado que transciendan los intereses políticos y eviten que el presupuesto se defina bajo criterios clientelistas.

La firma de los acuerdos de paz da motivos para la esperanza. Convertir esa esperanza en realidad tomará voluntad política, pragmatismo y mucha disciplina. Vale la pena hacerlo.