¿Educación gratis?

Sin duda que uno de los cambios más importantes que ha experimentado Chile durante los últimos años es el surgimiento de la clase media como una fuerza política y social de enorme vitalidad. Se trata de una clase media exigente, con grandes aspiraciones, orgullosa de su ascenso y de sus éxitos. Es una clase media que quiere ser tratada con dignidad, que rechaza los abusos, y que entiende que su poder nace de dos hechos fundamentales: primero, tiene una gran capacidad organizativa y por medio de sus movilizaciones -especialmente las canalizadas a través del movimiento estudiantil- puede paralizar al país. Segundo, en un sistema donde el voto es voluntario, puede premiar o castigar a ciertos candidatos en forma contundente. El fracaso de la candidatura de Claudio Orrego, por un lado, y el éxito de la de Andrés Velasco, por el otro, son pruebas de que estamos ante cambios fundamentales en la manera como la clase media se relaciona con la política.

Lo interesante de todo esto -o lo paradojal- es que esta rebelión es producto del éxito del llamado modelo neoliberal. Como he dicho en otras ocasiones, no estamos ante un movimiento que quiere cambiarlo todo y volver al pasado, que añora un país proteccionista y asilado, un país en el que no se puede viajar o tener acceso a los últimos avances de la tecnología (lo último, claro, me hace pensar en la situación actual de la Argentina).

Lo que nuestra nueva clase media quiere es algo muy diferente: quiere asegurarse de que las promesas del modelo se van a cumplir, que el esfuerzo personal será premiado con buenos trabajos y mayores ingresos, que su nivel de vida -y el de las generaciones futuras- va a ser mejor, que la corrupción y las malas prácticas serán erradicadas, que tendrá acceso a un medioambiente limpio y sustentable, y que los ámbitos de su libertad serán cada vez más amplios.

Una de las aspiraciones más sentidas de esta nueva clase media -y especialmente de su juventud- es que la educación, incluyendo la educación universitaria, sea gratuita.

Independientemente de los méritos de esta exigencia o de sus efectos distributivos, este es un sentimiento cada vez más enraizado. Más aún, parece ser un sentimiento casi inamovible: la clase media quiere educación gratis a todos los niveles, y lo más probable es que los votantes respalden esta demanda. Esta es una realidad que no se esfumará ni en los próximos meses ni años.

La educación gratuita para todos es regresiva

Todo lo anterior sugiere que uno de los mayores desafíos que enfrentará la próxima administración será decidir cómo moverse en la dirección de la “gratuitidad” sin producir demasiados efectos negativos sobre la distribución del ingreso. Porque resulta que una educación gratis para todos es regresiva. Este es un punto que los economistas más prestigiosos de Chile -Andrés Velasco, Eduardo Engel y José De Gregorio, entre otros- han repetido hasta la saciedad, pero que ha sido desestimado por el movimiento estudiantil y por algunos políticos.

Entonces, es necesario repetirlo, para que no queden dudas al respecto: la “gratuitidad” universal es una política que, en sí misma, redistribuye dineros desde los más pobres hacia los grupos de mayores recursos. Si bien esto es particularmente cierto para la educación universitaria, también lo es para los otros segmentos del sistema educacional.

La razón de lo anterior es la siguiente: para financiar un sistema universalmente gratis se necesitan recursos fiscales que tienen usos alternativos. En particular, aquellos recursos que irían a beneficiar a las familias de mayores recursos -familias que tienen la capacidad de pagar la colegiatura- podrían ser usados para mejorar el nivel de vida de quienes aún están en la extrema pobreza, viven en campamentos y pasan hambre.

Algunos han argumentado que esto no tiene por qué ser así, y que una educación gratuita se puede financiar con mayores impuestos a las grandes empresas. Pero ese es un argumento falaz. Aun si recaudar nuevos tributos no tuviera costos en términos de menor inversión y menor empleo, la política continuaría siendo regresiva, ya que esos nuevos ingresos fiscales podrían ser usados, precisamente, para hacer transferencias a los más pobres.

Dónde cobrar el peaje

Actualmente, la colegiatura se cobra en el momento en que los estudiantes acceden a la universidad. Aquellos que no tienen becas pagan mes a mes, o se endeudan para solventar la matrícula. Vale decir, este es un sistema donde el “peaje” se cobra en el momento en que se entra a la carretera. Algunos lo pagan al contado, otros firman vales, y aun otros (los que reciben becas) son eximidos de pagar.

Pero esto no tiene por qué ser así: en principio, el “peaje” se podría cobrar cuando se sale de la autopista. Esto es, se podría contemplar un sistema en el cual la educación es gratuita para todos, y se financia con mayores impuestos a los profesionales. En este esquema, los graduados de las universidades, que son precisamente los que se beneficiaron de la educación gratuita, pagan, por medio de mayores impuestos, el costo de su entrenamiento. A diferencia del sistema actual, el pago se produce después de graduarse, cuando la capacidad de generar ingreso ha aumentado.

Este sistema de “pago después de graduarse” tiene muchas variantes. En la primera -la más simple y, por tanto, la variante más primitiva- simplemente se sube la tasa de impuestos a los tramos altos, bajo el supuesto de que la mayoría de esos contribuyentes se han beneficiado de la educación universitaria gratuita (el hecho de que el aumento de impuestos sólo debiera recaer en los nuevos profesionales dificulta la implementación práctica de este sistema). Otra variante consiste en aplicar una sobretasa sólo a quienes se hayan graduado del sistema universitario. También se puede diseñar un sistema donde la sobretasa no puede ser superior a un cierto porcentaje del ingreso del individuo; de ese modo, aquellos que eligen una carrera rentable (ingeniería comercial) pagan más rápido que quienes optan por una carrera con menores proyecciones financieras (pedagogía).

Un sistema de estas características se asemeja -aunque no es igual- a uno donde todos los estudiantes universitarios reciben préstamos para pagar la matrícula. Algunas de las diferencias son las siguientes: en el modelo de “peaje al final”, la tasa de interés no es transparente; el estudiante no sabe cuánto estaría pagando. Lo más probable es que al poco andar se armaría un enorme lobby para que la tasa de interés implícita fuera negativa (¡Medida regresiva!).

Además, el “peaje al final” incentiva a que algunos estudiantes se queden en las aulas por años de años, postergando el momento de graduación, lo que aumentaría el costo para los contribuyentes (¡Otra vez regresivo!). Claro, este último problema podría obviarse con una política estricta sobre rendimiento académico: quienes no avanzan a un ritmo mínimo deben abandonar las carreras (¡Ahí se activaría el lobby de los repitentes!).

Esta discusión señala, a lo menos, dos cosas: la primera es que es posible pensar en modelos diferentes al actual, como el del “peaje al final”, para financiar la educación. Pero lo más probable es que sean regresivos, poco eficientes y engorrosos. Si eso es lo que la sociedad quiere hacer y así lo decide democráticamente, está bien; lo importante es que los votantes sepan las consecuencias de sus acciones, que informadamente voten por un sistema que les quita a los pobres para darles a los más ricos. La segunda es que el modelo actual de financiamiento es posiblemente el más razonable. Desde luego que se puede y debe mejorar -la discrepancia entre el arancel de referencia y el real es un área obvia-, pero en términos generales cumple dos funciones importantes: provee financiamiento y no es regresivo. Lo último no es nada despreciable.

La otra cara de la moneda

Pero la verdad es que el problema principal de la educación chilena no es que sea cara. Tampoco quién la paga. El problema principal es que es de muy mala calidad. Esto es verdad a todos los niveles: primaria, educación media, educación técnica y educación universitaria.

Y que la educación sea completamente gratis no la hará mejor. Al contrario, es muy posible que terminemos con un sistema más caro, desde un punto de vista social, e igualmente malo. Y eso sería una tragedia.

Lo que los candidatos presidenciales tienen que hacer durante los próximos cuatro meses es explicar con claridad meridiana cómo mejorarán la calidad de la educación. Cómo cambiarán los programas y los currículos, cómo moverán a los estudiantes al siglo XXI, qué harán para acortar las carreras, cómo integrarán las artes con las ciencias y las humanidades con las matemáticas, de qué modo imbuirán a los estudiantes de las nuevas técnicas y algoritmos, cómo integrarán las educaciones técnicas y universitarias. Son todas preguntas importantes, y sobre ellas no hemos escuchado ni una sola palabra. Hasta ahora sólo nos han entregado generalidades y declaraciones cargadas de clichés. Y, claro, de vez en cuando surge una idea frívola, como importar 200 PhD extranjeros. ¡Qué chuscos!