Del atajo a la negación

La política argentina es totalmente disfuncional. Lo ha sido a lo largo de la historia. La inestabilidad institucional, la violencia, el autoritarismo y la discrecionalidad constituyen atributos que, con intensidad variable, son denominadores comunes de una experiencia colectiva dominada por líderes que suelen creerse semidioses. Esto ocurre hasta que abandonan el poder (o, mejor dicho, hasta que el poder los abandona a ellos) y descubren su verdadera dimensión: más humana, terrenal y limitada, aunque de todos modos variopinta e imperfecta.

El kirchnerismo ha profundizado buena parte de los problemas que siempre tuvo la Argentina y que no pudo, no supo o no quiso, hasta ahora, enmendar. Se trata de la tendencia a negar situaciones conflictivas con la esperanza de que, como consecuencia del paso del tiempo o algún otro factor desconocido, terminen arreglándose solas. Cuando esto no pasa y, peor aún, ocurre lo contrario, se generan crisis muy agudas, a partir de las cuales nos inclinamos a implementar (supuestas) soluciones drásticas, rápidas, que esperamos que sean mágicas.

Este mecanismo perverso, infantil y demasiado recurrente implica a menudo negar evidencia contundente, tergiversar información clave e ignorar casos exitosos (o grandes fracasos) que ocurrieron tanto en la Argentina como en otros países. Sobre todo esto se podría aprender mucho si tuviéramos un poco de humildad y la voluntad de hacer buena política pública, claro.

Esta semana fuimos testigos de una nueva situación que confirma este comportamiento, tan secular como autodestructivo, con relación al notable avance del flagelo del narcotráfico. La nueva masacre en la Villa 1-11-14 dejó expuesto el tema con peculiar nitidez. Frente a este hecho atroz, el gobierno continuó con su parsimoniosa y consistente negación de la realidad (que abarca, es justo reconocerlo, otras cuestiones escandalosas, como la inseguridad, la inflación y la pobreza). Paralelamente, uno de sus más famosos y coreográficos defensores, el inefable Alberto Samid, pidió que el ejército salga a la calle y así, en sesenta días, listo el pollo. Posturas diametralmente opuestas sostenidas por conspicuos miembros del FpV: otra típica escena de peronismo explícito.

Cuatro cuerpos acribillados a balazos no fueron suficientes para modificar el diagnóstico del gobierno nacional: “Somos un país de tránsito”, afirmó Aníbal Fernández. En todo caso, el problema lo tienen los demás. Acá no se produce ni se consume. Nosotros, argentinos. Punto.

En El poder narco: drogas, inseguridad y violencia en Argentina (Sudamericana, 2014), argumentamos con Eugenio Burzaco que el narcotráfico se convirtió en la principal amenaza de gobernabilidad que tiene la Argentina. Es que todo lo que funciona mal, el narcotráfico lo vuelve peor. Desde la seguridad interior hasta la salud pública, desde los controles fronterizos hasta la violencia sistemática, incluyendo la marginalidad y el abandono del Estado de porciones crecientes del territorio nacional. Mientras la cúpula gubernamental se desentiende del problema, la sociedad es testigo de un espectáculo temible: la aceleración y profundización del narcotráfico en el país, en combinación con la ausencia de políticas públicas para contener y combatir el flagelo.

De todas formas, la excusa del tránsito tampoco es suficiente. Es que lejos de constituir fenómenos contradictorios, el tránsito, la producción y el consumo forman parte de una misma “cadena de valor”: cuanto más droga transita y se exporta, más tiende a producirse y a consumirse dentro del país. La explicación es muy sencilla: el transporte se paga, fundamentalmente, en especie. Por ejemplo, la pasta base de cocaína que queda en nuestro territorio como resultado de la contraprestación por haber trasladado exitosamente el cargamento original hasta el destino solicitado se mezcla con distintas sustancias (es decir, se industrializa) y luego se comercializa a nivel local. El descarte de ese proceso de producción es el famoso y temible paco, la droga que más daño genera en el adicto. Sorprende la velocidad y la contundencia con la que destruye la salud física y mental de los adictos, así como su entorno afectivo y familiar. De todas formas, vale la pena recordarlo: no hay ninguna droga “de la buena”, como diría CFK. Son todas dañinas, incluyendo la marihuana, a la que muchos consideran, erróneamente, casi inerme, o apenas “tan mala” como un cigarrillo.

Militares, no. En ese mismo libro explicamos que no existe evidencia que permita argumentar que la militarización de la lucha contra el narcotráfico puede tener algún impacto positivo.
Por el contrario: no solamente estaría al margen de la ley de acuerdo a la normativa vigente, sino que el entrenamiento militar tampoco contempla el conocimiento ni las habilidades necesarias para un combate efectivo dadas las características del flagelo de la droga. Los militares no sirven para combatir el narco y no podrían contribuir en nada a una solución sustentable y ajustada a derecho. Ni en sesenta días, ni en sesenta meses, ni en sesenta años.

Las Fuerzas Armadas pueden sin embargo contribuir en tareas de apoyo, eventualmente en la custodia de las fronteras (incluyendo la radarización del espacio aéreo) y en el procesamiento de información crítica. Los narcos locales son parte de redes regionales e incluso globales que constituyen amenazas para otros países y la cooperación necesaria para enfrentarlos puede involucrar a oficiales militares especialmente entrenados a tales efectos. Pero “sacar los militares a la calle” fue siempre una receta para el desastre. ¿O acaso el polirrubro Samid está pensando en profundizar la idea del general Milani, en eso de posicionar a las FF.AA. como custodios y garantes del modelo? Sería muy bueno que despejara estos interrogantes si es que su ocupada agenda, entre sus prácticas para el “Bailando” y su liderazgo en la ampliación de la red de comercialización del Mercado Central en el barrio de Colegiales, se lo permite. Qué duda cabe: con Moreno estábamos mejor.

El fenómeno del narcotráfico, como la inseguridad, la pobreza, la inflación, la crisis energética, la educación, la salud, el cuidado del medio ambiente y la falta de infraestructura requiere mucha y buena política pública: un Estado inteligente, ágil y profesional que defina prioridades y desarrolle planes estratégicos que se implementen y monitoreen de forma transparente y eficaz, involucrando al conjunto de la sociedad civil, incluyendo la academia y el sector privado. Todo lo contrario a las prácticas mediocres, improvisadas y/o corruptas a las que estamos acostumbrados.