68,4

De acuerdo al informe recientemente publicado por el Banco Mundial sobre los efectos distributivos de la reforma tributaria, el coeficiente de Gini de ingresos individuales en Chile es de 68,4.
El indicador mide cuán desigual es la distribución de ingresos: si el coeficiente es 0, entonces los ingresos que produce un país se distribuyen en partes iguales entre sus ciudadanos, y si en el extremo opuesto es 100, entonces una sola persona se lo lleva todo.
De acuerdo a la encuesta CASEN de 2013, el Gini de ingresos per cápita es de 50,4. En un ranking de 128 países, este índice coloca a Chile en el puesto 19 de las economías más desiguales del mundo.
Las encuestas de hogares como la CASEN, fuente tradicional de la medición de desigualdad en el mundo, tienen limitaciones importantes para estos efectos. En particular tienen dificultad para registrar los ingresos de las personas de más altos recursos. De hecho, la CASEN apenas captura un 21% de los ingresos de la propiedad que reporta Cuentas Nacionales.
El coeficiente de 68,4 se obtiene luego de reestimar la distribución de ingresos usando información tanto de la CASEN, como de los reportes tributarios del SII. El dato representa la desigualdad de todos los ingresos, laborales y del capital, producidos el 2013, sin importar si las utilidades de las empresas fueron repartidas o no. Si solo se consideran las utilidades distribuidas por las empresas a sus dueños, el Gini sería igual a 59.
Si bien no existe información comparable para otros países, un índice tan alto debiese ser motivo de preocupación. A mi juicio, el riesgo sobre el funcionamiento de la democracia es uno de los problemas más graves que trae una desigualdad tan extrema.
En efecto, la riqueza puede comprar poder, influencia política, campañas electorales, medios de comunicación, centros de pensamiento e ideas, en general. Las personas más ricas tienen así la posibilidad de «adquirir» las políticas que más les favorezcan.
Por ello es que la desigualdad debe ser enfrentada no solo «por abajo» a través de un gasto social focalizado que transfiera recursos a las familias de menores ingresos. También debe ser enfrentada «por arriba» con una diversidad de herramientas que pongan límite a la distancia entre los que están en la parte más alta de la distribución y los demás.
Un instrumento son los impuestos progresivos. Por cierto, estos tienen efectos sobre el comportamiento de personas y empresas: afectan sus decisiones de ahorro, trabajo e inversión. Pero, de acuerdo a una amplia literatura académica, los efectos de los impuestos guardan mucha mayor relación con la forma en que personas y empresas organizan su actividad y reportan sus ingresos, que con una reducción en su actividad productiva real.
En otras palabras, se puede reducir la desigualdad vía impuestos progresivos, minimizando los efectos adversos sobre la economía, si se cierran tratos preferenciales que invitan a la elusión y evasión. La reforma tributaria avanzó en algunas dimensiones, por ejemplo, eliminando regímenes como el 14 bis y 14 quáter, y puede avanzar aún más simplificando y reduciendo las posibilidades de reportar los mismos ingresos de formas diversas.
Un segundo conjunto de herramientas es la regulación económica. La colusión, el uso indebido de información privilegiada, el desconocimiento de los derechos de los consumidores e infracciones en contra de accionistas minoritarios permiten a unos pocos enriquecerse de manera ilícita, afectando a la vez la confianza en los mercados.
Así, si una regulación económica débil explica en parte el retorno a la riqueza de quienes están en los tramos superiores de la distribución, entonces es necesario revisar tanto la regulación como las capacidades fiscalizadoras de los organismos que supervisan conductas de mercado.
En este sentido, los proyectos de libre competencia, de protección al consumidor y de Comisión de Valores que se discuten hoy en el Congreso pueden resultar esenciales en reducir la enorme brecha de ingresos observada.
Finalmente, es crucial rediseñar el sistema de financiamiento de la política para que sea transparente, con límites claros y sanciones efectivas. Los proyectos de ley de partidos políticos y de financiamiento de la política en discusión deben ir acompañados de una nueva institucionalidad para el Servel que asegure su eficacia e imparcialidad, y que pueda incluso dar fe de la democracia al interior de los partidos.
Solo separando lo más posible la política del dinero podremos evitar que la desigualdad económica se transforme en desigualdad política y que luego se retroalimente. Una democracia sólida no es compatible con una extrema desigualdad.