Control de identidad: Iniciativa inconveniente

El último Panorama Social de la OCDE disponible muestra que en Chile apenas el 55% de las personas se sienten seguras caminando solas en la noche por las calles de su ciudad o área de residencia. Para el promedio de los países de esta organización, esta proporción alcanza al 72% y, de los 34 que conforman el grupo, solo en Grecia su población percibe menores niveles de seguridad que en el nuestro. Al mismo tiempo, de manera sistemática, los chilenos piensan que la delincuencia es el principal problema que deben resolver los gobiernos. Es evidente, por tanto, que en esta dimensión hay un enorme desafío para el mundo político. Una justificación fundamental para el Estado es la protección de los derechos y libertades básicas de los ciudadanos. No cabe duda de que los delitos los amenazan y generan esta incertidumbre que, como sugiere la propia OCDE, afecta la cohesión social de los países. Es más, mientras el Estado no satisfaga el anhelo de seguridad, su legitimidad estará en cuestión no solo en este ámbito, sino que posiblemente en otros que involucran su presencia.

Es comprensible, entonces, que los representantes de la ciudadanía busquen mecanismos que intenten frenar el flagelo de la delincuencia, y que, mientras este no ceda definitivamente en intensidad, la manera de enfrentarlo y reducirlo sea un eje central del proceso de deliberación pública que acompaña nuestra vida democrática. Pero, asimismo, debe ser obvio que no toda política diseñada para estos efectos es deseable. Un criterio exigible de carácter mínimo es que esta tenga la posibilidad de satisfacer el objetivo que la sustentó. Diversas instituciones que han estudiado las políticas que buscan reducir la delincuencia en otras latitudes advierten que menos de un tercio de ellas han sido sometidas a una evaluación de efectividad y, por tanto, se desconoce su verdadero impacto. De las que han sido evaluadas, solo unas pocas han demostrado ser efectivas. Ello obliga a elegir con mucho cuidado las iniciativas destinadas a frenar y reducir la delincuencia, sobre todo porque ellas pueden tener efectos indeseables sobre la vida en comunidad

En el reporte de la OCDE antes mencionado, existen once países donde más del 80% de sus residentes camina sin sobresaltos en las noches. Y en ese grupo hay naciones tan distintas como Canadá, Eslovenia u Holanda. Ninguna de las once utiliza el control de identidad como instrumento para combatir la delincuencia. Entienden que este propósito requiere de una estrategia comprensiva y, al mismo tiempo, están conscientes de que si bien la evidencia es imperfecta, ella no respalda la efectividad de una política como la que está planteando la agenda corta antidelincuencia. Esta constatación no debería sorprender mucho. Baste pensar, por ejemplo, solo en el número de controles que habría que hacer antes de sorprender a una persona que tiene una orden de detención pendiente. Asimismo, no se entiende qué elemento de esta iniciativa podría llevar a alterar -concretamente a desincentivar- el comportamiento delictivo de los criminales. Así, se distraen recursos sin que esté claro que ellos vayan a lograr un efecto concreto.

El financiamiento de esos controles inefectivos no es el costo principal de esta medida. Hay otros que hacen dudar de la oportunidad de esta política, aun si ella fuese efectiva. Por un lado, conviene preguntarse si es razonable que el Estado utilice su poder de coacción, que le ha sido conferido por todos los ciudadanos, para enfrentar de una manera tan burda el fenómeno de la delincuencia. Por otro lado, en una democracia las distintas personas y grupos sociodemográficos que la componen deberían tener la expectativa de que van a ser tratados con igual respeto. Es en este ámbito donde los efectos no deseados de esta iniciativa son más evidentes.

Con todo, se ha argumentado que el riesgo de estos efectos es bajo, fundamentalmente porque el control de identidad no es muy intrusivo, y, en casos muy extraordinarios, podría significar a lo más una detención no superior a cuatro horas (o de una hora en el caso de menores de edad). Sin embargo, sabemos que las policías van a ejercer esta medida con un importante grado de discreción (por lo demás, si no lo hicieran, la efectividad de esta legislación se pondría aún más en duda). La fuente que alimentará esta discreción será inevitablemente el prejuicio. No hay posibilidades reales de hacer descansar este control en juicios objetivos. Así, la aplicación de esta política, por muy loable que sea su motivación, conducirá a que se trate desigualmente a las personas y grupos que forman parte de nuestra nación.

La expectativa a la que aludíamos antes quedará lesionada y ello no solo eleva las desconfianzas, sino que reduce la cohesión social. Pero, además, al contribuir a la discriminación y a la exclusión, solo terminará deslegitimando la indispensable lucha que el Estado chileno debe emprender en contra de la delincuencia. Por ello, los riesgos de efectos indeseados asociados a esta iniciativa, más que ser bajos, como argumentan sus defensores, son intolerablemente altos.