Liderazgos sin partidos

Nota publicada originalmente en el periódico Perfil el 07/09/2014.

En la misma semana en que apareció el nuevo ranking del Foro Económico Mundial, que pone de manifiesto la notable degradación institucional que padece la Argentina y su alarmante falta de competitividad, el Gobierno demostró que conserva aún una cuota no menor de poder. Ambas cosas están íntimamente relacionadas: la forma de construir poder desplegada por los Kirchner es la que hizo derrapar a la Argentina a los últimos lugares en ese ranking, respetado por los principales líderes políticos y de negocios de todo el mundo.

CFK disciplinó nuevamente a los legisladores oficialistas mediante la efectiva presión que ejerce sobre los gobernadores, apremiados por sus crecientes restricciones financieras y fiscales. Cristina también las sufre, pero recurre al viejo truco de la emisión indiscriminada; por ahora los gobernadores no han desempolvado la idea de las cuasi monedas. Por ahora.

Lo cierto es que las medias sanciones que obtuvieron en el Senado la Ley de Abastecimiento y la de Pago Soberano de la Deuda constituyen dos triunfos significativos para una administración que enfrenta un final de ciclo y un contexto económico complejo y con perspectivas para nada alentadoras.

¿Qué efecto real y perdurable puede esperarse de leyes votadas bajo presión, con el apoyo renuente o condicionado de la tropa propia? Como es costumbre, no hubo un proceso previo de formación de consenso fruto de un debate maduro en el que participen los representantes del pueblo, incluyendo a la oposición, y otros líderes de la sociedad civil. El método, las formas, importan, y mucho: pueden sancionarse leyes, pueden diseñarse e implementarse políticas públicas, pero si carecen de apoyo efectivo, su impacto será a lo sumo transitorio.

CFK puede avanzar unilateralmente en su agenda, seguir imponiendo sus prioridades, jugar el juego que mejor juega y que más le gusta: ejercer el poder de forma seca, fría y dura. Pero al hacerlo se condena a sí misma a la inmediatez, a que su enclenque “modelo” esté predestinado no solamente a fracasar, sino (lo que es peor) a la evanescencia: dentro de no mucho tiempo, sus actuales defensores serán sus principales detractores. Exactamente lo que hicieron ella y su marido con el Plan de Convertibilidad y las políticas pro mercado implementadas en la década de 1990.

Por eso, la Argentina carece de “políticas de Estado”, que trasciendan a los gobiernos y a los líderes de turno para integrar el acervo institucional que la sociedad acumula a través del tiempo. Estamos entrampados en los mismos dilemas de siempre. Y en vez de intentar resolver los problemas, los profundizamos.

Ejemplo: casi ningún país del mundo padece una inflación mayor a un dígito. En los últimos cincuenta años, los economistas investigaron con mucho éxito los mecanismos que la generan y, lo más importante, los instrumentos que la controlan. Nosotros optamos por negar esa evidencia incontrastable, adulterar groseramente las estadísticas oficiales y hacer como si todo eso no tuviera consecuencias para la economía y para el conjunto de la sociedad. Siempre habrá a quién echarle la culpa: un buitre, alguien a quien le hablamos con el corazón y nos contesta con el bolsillo, un Brasil en recesión (o que devalúa), un mundo que se nos cae encima.

La imposición de los caprichos del hiperpresidente por sobre los criterios de racionalidad técnica y razonabilidad en la construcción de consensos perdurables mediante mecanismos deliberativos implica lisa y llanamente un fracaso de la política. Y sin política, sin buena política (ni vieja ni nueva), no puede haber soluciones efectivas a los problemas de la sociedad.

Tal vez esta dura y conflictiva transición hacia 2015 nos permita aprender esta lección indispensable para consolidar la democracia. Esto sólo puede ocurrir si los partidos políticos se fortalecen y generan los recursos internos para enriquecer el debate y paralelamente limitar la discrecionalidad de sus líderes, fundamentalmente (pero no sólo) los que ejercen responsabilidades ejecutivas.

Nunca los partidos políticos argentinos fueron organizaciones fuertes, con estructuras administrativas y financieras sólidas y con la necesaria autonomía respecto del aparato del Estado y de otros grupos de interés. Más aun, siempre carecieron de mecanismos efectivos para formar dirigentes que garantizaran un recambio equilibrado y sistemático de nuestro liderazgo. Sin embargo, en las últimas décadas los partidos han perdido vitalidad hasta convertirse en meras maquinarias electorales simbióticamente aferradas a un sistema electoral opaco, anacrónico y diseñado para reproducir el statu quo.

Curiosamente, esas viejas maquinarias han adquirido un peculiar atractivo en este sistema político atomizado y personalista: los principales candidatos a presidente se esmeran en seducir a líderes provinciales y municipales pragmáticos, ansiosos por integrar proyectos con chances efectivas de llegar al poder.

Esta competencia tan singular por lograr apoyos diversos con inserción territorial y capacidad de fiscalización genera una dinámica donde las lealtades personales o la pertenencia partidaria quedan desplazadas por fríos cálculos electoralistas. Condición necesaria para una eventual victoria, pero de ningún modo suficiente para estructurar un sistema político moderno, democrático y capaz de resolver las principales demandas de la ciudadanía.

Esa es la principal asignatura pendiente que tiene la Argentina. La política ya era parte del problema antes que los Kirchner conquistaran el poder. Puede argumentarse incluso que si nuestra democracia hubiera funcionado bien, difícilmente dirigentes de estas características hubieran podido llegar tan alto. Ellos protagonizaron una degradación todavía mayor, acentuando el hiperpresidencialismo y asfixiando a la sociedad civil, incluyendo al mercado, con un intervencionismo dirigista de concepción cuasi soviética.

Las ideas a veces se equivocan: pueden adelantase a su época, o como ocurre ahora, llegar irremediablemente tarde. Lo grave es cuando se cuelan en los procesos de toma de decisiones sin que existan frenos y contrapesos que moderen la impericia, los caprichos y la irracionalidad.