Aleph Chilensis, Parte II

La bruma electoral no debiese ocultar que los productores del momento político chileno actual son los movimientos sociales. No es una apología, basta ver el debate programático. No inventaron los derechos sociales, mucho menos la lucha por la dignidad, la igualdad y la democracia en Chile. Tampoco protagonizaron la gesta por los derechos fundamentales durante la dictadura; o quizás sí.

Tal vez este momento de la historia se ha escrito a borbotones por la incapacidad de procesar un trauma anterior, muy anterior al 2011, al 2006 o 1973.

El ciclo de movilizaciones reciente es singular. Interpeló explícitamente un contrato social “más o menos impuesto” y dejó interrogantes existenciales. Ni más ni menos. En eso consiste la singularidad del momento histórico actual: en el atrevimiento, desde la sociedad civil, de hacer preguntas tan ridículamente ingenuas, que atemorizan tanto como maravillan. Muchas de estas preguntas son las mismas que atravesaron el Siglo XX, otras son nuevas. Lo relevante es que hasta las preguntas más vintage están lejos de encontrar respuesta definitiva y otras recién comienzan a hacerse explícitas en los propios programas electorales.

Valor, es difícil pensar en un mejor momento para hacerse preguntas existenciales. Es más, un país incapaz de enfrentar las preguntas por su identidad –ya sea por traumas o pereza- merece el infierno de una adolescencia permanente.

 

El poder destituyente

Es tanto, lo que ha pasado en tres años, dudo que sea posible avanzar muy rápido sin repasar la materia o por lo menos el espíritu.

El levantamiento de Aysén se sostuvo en base a tomas y bloqueos que duraron cerca de un mes: enfrentamientos con fuerzas especiales, que hoy la gente identifica como “batallas”. Por semanas, amplias extensiones de la región –no un barrio ni una cuadra- fueron territorios autónomos donde no imperó un estado de derecho “federal”, sino un ordenamiento local basado en la transversalidad de la rebelión en la zona. “Aysén somos todos” traspasó el partidismo, las generaciones y la región. Calefacción, energía, educación, especialistas médicos, condiciones para la pesca artesanal. Las mayores marchas estudiantiles paralizaron barrios y ciudades. El apoyo de la opinión pública a las demandas de este movimiento ha sido sustancial. Decenas de miles de personas han salido a marchar por los derechos de los pueblos originarios, LGBT y causas ambientales. Han marchado enfermos moribundos y, hoy mismo, los funcionarios municipales y 14 gremios llaman a un paro nacional.

Cientos de miles se manifestaron en los últimos tres años. Reclamaron por más justicia social, por identidades, por las geografías de un bienestar cada vez más ligado al territorio, por sus barrios, por libertades comunes.

A las demandas de la calle, se han sumado demandas colectivas en casos de abusos al consumidor (La Polar, caso farmacias, Cencosud- y la judicialización de proyectos de alto impacto ambiental). Más de un 75% de los proyectos energéticos aprobados que no son ERNC –unos 7.000 MW, un 40% de la capacidad instalada- están paralizados por movilizaciones o procesos judiciales. La judicialización se extiende no sólo a conflictos medioambientales, la energía o abusos al consumidor, sino también a la educación (recientemente, desde querellas a un candidato presidencial por la administración de un “emprendimiento escolar” hasta la interpelación del uso del ranking en la selección universitaria), la salud y el matrimonio igualitario. Se judicializan derechos que aún no están consagrados como tales.

La acción colectiva ha presionado a todos los poderes del Estado y sectores clave de la economía. Apunta explícitamente al desbalance social y ambiental, y a la concentración del poder del sistema económico. Quizás, antes que eso, la sociedad civil interpela directamente al sistema político. Confronta abiertamente el déficit de representación de los partidos, organizaciones cerradas, con prácticas cuestionadas, atrofiados por el nudo gordiano del binominal, los quórum supramayoritarios, y fuentes de financiamiento opacas. Partidos sin banda ancha con la sociedad civil. La impugnación del sistema político da cuenta de una fisura mayor. En lo esencial, el sistema político ha fracasado en negociar un sentido compartido de país.

Es posible que en el tiempo, el ciclo actual de movimientos sociales aparezca como el poder destituyente de un orden político y social –que antes llamamos el orden neoliberal- que desde su concepción, nunca pretendió ser justo ni facilitó la construcción política de un bien común. Si bien este remezón y sus réplicas son, por sobretodo, una oportunidad de avanzar hacia un sentido compartido de país, son también un buen predictor de los costos sociales de dilatar reformas institucionales de amplia base ciudadana, parte del legado de esta administración.

Y aunque la esperanza de un país más inclusivo es el lado alegre de la indignación, si hay algo que han mostrado la economía y la democracia chilena, son sus limitaciones para autocorregirse. Las respuestas institucionales tomarán décadas en madurar; no basta un programa de gobierno, ni dos, ni tres, ni una infinidad de marchas o actores políticos encandilados por la mediatización. Es importante acordar cuáles son las preguntas que nos tienen en el diván e identificar las dificultades en avanzar las respuestas.

 

Preguntar cambia el sentido

No es fácil responder preguntas fundamentales. Pero es muy distinta la soledad de un personaje existencialista de Sartre, que se cuestiona hasta la materialidad de un papel mojado al deshacerlo entre sus dedos, al existencialismo colectivo. El existencialismo colectivo es en patota; es, por definición, un rito donde la comunidad se encuentra, aunque sea para disentir. Sospecho que las movilizaciones han hecho que muchos se sientan más acompañados en lidiar con la cotidianeidad de un país bien cabrón y también en ir coordinando los nuevos significados de cosas como “educación”, que hace tres años era una mercancía y hoy comienza a adquirir otro sentido.

Algunas demandas emblemáticas del movimiento estudiantil van algo así como “La educación pública y de calidad es un derecho social”, “Fin al lucro en educación”, “Educación superior de calidad gratuita”. Supongamos que estas demandas son acogidas sustancialmente por el programa del próximo gobierno (como ocurre de hecho en los programas de Bachelet y MEO, entre otros).

¿Cómo se implementan?

Los desafíos de elaborar los detalles, de implementar un programa de cambios son siempre mayores. Involucran muchas horas de mucha gente por muchos años lidiando con la realidad y sin el glamour del punk de la calle. Especialmente, si hay que ir llenando las definiciones previas al tiempo que se avanza.

Vamos más atrás. Después de ocho años de movilizaciones estudiantiles no hay un líder estudiantil que haya planteado en forma rigurosa y consistente qué se entiende por “educación”, “pública”, “calidad”, “fin al lucro” y “gratuita”. Esto no es una crítica, es difícil.

¿Qué entendemos por educación? ¿Cuál es su función?, ¿su sentido?

¿Es un bien económico que entrega competencias y capacidades? ¿Qué capacidades? ¿Alfabetización? ¿Las que mide el Simce? ¿Habilidades para la cooperación? ¿Pensamiento crítico, la motivación por descubrir y hacer? ¿Es una plataforma para la igualdad? ¿Es un sistema de trasmisión cultural? ¿Qué valores debe transmitir? ¿Es un sustrato cultural para ser ciudadanos decentes, convivir en tolerancia, aspirar a una república?

¿“Pública”? ¿Y por qué pública? ¿Bajo qué condiciones puede un privado cumplir una función pública en educación? ¿Puede un sostenedor con denominación religiosa proveer educación religiosa que sea a la vez pública?

¿”Fin al lucro”, significa fin al mercado? ¿Hay algo en el mercado y el lucro que degrade la función de la educación?

¿Cómo se hace cargo un Estado subsidiario de la catástrofe social, económica y cultural que significa que algo menos de la mitad de la población adulta sea funcionalmente analfabeta?

Las respuestas a estas preguntas van a determinar los principios que orienten las instituciones y políticas públicas de educación, y, en definitiva, la constitución de la sociedad chilena del futuro. Un país se construye a partir de las escuelas.

Sólo plantear estas preguntas es un giro. Proponer la suspensión del mercado en educación, o a lo menos aspectos esenciales del mercado, supone que es la ciudadanía la que define los límites del mercado y no al revés. Los mercados no se legitiman a sí mismos.

¿Hasta dónde debe extenderse el mercado?

¿Cuándo es legítimo y deseable que los derechos de uso de un bien sean a través del mercado y estén restringidos por la capacidad de pago individual? ¿Cuáles son –y por qué- los derechos sociales en Chile? ¿Agua, cultura, medio ambiente, Internet, fútbol, frutillas? ¿Cómo se deciden estos límites? ¿Cómo se garantizan?

Aysén, Calama, la Araucanía.

¿Cómo hacer para diversificar la matriz productiva para potenciar el rol de los recursos humanos en país tan basado en la extracción? ¿Cómo hacer para diversificar social y territorialmente la producción? ¿Qué reparaciones y derechos políticos avanzan un trato justo hacia los pueblos originarios?

Barrancones, Castilla, Hidroaysén, Campiche, Chiloé.

¿Es eficiente que el Estado sea subsidiario en el desarrollo e implementación de una política nacional de energía? ¿Cómo se incorpora la participación de la sociedad civil en la elaboración de proyectos con alto impacto ambiental? ¿Se puede relegitimar la inversión sin institucionalizar la participación ciudadana?

Estas preguntas y muchas más que llegan a la superficie con los remezones de la sociedad civil, de una u otra forma, apelan a los aspectos más esenciales de una sociedad. Desde la definición del rol del Estado, la sociedad civil y el mercado, hasta los derechos políticos y civiles, o la propia naturaleza de la democracia y las reglas que rigen la convivencia.

 

Deja la inercia de los 80

Hay cuatro variables de Estado de la sociedad chilena que son, para mí, marcadores de cambio o inercia de la sociedad chilena. Todos de difícil pronóstico. Ninguno fue señalado directamente por las movilizaciones como un problema central, pero algunos, como el problema constitucional, fueron recogidos por los programas de gobierno.

Si todos los poderes del Estado están saturados por las demandas ciudadanas que exigen derechos sociales y civiles, cambios en la distribución del poder territorial, revisar el rol del Estado y los contrapesos ciudadanos al mercado y al propio Estado; si las instituciones políticas sufren una crisis de confianza sin precedentes; si los cambios tecnológicos, culturales y geopolíticos de comienzos del siglo XXI corresponden simplemente a otro mundo respecto a 1980, cuesta ver una salida satisfactoria de este Aleph sin un cambio constitucional. Una nueva Constitución no resuelve directamente las demandas, pero permite avanzar hacia un régimen institucional para procesar legítimamente las diferencias y un pacto social compartido. Cambiar la Constitución es difícil.

En buena medida, el fracaso del sistema político -la inexistencia de un país acordado- se asocia a la incapacidad de revertir la severidad de la concentración del poder, las desigualdades y la exclusión social. Fenómenos como la delincuencia, la “ghettización”, los territorios tomados por el crimen organizado, el conflicto entre el pueblo mapuche y el Estado de Chile, aparecen como fallas extremas de exclusión. La privatización de la sociedad ha permitido que esa desigualdad se exprese y perpetúe en una segregación creciente. El debilitamiento de la educación pública, el financiamiento compartido y políticas de vivienda alineadas con el mercado inmobiliario que desplazaron campamentos a zonas de bajo valor del suelo en la periferia, amplificaron la distancia espacial, cultural y material entre clases sociales.

Hoy, la segregación es un sello de la sociedad chilena. En Santiago, el cinco por ciento más rico vive en una cápsula geográfica –Luxemburgo- bastante homogénea, pero lo suficientemente extendida como para que un luxemburgués dude de la frontera con Angola, al tiempo que invierte en seguridad privada para mantener la propiedad a salvo de la embestida extranjera. Hasta en sus encuentros, la interacción entre chilenos de la élite y Chile es a distancia, a través de una trasmisión televisiva de las clasificatorias o una telenovela que parodia que ricos y pobres crucen sus destinos. Colegios, contactos, matrimonios, percepciones, costumbres, oportunidades, capacidades, paisajes, certezas, lenguajes, dicciones. La segregación es más que un mecanismo de reproducción de desigualdades y exclusión. En un país de mundos e intereses separados, de mentes y corazones separados por diferencias económicas, se erosiona la posibilidad de un interés común. Cambiar la segregación también es difícil.

Un tercer marcador es la matriz productiva. Chile es un país con una matriz productiva intensiva en recursos naturales. La explotación de esos recursos está fuertemente concentrada, no es intensiva en trabajo calificado y las innovaciones en sectores que producen commodities, derivados con bajo valor agregado, tienden a ahorrar en trabajo y hay fuertes incentivos a especializarse en la producción de commodities que surgen de la demanda global. Se trata de sectores que difícilmente podrían incorporar una cantidad sustancial de trabajadores calificados. Es más, un 83% de los conflictos socio-ambientales activos el 2012 correspondían a proyectos de energía y minería. Aysén –con fuerte presencia de la pesca industrial-, y la Araucanía –donde las forestales, la celulosa y productos representan más del 70% de las exportaciones de la región- y las regiones mineras, ilustran que no existe un beneficio obvio para las comunidades locales de la explotación de esos recursos. En suma, la distribución social y territorial de las rentas y los costos asociadas a estos recursos son una parte estructural de la desigualdad, y restringen el desarrollo productivo. La diversificación sectorial, territorial y social de la producción chilena no ocurrirá espontáneamente.

Finalmente, las preguntas y cambios de rumbo van de la mano de la evolución de la cultura. Una parte sustantiva de las respuestas que construyamos sobre la función que debe cumplir la educación, los límites del mercado, los derechos, o cualquier otra, se irán moldeando en base a las expectativas, significados y prácticas que prevalezcan en la sociedad. No es fácil saber cuánto ha cambiado ni cuánto puede cambiar nuestra cultura o la volatilidad de los cambios. Entre otras cosas, la generación de sentidos y prácticas en un mundo con un acceso horizontal a la información y el conocimiento, y una ciudadanía capaz de comunicarse y auto-convocarse, dificulta cualquier presagio.

Buena parte de la política en democracia, la política de largo aliento, es una batalla cultural. Durante la transición, con la hegemonía del neoliberalismo en el mundo y especialmente en Chile, nos tocó una batalla cultural con sordina. Se impuso una privatización de la sociedad y la pauperización de la política, pero el establecimiento de una red de protección social –por precaria que se considere- durante los gobiernos de Lagos y Bachelet marcaron un movimiento en dirección de la ciudanía social. (Los cambios que se anuncian son radicales, pero hay más continuidad de lo que parece.) Y por cierto, los 40 años del golpe muestran la hegemonía absoluta del respeto a los derechos fundamentales como base normativa para juzgar la dictadura. Quizás, esta elección es la más política que hemos tenido en décadas, porque se juega en la cultura. Y esto es algo que hacia adelante debiésemos hacer explícito. Si la política está de vuelta, que sea para discutir los sentidos y valores que nuestra sociedad debiese promover.