La ley de la pobreza

En 1993 se promulgó la ley 70 con la intención de proteger los derechos de las comunidades negras, especialmente aquellas asentadas en la región de la costa pacífica colombiana. La motivación de la ley es legítima pues trata desarrollar un mandato de la constitución de 1991; además, la motivación es loable pues se ocupa de las comunidades más vulnerables del país, que son además poseedoras de claves de la cultura colombiana. La economía de la ley, sin embargo, merece una serie reflexión.

El hilo conductor de la ley es una completa redefinición de los derechos de propiedad en todos los territorios del Pacífico colombiano. Dice la ley textualmente que “el Estado adjudicará a las comunidades (…) la propiedad colectiva sobre las áreas que (…) comprenden las tierras baldías de las zonas rurales ribereñas de los ríos de la Cuenca del Pacífico” y establece además que “la parte de la tierra de la comunidad negra destinada a su uso colectivo es inalienable, imprescriptible e inembargable. Sólo podrán enajenarse las áreas que sean asignadas a un grupo familiar (…), pero el ejercicio del derecho preferencial de ocupación o adquisición únicamente podrá recaer en otros miembros de la comunidad y en su defecto en otro miembro del grupo étnico.”

La ley define el área afectada a rajatabla: desde Ecuador a Panamá, entre la cordillera occidental y el mar. Los territorios de la región que quedan exentos de la ley son relativamente pocos: terrenos con títulos de propiedad privada vigentes antes de la expedición de la ley, las áreas urbanas, los resguardos indígenas, los parques nacionales y las costas. Por lo tanto, la ley afecta efectivamente a toda la región, incluyendo las zonas que rodean los centros urbanos que es donde se concentra la mayor parte de la población negra que es la que se propone proteger. Valga recordar que hoy en día, más de veinte años después de la promulgación de la ley, esta región sigue siendo la más pobre de Colombia y, a diferencia de entonces, se ha convertido también en un polo de violencia e ilegalidad.

El texto de la ley y su implementación jurídica implican que, primero, se crean unos territorios donde la “propiedad” es de toda la comunidad, pero es una propiedad con limitaciones porque es “inalienable, imprescriptible e inembargable”. Segundo, se establece que en aquellos territorios baldíos de la región que no están titulados a ninguna comunidad no se permite la propiedad privada y, por lo tanto, los derechos de propiedad quedan indefinidos. Y tercero, se elimina la capacidad soberana del estado o cualquier otra jurisdicción de anular los derechos de los particulares cuando estos se contraponen a los intereses de toda la sociedad o la nación –incluso cuando se trata de los intereses de grueso de la población afrodescendiente que vive en las áreas urbanas de la región. Me refiero a continuación a la economía de estas tres implicaciones.

Primero: la propiedad comunal.

La ley crea unos títulos de propiedad comunal que permiten regular el uso de los recursos del territorio titulado a los consejos comunales, cuya conformación establece la ley y su reglamentación posterior. Desde el punto de vista económico, la eliminación de la propiedad privada al interior de estos territorios erosiona los incentivos individuales para invertir en ciertas actividades productivas. Por ejemplo, los agricultores individuales tendrían dificultades para embarcarse en cultivos permanentes (como el cacao) ante la posibilidad de que otros miembros de la comunidad se apropien en el futuro de ellos. Tales actividades requieren entonces de una coordinación que puede ser costosa –o imposible.

Por otro lado, en la región hay abundancia de recursos comunes como la pesca, la minería o la madera. En general, la explotación privada de recursos comunes y escasos genera costos sociales “externos” que nos son reconocidos por los usuarios individuales quienes, por lo tanto, tienen incentivos para “sobreexplotarlos” (el fenómeno conocido en inglés como “tragedy of commons”). Al establecer la propiedad colectiva de estos recursos, la ley “internaliza” estas externalidades y puede favorecer su explotación eficiente. No es claro, sin embargo, que no haya mecanismos más efectivos de regulación de estas externalidades que, en particular, eviten que grupos armados ilegales se apoderen del acceso a estos recursos.

Más allá de la discusión sobre la conveniencia o no de la propiedad privada, el principal problema económico de estos títulos de propiedad colectiva no es que sean colectivos, sino que sean “inalienables, imprescriptibles e inembargables”. Esto impide que sean utilizados como colateral para acceder a créditos bancarios o a recursos de inversión privada. Es decir, la ley en la práctica excluyó de forma permanente a los campesinos del Pacífico del mercado financiero. Esto impide también que particulares inviertan en estos territorios para, por ejemplo, construir hoteles o plantas de producción agroindustrial o vivienda de interés social, porque no es posible garantizar la propiedad de estas inversiones.

La propiedad es un instrumento crucial de apalancamiento para los pobres, independientemente de si es privada o colectiva en cuanto sea transferible. El problema de la ley es que impide la transferencia de estos derechos de propiedad y, por lo tanto, se podría decir que fue una forma velada de expropiación masiva.

Segundo: derechos de propiedad indefinidos 

La segunda implicación de la ley es que hace imposible la definición de los derechos de propiedad en los territorios que no están titulados a consejos comunitarios. En estos terrenos baldíos que siguen siendo el grueso de la región, los campesinos que se asienten no pueden acceder a títulos de propiedad privada. Y tampoco pueden acceder a títulos de propiedad colectiva, a menos que pertenezcan a una comunidad con alguna conexión ancestral o étnica con el territorio en cuestión.

La indefinición de los derechos de propiedad hace que cualquier tipo de actividad productiva en estos territorios sea imposible. Es imposible para una empresa montar una fábrica, o para un campesino sembrar un cultivo o construir una casa, pues la ley no permite garantizar la propiedad de los beneficios a quien incurre en los costos. Desde las ideas de Coase hace ya más de un siglo (y que dieron pie a su premio Nobel en economía) es un hecho bien establecido en economía que si los derechos de propiedad no están bien definidos, no hay incentivos para hacer esfuerzos productivos eficientes.

Nótese que este problema no tiene nada que ver con el carácter colectivo de los derechos de propiedad, sino con la indefinición de estos derechos de propiedad en grandes zonas de la región.  A la luz de esto, no nos debe sorprender que a lo largo de la carretera a Buenaventura, el puerto más grande de Colombia, no haya actividad productiva de ningún tipo, excepto quizá la minería ilegal.

En este vacío legal, por cierto, florece la provisión privada de los servicios de adjudicación, así sea parcial, de derechos de propiedad por parte de grupos armados ilegales. No es el propósito de este análisis, pero uno puede argumentar que el aumento de la violencia en la región se debe en alguna medida a que la ley impide que sea el estado el que adjudique derechos de propiedad.

Tercero: la eliminación de la autoridad soberana

La tercera implicación de la ley es la subordinación del estado a los derechos colectivos vagamente definidos por la ley. En el grueso del territorio nacional los derechos de propiedad pueden ser anulados por el estado para, por ejemplo, construir una carretera o una represa o un aeropuerto. En el Pacífico esto es imposible: el estado no puede, y mucho menos un particular, adquirir terrenos para la construcción de un bien público. En los terrenos titulados debe someterse a la voluntad del consejo comunitario, lo cual es absurdo si se trata de bienes públicos que benefician a toda la sociedad. Pero en los terrenos baldíos es peor: como los derechos de propiedad están indefinidos, cualquier persona puede alegar ser miembro de una comunidad ancestral y reclamar su derecho a “ser consultado”.

Hoy en día, por ejemplo, la ley no permite a un alcalde de la región construir un nuevo acueducto desde el área rural hacia el área urbana del municipio, si algún residente del área afectada se opone y alega derechos colectivos sobre ese territorio. Si los terrenos están titulados, el alcalde puede negociar con el consejo comunitario correspondiente. El consejo comunitario igual puede negar la autorización permanentemente, a diferencia de lo que sucede en el resto del país donde el estado puede expropiar la propiedad privada en favor de los intereses comunes. Más complicado aún es si los terrenos no están titulados, pues en ese caso la construcción de este acueducto hipotético puede ser impugnada en cualquier momento por personas que aleguen tener derechos colectivos sobre el territorio afectado. Nótese que estas restricciones no sopesan para nada los intereses de la población de las áreas urbanas de la región, donde se asienta la mayor concentración de población afrodescendiente del país.

Esta dificultad está detrás de la demora y los sobrecostos asociados con la construcción de líneas de alta tensión a la región (desde, por ejemplo, las hidroeléctricas de Anchicayá y Calima que están a menos de 100km de distancia de la costa pacífica); con la ampliación de la carretera a Buenaventura (que existe desde hace más de medio siglo) y con la ampliación del aeropuerto de Buenaventura (cuyos terrenos son propiedad de la Aerocivil), por mencionar unos pocos ejemplos. Es además imposible pensar en mejorar los servicios de educación y salud rápidamente, pues los profesionales médicos y de educación que los prestarían no tienen literalmente dónde vivir, pues la ley impide el desarrollo urbano acorde con sus necesidades.

Valga recordar que aquellas sociedades donde se instauraron sistemas masivos de propiedad colectiva como la Unión Soviética o China reservaron para el estado una autoridad soberana casi total que permitió la provisión arbitraria de bienes públicos. En el caso del Pacifico colombiano se eliminó la propiedad privada, pero también se eliminó la autoridad soberana del estado o de los gobiernos locales. Esta autoridad, desde siempre, ha sido indispensable para la provisión de bienes públicos que permitan el desarrollo humano. Estrictamente hablando, no es exagerado afirmar que la ley 70 creo en el Pacífico colombiano una vasta región sin estado.

Final: el futuro de la ley

La evaluación empírica rigurosa de la ley es imposible, pues requeriría de algún instrumento o variación experimental que permitiera aislar estos efectos de los efectos de otros factores coincidentes, y la realidad es que no hay ni siquiera información socioeconómica agregada confiable de toda la región. La evidencia disponible es apenas la observación casual de la profunda pobreza de la población de la región, aún si se compara con las poblaciones pobres afrodescendientes del interior.

Lo que creo que es claro desde el punto del análisis económico convencional que ha guiado la discusión que acabo de presentar, es que la redefinición de los derechos de propiedad impuesta por la ley 70 tiene efectos tan negativos que la hacen un obstáculo para el mejoramiento del bienestar de sus habitantes. Sobra decir que es posible que la ley tenga efectos menos negativos  que se escapan de la esfera del análisis económico y que justifican su defensa. En lo que creo que es difícil estar en desacuerdo es que muchas cosas de la ley pueden ser mejoradas.

La ley 70 es una ley ordinaria y puede ser modificada o eliminada por otra ley ordinaria. Sin embargo, la jurisprudencia constitucional haría necesaria la realización de “consultas previas” antes de cualquier cambio a la ley. Estas “consultas” son costosas y se prestan para la creación de rentas para los consejos comunitarios. En este caso, la consulta tendría que involucrar a todos los consejos comunitarios de la región y, por lo tanto, los costos serían aún mayores. Infortunadamente, el mecanismo de consulta es antidemocrático pues no incluye a la población negra de la región que no pertenece a estas comunidades que es mayoritaria y que hoy en día se ve sometida a las peores condiciones de miseria en las cabeceras urbanas.

Sin embargo, el costo mayor es político pues un argumento usual contra cualquier cuestionamiento a la ley es la acusación de racismo o elitismo. Esta forma de argumento ad hominem conduce al peor de todos en una democracia que es la supresión de la discusión sobre una ley –que además es quizá causa de la pobreza de muchos de los más pobres de nuestro país.

Juan Esteban Carranza, Banco de la República- Cali. Las ideas y opiniones expresadas en este texto son responsabilidad única y exclusiva del autor, y no comprometen ni reflejan las ideas u opiniones del Gerente General o la Junta Directiva del Banco de la República.