No hay peor astilla que la del mismo palo

001099107190Una versión de este artìculo fue publicado en La Gaceta el 4 de julio de 2015. 

“Lo recuerdo con mucho cariño, por qué negarlo”. La frase no tendría nada de curioso si no fuera por dos elementos: quién la dijo y a quién se refiere. El jefe de gabinete Aníbal Fernández olvidó por unos segundos durante esta semana lo supuestamente ignominiosos que fueron los ’90 y mandó una salutación pública a quien encabezara ese proceso neoliberal tan denostado durante la última década: Carlos Menem. El momento elegido no fue caprichoso: 24 horas antes, Daniel Scioli había hecho lo mismo sobre un escenario montado nada menos que en la provincia de La Rioja, donde, para utilizar términos futbolísticos, el ex presidente juega de local, repleto de primeras figuras del peronismo tradicional y a centímetros de Carlos Zannini, representante en la arena electoral del ultra kirchnerismo más ortodoxo. 

No todos quedaron inmediatamente alineados. Ricardo Forster, bandera intelectual k, aseguró que no tiene nada que agradecerle a Menem. Sin embargo, tampoco fue lo suficientemente lejos como para cargarle alguna tinta a Scioli, sobre quien dijo que si bien no viene del corazón del kirchnerismo, “ha sido un aliado que ha recorrido con Néstor Kirchner y Cristina Kirchner doce años de gobierno”. La palabra clave es “aliado”. También armó una frase contundente para no quedar necesariamente enemistado con nadie que se manifestase a favor o en contra del menemismo los días subsiguientes. “Muchos de los dirigentes del peronismo en los ’90 estuvieron vinculados al menemismo, pero el actual es otro peronismo, porque se enfrenta a otra realidad nacional e internacional”.

Una vez más, la expresión más contundente del pragmatismo peronista se hizo presente sobre ese tablón riojano: “todos unidos triunfaremos”. Sin embargo, una lectura un poco más profunda desnuda las tensiones crecientes entre las dos facciones que han convivido durante estos años debajo del sello del Frente para la Victoria: el kirchnerismo y el PJ clásico, que de apoco se apresta a retornar a los primeros planos. Se trata de una bifurcación que no se produce por primera vez: nótese que Forster distingue, 20 años atrás, lo que era el “menemismo” del “peronismo”.

En este contexto, ganar las elecciones constituye la primera prioridad, de eso no quedan dudas. La gran pregunta es qué ocurrirá después. Esta reorganización o “resurgimiento” del peronismo tradicional constituye un factor fundamental del nuevo entorno político al menos en dos aspectos centrales: por un lado, la cuestión de la gobernabilidad, y por el otro, aunque ligado a lo anterior, el nuevo equilibrio de poder post K. Respecto de la gobernabilidad, el retorno del PJ, con sus vicios  y sus virtudes, representa una suerte de garantía de que la política argentina retomará sus características habituales, lo cual permitiría encapsular a estos doce años de kirchnerismo como una suerte de momento jacobino en la historia contemporánea argentina. Con los ejes tradicionales del peronismo recuperando visibilidad e influencia, el kirchnerismo quedaría entonces reducido a una suerte de recorrido post crisis del 2001, cuando la Argentina resbaló hacia posturas mayormente extremas. Habría que remontarse a los primeros años de la primera presidencia de Perón para encontrar características similares, puesto que desde la derrota de 1983 el justicialismo había realizado un gran esfuerzo por adoptar prácticas y discursos democráticos, incluyendo cuestiones formales antes poco relevantes, que fueron sin duda infravaloradas durante la hegemonía K.

Respecto del nuevo balance de poder, si Daniel Scioli llega a ser electo presidente, este PJ tradicional fortalecido se convertiría en un ancla fundamental a partir de la cual construir una creciente autonomía. Más aún, si desde el sillón de Rivadavia lograse empoderar a gobernadores, y continuar seduciendo y cooptando intendentes, sindicalistas y otros dirigentes sociales (piqueteros, empresarios), Scioli podría así edificar una suerte de muralla china para ir acotando la influencia de los segmentos del kirchnerismo más radicalizado.  Si el ganador de este proceso electoral fuera Mauricio Macri, el peronismo podría a su vez convertirse en un factor de negociación que recompusiera al menos parcialmente la vieja dinámica bipartidaria, tan habitual en la inestable historia política argentina. Esto implicaría, también, un desplazamiento del kirchnerismo radicalizado a un segundo plano. Es probable que la relación entre el líder del Pro y los gobernadores del PJ tenga pocos tintes similares a las que experimentaron en su momento tanto Raúl Alfonsín como Fernando de la Rúa: Macri siempre ha buscado seducir al peronismo y, de hecho, su partido tiene muchos dirigentes surgidos de la escuela peronista, como Diego Santilli, Christian Ritondo y Jorge Triaca (h).

Especulando hacia futuro, como ya lo está haciendo buena parte de la clase política argentina, pensando aunque parezca mentira en la siguiente sucesión (2019), se incrementa la importancia relativa de esta reconstrucción de un vector de poder peronista, que adquiere incluso connotaciones muy singulares. En efecto, no parece fácil que desde posiciones parlamentarias la fuerza construida por Néstor Kirchner y consolidada por Cristina Fernández pudiera planificar el retorno del control del Poder Ejecutivo. Paradójicamente, los problemas que enfrentarían Máximo Kirchner, Axel Kicillof o Eduardo “Wado” de Pedro para recuperar la centralidad de la agenda se asemejarían bastante a los que en la práctica experimentó Sergio Massa entre 2013 a la fecha: el Congreso no parece ser una eficaz plataforma para proyectar campañas presidenciales o incluso para fortalecer liderazgos con chances de alcanzar cargos ejecutivos. Gabriela Michetti perdió centralidad primero como diputada y luego como senadora, a pesar de haber participado con mucho éxito de las campañas electorales del 2007, 2009 y 2013. Por su parte, Horacio Rodríguez Larreta logró, desde la pura gestión, encaramarse como un candidato con notable eficacia.

¿Implica esto que la estrategia de retirada que elaboró pacientemente CFK esté condenada al fracaso? Es demasiado temprano para afirmar algo semejante, aunque vale la pena preguntarse cuáles han sido las principales metas, los objetivos de mínima establecidos en dicho plan. ¿Se trata de asegurar una herencia en términos políticos, de seguir influyendo en la agenda pública, de continuar forjando el destino de la nación, o bien, por el contrario, de preservar la tranquilidad y el patrimonio familiar? Mirando con optimismo este turno electoral, CFK puede eventualmente contar con un grupo de unos 35 diputados y alrededor de 10 o 12 senadores realmente leales, pertenecientes de manera inconfundible al núcleo “duro” de la Cámpora. En otras palabras, esa cifra representa el 15 por ciento de los miembros de las respectivas cámaras. ¿Qué peso específico podría tener semejantes grupos en caso de que el peronismo clásico impusiera nuevamente su peso en la arena política, enhebrando como tantas veces en el pasado estrategias de coordinación con otros grupos de la oposición?

John William Cooke definió alguna vez al peronismo como “el hecho maldito del país burgués”. Alguien redefinió al menemismo como “el hecho burgués del país maldito”. Podríamos entonces, siguiendo una lógica similar, definir el kirchnerismo como “el hecho jacobino del país peronista”. Siempre es complejo despejar la incógnita de si un proceso político determinado tendrá características transitorias o si, por el contrario, está destinado a perdurar en el tiempo y generar un legado perdurable. El kirchnerismo no es la excepción. Pero aún antes de finalizar su mandato, CFK está rodeada de dirigentes que sueñan con una política más parecida a lo que era antes de que ella y su marido se consolidaran como los grandes protagonistas de la vida política nacional. Con las cosas buenas y malas que eso implica.