Una historia de dos ciudades

En agosto de 1977 salí de Chile y, en cierto modo, no regresé jamás.Visito el país dos o tres veces cada año, pero no he vuelto a vivir en Chile. Mis viajes han sido, casi siempre, puntuales y muy cortos, viajes de trabajo, o motivados por algún acontecimiento familiar, como una boda o un funeral. Durante 30 años, mi visión de Chile ha sido más intelectual que vivencial, más estadística que “de piel”, más abstracta que de carne y hueso.

Pero hace unas semanas decidí pasar en Santiago un período más largo. Tres semanas en las que las obligaciones laborales tomaron tan solo cinco días. Dispuse del resto del tiempo para usarlo a mi antojo, sin ningún apuro. Entonces, resolví pasear por la ciudad. Caminé durante largas horas, tomé el Metro sin destino fijo, saliendo y entrando de vagones, decidiendo qué hacer en cada instante, sin plan preconcebido.

Y mientras más caminaba, más pensaba en la novela Historia de dos ciudades.” No porque vivamos”, como dijo Charles Dickens, “en el mejor de los tiempos, y en el peor de los tiempos”, o porque enfrentemos “una época de luz, y una época de oscuridad”, o porque estemos en “el invierno de la desesperación”.

Recordé a Dickens por una cuestión mucho más pedestre: ante mis ojos aparecieron, literalmente, dos ciudades: por un lado, una ciudad moderna y dinámica, con arquitectura de vanguardia y edificios de gran categoría, que nada tiene que envidiarles a las grandes urbes del globo; una ciudad con parques y áreas de esparcimiento, con centros culturales y galerías de arte, repleta de restaurantes y boutiques.

Por otro lado, encontré una ciudad triste y desgastada; una ciudad de sitios baldíos y edificios abandonados; una ciudad que a ratos parecía ocupada por un ejército enemigo. Santiago se ha transformado en una ciudad enormemente segregada. Naturalmente, siempre lo fue, pero creo que nunca había llegado a estos niveles.


Comento algunas cosas
En una de mis andanzas me encuentro con el viejo edificio del Liceo Miguel Luis Amunátegui, en la calle Agustinas, en el barrio Yungay. Un edificio prácticamente abandonado, con la pintura descascarada y las ventanas rotas; un cascarón descuidado, cayéndose a pedazos. Se trata de un establecimiento histórico, que educó a miles de jóvenes que contribuyeron, desde distintos ámbitos, a los avances de la República. ¿Por qué dejarlo caer? ¿Por qué no renovarlo, transformarlo en un gran centro cultural, o en un centro de atención médica, o una biblioteca pública?

Sigo caminando con desazón y noto que las casas tienen las ventanas abarrotadas, candados dobles, cerraduras de última generación que resisten las peores embestidas. Las veredas se encuentran en mal estado, las paredes repletas de grafitis, y la basura mal retirada. Detrás de esos barrotes viven familias que luchan por la dignidad, pero que muchas veces son derrotadas por la inseguridad y el miedo.

Un poco más arriba, al doblar una esquina, aparece la imagen semidestruida de la Basílica del Salvador. Me restriego los ojos y me siento desorientado. “Debe ser la pastilla para dormir”, pienso, y recuerdo que uno de los Kennedy la culpó de varias de sus tropelías. Por un segundo creo que me he transportado en el tiempo y el espacio, que estoy en Dresden en 1945, en una ciudad desolada y demolida por olas y olas de bombardeos aéreos. Pero no, estoy en Santiago de Chile, ya entrado el siglo XXI, a metros de la alguna vez gloriosa avenida Almirante Barroso, frente al mejor ejemplo de arquitectura gótica en Chile. Uno de los terremotos -no recuerdo cuál- la dejó tambaleando, y hubo que apuntalarla con estacas de madera criolla. Un letrero descolorido anuncia que el gobierno de Chile la restaurará. No sé de qué fecha data, pero deben ser 12 o 15 años, en los que nada se ha hecho. Nada.

Sigo mi camino, haciendo largos zigzags, volviendo sobre mis pasos, avanzando lentamente, sin apuro ni propósito. Paso por la Plaza Brasil y la siento disminuida; no es como la recordaba. Continúo mi camino hacia el poniente y aparecen algunos edificios recién pintados, y uno que otro restaurante que promete e invita, pero son los menos. La tónica está dada por sitios baldíos, casonas incendiadas, uno que otro auto abandonado. Y, claro, barrotes y más barrotes, detrás de los que se esconden familias de clase media.

Cambio de dirección y cruzo la Norte-Sur; veo varios edificios nuevos, estructuras desangeladas de pequeñas unidades que miran hacia el flujo vehicular. Llego a la esquina de Huérfanos y San Martín, y me detengo frente al Palacio Pereira. Cuelgan varios faldones rojos que anuncian su restauración. Dicen, con letras amarillas, que es una obra del gobierno de Chile. Miro con detención y trato de distinguir los cascos de los obreros que lo apuntalan y reconstruyen. Pero es en vano. Pasan los minutos y no veo a nadie. Le pregunto a un quiosquero y me dice que las obras están paradas desde hace tiempo.

Otra de mis caminatas me lleva a Vitacura, donde pasé mi juventud.Camino por la calle Francisco de Aguirre, y me vuelvo a maravillar por la sofisticada estructura urbana del barrio. Data de la década del 1950, y junto a grandes casas -mansiones, en realidad- hay pasajes con pequeñas casas pareadas, con un solo baño, un living-comedor de dimensiones modestas, y jardincitos minúsculos. Son las llamadas casas “ley Pereira”, casitas construidas bajo incentivos fiscales. Pero su mérito no es su tamaño, ni los subsidios impositivos que las ampararon; su mérito es que están ahí, en medio de las grandes casas de las familias Fabres, Picó, Goycolea y Ross, entre otras.

Vitacura antiguo es un barrio de los que ya no existen, donde convivían familias muy adineradas con otras de clase media, con viudas empobrecidas, y con profesionales jóvenes y emergentes.

Otro día mis pasos me llevan a los impresionantes edificios del nuevo barrio corporativo, en la calle Rosario Norte. Ahí, frente al Parque Araucano, se encuentran algunas de las mejores muestras de arquitectura moderna del siglo XXI en el mundo entero -lo creo de verdad; no es una exageración nacionalista-. Edificios bien proporcionados arman un conjunto armónico, con espacios abiertos, y áreas verdes. Y hace unos días se les sumó el mejor teatro de América Latina -de la corporación del arte CA 660-, diseñado por el arquitecto eminente Renzo Zecchetto.
Es la otra ciudad, el Santiago moderno, que se encuentra a tan solo 20 minutos (sin tráfico, claro) de las ruinas de la Basílica del Salvador.

¿Qué hacer?
Es verdad que algunas áreas se han revitalizado durante los últimos años, como el barrio Italia. Estos renacimientos urbanos son, desde luego, bienvenidos. Pero el que ellos existan no debe servir de excusa para descuidar otras zonas, o abandonar edificios emblemáticos. Al contrario, debieran servir de ejemplo, mostrando que cambios urbanos profundos son posibles.

Es necesario establecer una política ambiciosa y de largo plazo de recuperación urbana y patrimonial. Ello ayudará a disminuir la segregación en todos los niveles -incluyendo la segregación escolar-, permitirá mantener el acervo cultural del país y forjar una identidad nacional más cohesionada.

El gobierno debiera, entre otras cosas, crear un fondo al que podrían postular los distintos municipios para restaurar y recuperar edificios importantes, y revitalizar ciertos barrios.Más de alguien de espíritu pequeño podrá argumentar que estos programas cuestan dinero. Desde luego, pero sería dinero bien gastado, dinero que ayudaría a revitalizar esta economía desacelerada, que ayudaría a crear empleo y nos haría más grande como nación. Hagámoslo; vale la pena