¿Clavando banderas en la luna? Argentina y la nueva derrota del gobierno en su embestida contra el poder judicia

Esta semana, La Corte Suprema de Justicia dictaminó la inconstitucionalidad de una de las leyes fundamentales de la reforma judicial impulsada por Cristina Fernández de Kirchner, orientada a terminar con su independencia. Se trata de un fallo de suma importancia, tanto por su forma como por su contenido (http://www.lanacion.com.ar/1593259-corte-suprema-declaro-inconstitucional-la-reforma-del-consejo-de-la-magistratura-puntos-salientes). Prestigiosos juristas y algunos líderes opositores han subrayado la trascendencia institucional de esta sentencia (http://www.infobae.com/notas/716127-La-oposicion-celebro-la-decision-de-la-Corte.html), rápidamente debatida mediante el mecanismo del per saltum que el propio oficialismo había impulsado en noviembre pasado precisamente para presionar a la Corte Suprema en el contexto de la guerra contra los medios independientes.

En efecto, existe un fuerte consenso en los sectores no oficialistas en el sentido de que se trata de un freno trascendente a una secuencia de radicalización con claros matices autoritarios (http://www.lanacion.com.ar/1593362-limite-al-totalitarismo). Es cierto que no se trata del primer evento en este sentido. A finales del año pasado, el fracasado intento de Cristina Fernández de Kirchner por desmembrar al Grupo Clarín fue también en el resultado del accionar de la Justicia, en particular (pero no sólo) de la Suprema Corte (me referí a ese episodio en  https://dev.focoeconomico.org/2012/12/09/moscu-stalingrado-y-la-sorprendente-independencia-del-poder-judicial-en-la-argentina/). De hecho, el paquete de reformas judiciales anunciado por la Presidente en su discurso de apertura de sesiones ordinarias (http://www.lanacion.com.ar/1559108-el-discurso-de-cristina-ante-la-asamblea-legislativa) ha sido interpretado por los principales analistas como la reacción (o venganza) del gobierno por la dura derrota sufrida en la guerra contra la prensa independiente.

Tuve oportunidad de dialogar con diferentes funcionarios y legisladores del oficialismo durante el rápido trámite parlamentario que derivó en la aprobación de este paquete capciosamente denominado “democratización de la Justicia”. Y vale la pena resaltar que en la mayoría de los casos eran plenamente conscientes que al menos dos de las seis leyes que lo componen serían rechazadas precisamente en la Justicia por razones de inconstitucionalidad. El interrogante natural era entonces para qué habrían de someterse a una derrota política (no sólo judicial) gratuita y tan visible, en un contexto pre electoral y en el que la Presidenta y su gobierno venían experimentando un desgaste significativo en los principales indicadores de opinión pública, incluyendo la imagen de CFK y la confianza en el gobierno (ver los gráficos adjuntos). No obtuve una respuesta convincente, con la parcial excepción de que en realidad la Presidenta estaba buscando alimentar el debate por la Reforma de la Constitución, disimulando de alguna manera el objetivo central de obtener una eventual posibilidad para volver a competir por la presidencia al finalizar su actual mandato en el 2015.

Imagen de Cristina Kirchner

Índice de confianza en el gobiernoPero como tampoco ese objetivo parece viable – el oficialismo carece y carecerá de las mayorías especiales que requiere la Constitución para habilitar dicha reforma (2/3 de ambas cámaras por separado) y la opinión pública está mayoritariamente en contra, cosa que difícilmente se altere al impulsar otros temas en el debate (v.g., la cuestión judicial, un eventual cambio hacia un régimen parlamentario, el control de los recursos naturales por parte del gobierno federal, etc.). Ocurre que la sociedad tiende a orientarse respecto de estas cuestiones en función de su apoyo o rechazo al gobierno nacional.

¿Para qué entonces librar una batalla que de antemano el gobierno sabía que habría de perder? Es cierto que uno podría extender este razonamiento a otras decisiones de política pública igualmente importantes, como el financiamiento inflacionario, el cepo al dólar o la política energética. Las tendencias auto destructivas predominan en múltiples aspectos de la actual administración.

Recordé entonces una conversación que tuve hace exactamente dos décadas con un gran profesor de Teoría de las Relaciones Internacionales respecto de la llegada del hombre a la luna. Parte de la generación que participó activamente de las protestas en contra de la guerra de Vietnam (aún recuerdo también sus incomparables historias para eludir el draft), fue muy dura para él y su entorno de amigos y colegas la sorpresa frente a la conmoción y el resurgimiento del nacionalismo que se desató cuando Neil Armstrong comenzó a caminar por la superficie lunar. Todavía con perplejidad, planteó interrogantes para mí muy originales: ¿Para qué sirvió esa aventura? ¿Cuál fue la ventaja estratégica o geopolítica obtenida por los EEUU? ¿El costo de todo el programa espacial a lo largo del tiempo han justificado acaso los beneficios obtenidos? ¿En qué otros programas podrían haberse invertido esos recursos para fortalecer la seguridad nacional de los Estados Unidos?

Su respuesta me resultó sorprendente teniendo en cuenta que se trataba de un especialista en seguridad internacional que podía recordar con precisión aspectos críticos de la regulación nuclear o debatir con estadísticas contundentes el impacto del fin del gold standard en el intercambio comercial, incluyendo la guerra de divisas. “Nadie nunca olvidará que fuimos los primeros en llegar a la luna. Eso es lo más importante”. Según esa interpretación, se trató  entonces de una “victoria” fundamentalmente en el plano simbólico, que sirvió para fortalecer la identidad de los americanos luego de una década vertiginosa, turbulenta, llena de cambios y conflictos, incluyendo el asesinato de JFK y los movimientos sociales de jóvenes y la comunidad afro americana. Fue también un mensaje al mundo en el sentido de que los soviéticos perdían terreno en el plano tecnológico y militar: en plena guerra fría, con las múltiples tensiones que caracterizaban esos tiempos, los americanos enviaron una señal de poder para nada despreciable. “A menudo los políticos toman decisiones que no parecen muy racionales, pero la pregunta clave es si uno comprende plenamente sus criterios, si en verdad es posible determinar el mapa cognitivo que informan sus prioridades”. Nunca olvidé esa enseñanza.

En estos últimos días se hizo evidente que CFK pretende impulsar el debate sobre la necesidad de reforma la Constitución aunque sea consciente de que, al menos por ahora, no tiene posibilidades de lograrlo. ¿Qué chances tiene? ¿Cuál es su alternativa? Buscará de ese modo seguir galvanizando a la opinión pública, consolidando su base de apoyo aunque sea más acotada, monopolizando la comunicación de su gobierno. Seguirá siendo la protagonista excluyente de lo que considera un momento refundacional, casi épico, de la historia argentina. No hay lugar para la autocrítica, las rectificaciones o las dudas. Seguir generando conflictos, aunque se pierdan, le puede permitir sostener el centro del ring. Si por algún motivo por ahora impensado (otro “cisne negro”, como la fue la muerte de su marido en octubre del 2010), cambiaran las circunstancias y pudiera recuperar popularidad, podría entonces sí avanzar en su deseo de perpetuación en el poder. Y si ese no fuera el caso, ganaría tiempo impidiendo el fantasma de convertirse en un “pato rengo”.

Claro que es cierto que los americanos terminando ganando la Guerra Fría y la llegada del hombre a la luna tiene aún hoy un significado especial. Por el contrario, ¿pueden servir de algo las “derrotas simbólicas”? Tal vez no para reconstruir la identidad de una nación o un pueblo, pero sí para consolidar la de un grupo más acotado, que se imagina cerca de un impasse luego de largas batallas. Probablemente CFK esté pensando que el futuro pueda encontrarla lejos del poder y esté ya preparando el fundamento discursivo para victimizarse frente a una eventual traición engendrada por la venganza clasista y corporativa de los poderosos de siempre. El peronismo podría encargarse, con su proverbial pragmatismo, en ponerle agentes a los principales de la nueva hora.

Tal vez pretenda clavar banderas en terrenos donde nadie nunca antes llegó. Y aunque fracase, puede esperanzarse con que alguien recuerde su legado de coraje y pasión. Fiel a la imagen de esa Evita que la acompaña en sus monólogos televisados y habituales.