Escapar hacia atrás: El nuevo interés por el jardín de infantes en la Argentina

En 1993, en la Argentina se dispuso la obligatoriedad del preescolar y, en 2006, se sumó el objetivo de universalizar la sala de 4.  Con el cumplimiento avanzado de la cobertura total en el preescolar (con un 28% de su matrícula en jardines de infantes privados) en diciembre de 2014 y mediante la Ley No 27.045 se adelantó la obligatoriedad escolar desde la sala de 5 años hacia la sala de 4 años. Como “efecto dominó”, se corrió el anterior objetivo de universalización desde la sala de 4 hacia la sala 3.

Habiendo pasado menos de dos años, y sin haber alcanzado los objetivos propuestos, el poder ejecutivo envió un proyecto de ley al Congreso que determina un nuevo inicio de la obligatoriedad escolar,  ahora en la sala de 3 años.  Por ahora no pretenden universalizar la sala de 2.

Para fundamentar estas últimas dos medidas, los argumentos de las administraciones son llamativamente convergentes: “Impacta directamente en una mejor trayectoria escolar, un ingreso más preparado al nivel primario y un egreso en mejores condiciones del nivel secundario, afirmaba en 2014, el entonces Ministro de Educación de la Nación. Su sucesor comunicaba en 2016 “garantiza la igualdad de oportunidades […] y duplica la posibilidad que esos chicos terminen el secundario”.

El razonamiento es muy sencillo: los funcionarios –sin grieta de por medio- presagian que adelantar la obligatoriedad escolar temprana siempre es beneficioso, para todos los niños, para todas las niñas, para sus familias e incluso para el futuro de nuestra sociedad. Sin embargo, el debate sobre la escolarización temprana podría enriquecerse de matices y las políticas para la primera infancia (y para el resto de los niveles de la educación) para desarrollarse con mayor seriedad y mejores resultados.

Sentido común y evidencia

Para una mirada técnicamente seria e informada, los argumentos expuestos sintonizan con el sentido común o, en el mejor de los casos, constituyen generalizaciones no del todo fundamentadas de experiencias acotadas.

El sentido común indica que si los chicos van mucho tiempo al jardín de infantes, estarán mejor preparados para su escolarización futura. La velocidad de estos argumentos suele no especificar cuánto tiempo, en qué tipo de instituciones, en qué condiciones, a qué sectores beneficia más, etc. Así, se concluye, que el abandono en la escuela media o el bajo rendimiento en pruebas estandarizadas se revierte con la concurrencia en un jardín de infantes sin reparar en qué proporción de los que actualmente abandonan no concurrieron al nivel inicial o sin determinar en qué medida la no asistencia temprana a la escuela contribuye a explicar el denominado “fracaso escolar”.

Las experiencias exitosas a las que suele hacerse referencia son muy acotadas, dirigidas a poblaciones desfavorecidas, y que implicaron altos costos por alumno como ser las Perry Schools (Michigan, 1962) y el Abecedarian Proyect (Carolina del Norte, 1972), por mencionar las más relevantes.

Estas experiencias se diseñaron para atender a una pequeña cantidad de niños pertenecientes a poblaciones minoritarias, contaron con docentes certificados, un curriculum con objetivos pedagógicos claramente definidos, supervisión pedagógica constante, capacitaciones en servicio (dentro de la sala de clases) y un ratio promedio de niños por docente notablemente bajo (las Perry Schools, por ejemplo, contaban con una docente cada seis niños). Los maestros visitaban semanalmente cada uno de los hogares de sus alumnos, donde compartían actividades planificadas con el niño y sus familias, un dato no menor.

Los niños que participaron en estas experiencias demostraron beneficios a corto y largo plazo por sobre sus pares que no lo hicieron; los aventajaron en la adquisición del lenguaje oral, la lectoescritura y en las probabilidades de obtener un título de educación superior, entre otros (véase por ejemple Schweinhart, et. al.,  2005; Campbell, Ramey, Pungello, et. al., 2002 y Heckman, et. al, 2010). Pero estos casos- muy difundidos y ejemplificadores- nos permiten aseverar que acotadas experiencias de alta calidad pueden traducirse en forma directa en beneficios sustantivos para niños provenientes de sectores vulnerables: falta comprender cuáles son las condiciones de la política educativa y de los mismos procesos de escolarización que permitirían concretar estos logros a gran escala.

En este sentido si bien es cierto que desde mediados de los años 80 algunas investigaciones  están dando cuenta de una escala mayor  (siempre que mantengan ciertos estándares de calidad), también es cierto que los resultados aún son inconsistentes y sugieren efectos positivos mucho más modestos que los fervientemente enunciados (véase por ejemplo,  Fuller, 2007; Puma et al., 2012, Taggart, et. al., 2015) . La evidencia disponible, por ejemplo, aún no puede dar cuenta si los beneficios que produce el jardín de infantes son de suficiente magnitud para sostenerse a lo largo de la trayectoria escolar e igualar oportunidades, sobre todo cuando existen enormes brechas de calidad en los servicios educativos ofrecidos por las escuelas primarias (véase por ejemplo  Bassok, et. al, 2008; 2015;  Claessens, Engel y Curran, 2014).

Finalmente, la escolarización temprana implica, también, efectos no deseados: un “lado B” que sería propicio incluir para que el debate sea más equilibrado y sobre todo más honesto. Hay creciente evidencia de que la cantidad de horas que un niño permanece en el jardín puede constituir un factor de riesgo para su desarrollo socio afectivo. Sobre todo, para los niños que provienen de familias de nivel socio-económico medio y alto; población que, simultáneamente, no demuestra mejoras adicionales en sus habilidades cognitivas por permanecer tiempo extra en una institución. Los niños menores de 4 años que asisten a jornada completa presentan mayores niveles de cortisol (hormona que se libera como respuesta al estrés), mayor probabilidad de manifestar conductas agresivas, externalizar irritabilidad y desobediencia (véase por ejemplo, Belsky, 2002, Loeb, et. al, 2007, Vandell et al., 2010).

Algunas preguntas incómodas merecen ser planteadas frente a esta nueva obligatoriedad: ¿en todos los casos es positiva la escolarización de un nene de tres años? ¿Por qué se presume que siempre más es mejor? ¿Tanta certeza existe en el seno del Estado para obligar a las familias a que escolaricen sus niños a tan temprana edad? ¿La obligatoriedad escolar de niños tan pequeños -propia de no pocos regímenes autoritarios del siglo XX-  merece algún reparo o al menos alguna prevención en una sociedad democrática?

Por otro lado, la oferta educativa presentada manifiesta algunos inconvenientes. El plan para la primera infancia en Argentina se basa en multiplicar modalidades institucionales dirigidas especialmente a poblaciones con altos índices de vulnerabilidad socioeconómica como los Centros de Primera Infancia (CPI), los Espacios de Primera Infancia (EPI), los Centros de Desarrollos Infantil (CeDIs), las Salas de Juego, entre otros. Estas modalidades no están obligadas a operar en base a diseños curriculares, sus docentes no siempre son certificados y mantienen con su empleador una relación poco estable (suelen ser monotributistas). La supervisión pedagógica- cuando existe- es mínima. En muchos casos, el Estado transfiere los fondos en forma de “becas por alumno” y luego la gestión queda librada a Organizaciones de la Sociedad Civil no siempre arraigadas en proyectos pedagógicos serios, claros y consistentes. En muchos casos, la lógica de “guardería” prevalece sobre la intencionalidad pedagógica. Com lo señaló el post de Samuel Berlinsky en Foco Económico, en el nivel inicial, la distinción entre acceso y calidad se vuelve prioritaria.

Además, un dato de los últimos 12 años (2002-2014): no debe dejarse de lado que el 50%  del crecimiento de la escolarización del nivel inicial en la Argentina se explica por el gasto privado:  son demasiadas familias que mes a mes asumen el esfuerzo de pagar una cuota mensual para mandar a sus hijos a una escuela infantil (Snaider, 2016). ¿Será que esta nueva obligatoriedad estatal también va a ser finalmente financiada por la gente?

Es claro que, como  plantea Francisco Gallego, la primera infancia parece conformar  el  nuevo fetiche de las políticas públicas. Sin intención política de establecer un set unificado de estándares de calidad, sin acompañar con el adecuado financiamiento estatal y sin sostener los subsecuentes procesos de evaluación y rendición de cuentas. Se fuga hacia atrás para conseguir cambios adelante.

La idea de que escapando hacia los primeros días de la infancia se resolverán problemas educativos actuales es –como mínimo- pueril: difícilmente más jardines de infantes tengan el mágico poder de reducir, por ejemplo, el 50% de abandono en la escuela secundaria pública (Narodowski, 2016). De hecho, en estos últimos 20 años, el número de alumnos  del nivel nivel inicial no ha dejado de crecer al igual que los problemas de la educación primaria y secundaria, los que sólo se revierten con una política seria y sostenida. Una política educativa concreta, precisa, evaluable y que tienda a igualar oportunidades en un contexto de mejora general de la calidad educativa.

 

Referencias

Bassok, D. Gibbs, C., & Latham, S. (2015). Do the Benefits of Early Childhood
Interventions Systematically Fade? Exploring Variation in the Association Between Preschool Participation and Early School Outcomes. Working Paper. EdPolicyWorks, University of Virginia.

Bassok, D., French, D., Fuller, B., Kagan, S. L. (2008) Do child care centers benefit poor children after school entry? Journal of Early Childhood Research. Vol 6(3), pp. 211–231

Belsky, J. (2002). Quantity counts: Amount of child care and children’s social-emotional development. Developmental and Behavioral Pediatrics, 23, 167–170.

Campbell, F. A., Ramey, C. T., Pungello, E. P., Miller-Johnson, S., & Sparling, J. J. (2002). Early childhood education: Young adult outcomes from the Abecedarian Project. Applied Developmental Science, 6(1), 42–57.

Claessens, A., Engel, M., & Curran, F. C. (2014). Academic content, student learning, and the persistence of preschool effects. American Educational Research Journal, 51, 403–434.

Fuller, B (2007) Standarized Childhood. The Political and Cultural Struggle Over Early Education. California: Stanford University Press

Heckman, J., Moon, S., Pinto, R., Savelyev, P., & Yavitz, A. (2010). The rate of return to the High Scope Perry Preschool Program. Journal of Public Economics, 94, 114-128

Loeb, S., Bridges, M., Bassok, D., Fuller, B. & Rumberger, R (2007)  How much is too much? The influence of preschool centers onchildren’s social and cognitive development. Economics of Education Review 26 , pp- 52 – 66

Narodowski, M. (2016) El abandono en la Escuela Media Argentina. Buenos Aires: Instituto de Investigación y Educación Económica.

Puma, M., Bell, S., Cook, R., Heid, C., Broene, P., Jenkins, F. & Downer, J. (2012). Third Grade Follow-Up to the Head Start Impact Study: Final Report. Administration for Children & Families. US Department of Health and Human Services.

Taggart, B., Sylva, K., Melhuish, E., Sammons, P & Siraj, I (2015). Effective pre-school, primary and secondary education project (EPPSE 3-16+). How pre-school influences children and young people’s attainment and developmental outcomes over time Research Brief. UCL Institute of Education, University College London, Birkbeck, University of London and University of Oxford.

Schweinhart, L., Montie, J., Xiang, Z., Barnett, W.S., Belfield, C.R. and Nores, M. (2005) Lifetime Effects: The High/Scope Perry Preschool Study through Age 40. Ypsilanti, MI: High/Scope Press.

Snaider, C (2016) La universalización del nivel inicial: logros, desafíos y limitaciones a partir de la evidencia de la CABA. Buenos Aires: Instituto de Investigación y Educación Económica.

Vandell, D. L., Belsky, J., Burchinal, M., Steinberg, L., Vandergrift, N., & NICHD Early Child Care Research Network. (2010). Do Effects of Early Child Care Extend to Age 15 Years? Results From the NICHD Study of Early Child Care and Youth Development. Child Development, 81 (3), pp. 737–756.