Argentina y la normalidad

Una vez le preguntaron a Vladimir Nabokov si su novela Lolita era la historia de un amor verdadero. “Sí, desde luego”, respondió el escritor ruso. “Es la historia de mi affaire con el idioma inglés. Mientras la escribía, mi mayor preocupación fue usar expresiones coloquiales como las utilizadas por alguien que nunca salió de su pueblo natal en Iowa o Idaho”.

Yo nunca me enamoré de una lengua extranjera, pero sí me enamoré de un país, aun antes de visitarlo. Mi affaire con la Argentina data de 1964 o 1965 y continúa hasta el día de hoy. Empezó en forma inocente y sin ninguna intención cuando a los 11 o 12 años leí por primera vez El Gráfico. Yo era un lector ávido de Estadio, pero en una ocasión, cuando fui a comprar el último número, se había agotado. El diarero me vio tan desesperado que me sugirió comprar esa revista extranjera que traía en la portada a Alberto Mario González, “Gonzalito”, el delantero de Boca Juniors. Era bastante más cara que Estadio, lo que me hizo dudar. Al final la adquirí y la fui leyendo por el camino de regreso a mi casa. El embrujo fue instantáneo: la prosa cuidada y vívida, las crónicas con las aventuras de los deportistas argentinos, el sentido del lugar que ocupaba el país en el concierto internacional. En ese entonces, la albiceleste no había ganado ningún Mundial, y así y todo los periodistas no tenían dudas de que el mejor fútbol del planeta se jugaba en el Río de la Plata. Desde entonces, yo tampoco tengo dudas al respecto.

El dolor del populismo
Es por ese amor que desde hace mucho tiempo me duele Argentina. Me dolió la crisis del 2002. Me dolieron la devaluación gigantesca con la que terminó la quimera de la “convertibilidad”, la aguda caída del PIB y la aparición de los cartoneros rebuscando en los tarros de basura de Buenos Aires.

Durante los últimos años me dolió que la Argentina volviera a caer en las trampas del populismo, y que sus políticos no entendieran que todas las aventuras populistas terminan mal, como terminó ésta. A veces la debacle demora en llegar, pero ineludiblemente llega. Y cuando eso sucede, los que más sufren son los que tienen menos recursos, quienes no tienen los bancos de Miami al alcance de la mano para resguardarse de los mercados negros y de la inflación.

El triunfo de Mauricio Macri y su alianza “Cambiemos” en las elecciones de la semana pasada abre una esperanza para la transandina nación. Pero es importante entender que los desafíos que enfrentará el nuevo gobierno no son nada de triviales. Existe el riesgo de que la nueva administración caiga en la glotonería de lograr muchas cosas en muy corto tiempo. Ese es un error que hay que evitar.

El afán por ser normal
El principal objetivo del Presidente Macri y su equipo debiera ser simple: transformar a la Argentina en un país normal, un país donde impere el estado de derecho, un país sin inflación, un país donde se respeten los contratos, cuyos ciudadanos puedan viajar libremente y donde se respeten los derechos de propiedad. Un país donde bienes tan simples como un computador o una tableta iPad estén al alcance de la clase media a precios razonables -hoy en día la Argentina tiene uno de los precios más altos en el mundo entero para este tipo de productos.

Los países normales son un tanto aburridos, pero su población no vive las zozobras de las naciones que se mantienen al borde del abismo, como la Argentina de la época K.

Argentina dejó de ser un país normal durante los primeros años de este siglo, cuando el modelo de tipo de cambio rígido impulsado por Domingo Cavallo hizo agua. Esta “anormalidad” se agudizó a pasos agigantados en los años siguientes. Hitos importantes fueron la reestructuración unilateral de la deuda soberana, imponiendo una “quita” exagerada del 77% a los inversionistas extranjeros, la expropiación de los haberes de los trabajadores en las AFJP, y la nacionalización de YPF.

Como lo ha planteado el propio Macri, un paso esencial en el proceso de normalización es terminar con los controles de cambio, o lo que los argentinos llaman el “cepo cambiario”, un mecanismo anacrónico de control económico que ya no existe en casi ningún país de nuestra región -además de Argentina, Cuba y Venezuela son las tristes excepciones.

Pero, en contra de lo insinuado por el presidente electo, no es aconsejable terminar con este anacronismo en forma apresurada. La experiencia de los años 1970 y 1980 en nuestra propia región indica que si se toman medidas drásticas en forma acelerada, el tipo de cambio brincará más allá de su equilibrio, produciendo un período de volatilidad innecesaria.

La secuencia adecuada pasa por instaurar, durante una transición, un sistema oficial con tipos de cambios duales, en el que algunas transacciones están sujetas a una paridad, mientras que otras están afectas a un cambio más alto. Tanto el economista argentino Miguel Kiguel, como yo mismo, hemos hecho planteamientos concreto al respecto. Un primer tipo de cambio afectaría las transacciones comerciales, sería fijado por el Banco Central y se deslizaría día a día. El segundo tipo de cambio sería para todas las transacciones financieras, para turismo, pago de deuda y ahorro, y sería determinado libremente por las fuerzas del mercado. Lentamente, la brecha entre ambos tipos de cambio se iría cerrando. Un aspecto importante de este esquema es que ambos tipos de cambio serían “blancos”. Ya no habría un tipo “blue”, con los peligros de transformarse en negro en cualquier momento.

Pero cualquier plan específico se topa con el grave hecho de que la Argentina prácticamente no tiene reservas internacionales. Se calcula que las reservas líquidas no pasan de los tres billones de dólares. La solución de este problema es simple y compleja a la vez. Es simple, porque la Argentina tiene una deuda relativamente baja, lo que, en principio, le permitiría obtener financiamiento externo para financiar la transición hacia la normalidad. Es complicada, porque debido a la negativa del gobierno saliente de pactar con los bonistas “holdouts” -incluyendo los llamados “fondos buitres” y miles pequeños inversionistas italianos-, el país no tiene acceso a los mercados internacionales.

Lo anterior se traduce en una ecuación simple: un paso esencial para transformarse en un país normal es negociar de buena fe con estos inversionistas que se negaron a recibir 23 centavos por cada dólar de deuda. Hacerlo no es ni signo de debilidad; es, simplemente, aceptar las reglas de las economías modernas, reglas que respetan prácticamente todas las naciones del mundo. Una vez dado ese paso, el país podrá optar por financiamiento interno que permita una transición ordenada a la normalidad que los argentinos se merecen.