De los Juegos Olímpicos, la Ética y la Economía

Por esta época cada 2 años estamos cerrando el capítulo de unos nuevos juegos olímpicos o un nuevo campeonato mundial de futbol. Quienes tenemos la fortuna de enseñar en un salón de clase, estamos además por estos días en ese comienzo de un nuevo semestre académico. De semejantes eventos deportivos y de una buena lectura de vacaciones siempre salen lecciones para la docencia, y para el ejercicio y análisis de la economía.

Varios hechos tuvieron cierta cobertura en la prensa en estos pasados juegos olímpicos de Londres. El mas sonado tal vez fue el de las jugadoras de Badminton de Corea del Sur, China e Indonesia que fueron expulsadas por tratar de perder partidos a propósito para evitar que en la siguiente ronda tuvieran que enfrentar partidos con competidoras más difíciles amenazando sus chances finales de una medalla. Mas aún, parte de la defensa de parte del técnico de Corea del Sur era que el acto fue “una retaliación en contra del equipo de China que había instigado la situación”.

Otro evento menos publicitado pero igualmente interesante fue el del nadador surafricano Cameron van der Burgh de Holanda, ganador de la medalla de oro en 100 metros pecho, quien admitió sin mayor problema haber violado las reglas de su competencia, con una frase contundente: “It’s not obviously – shall we say – the moral thing to do, but I’m not willing to sacrifice my personal performance and four years of hard work for someone that is willing to do it and get away with it.”. Me recuerda a un famoso futbolista local en Colombia que al fingir una caída en el área chica dijo ante los medios, sin pudor, que a él le habían enseñado que “el futbol era de vivos y no de bobos”.

Un tercer evento también interesante, que tuvo mayor discusión en los juegos de Beijing 2008 cuando muchos records de natación fueron tumbados -algunos argumentan- gracias al desarrollo tecnológico entre la NASA y Speedo para mejorar los vestidos de baño tuvo que ver con la generación de reglas del juego para evitar ventajas para unos pocos. En estos juegos de Londres 2012 fue prohibido el uso de este tipo de vestidos lo cual, al parecer, permitió un juego más parejo entre competidores, pero ello no impidió que nuevos records se rompieran.

Estos eventos se fueron dando mientras completaba un par de buenos libros que me van a llevar a la conexión con el tema de la honestidad y la competencia en la formación económica. Por un lado me leí el nuevo libro de Dan Ariely “The (Honest) Truth about Dishonesty” en donde el autor nos pone al frente una conjetura interesante acerca del comportamiento ético: el promedio de los humanos tiene una permanente tendencia a hacer pequeñas y frecuentes trampas, solo hasta el punto en que no destruyamos la imagen o auto-estima que tenemos de nosotros mismos. Ariely desarrolla una serie de argumentos derivados de experimentos de laboratorio y fuera del mismo para explicar cómo esa potencial tendencia a la trampa puede desencadenar en grandes fraudes individuales o colectivos con consecuencias nefastas. Esto, argumenta Ariely, puede darse en el ciudadano común, los Ponzis y Madoffs son simplemente los casos notorios. Bien interesante resulta el resumen del autor sobre los factores que frenan o disparan la deshonestidad (pp. 245). En esa lista NO están la cantidad de dinero potencialmente alcanzable a través del acto deshonesto NI la probabilidad de ser descubierto. Como quien dice, el modelo clásico de Becker del costo esperado del crimen no encuentra soporte empírico en los experimentos recogidos por Ariely. Como todos sabemos, el modelo comenzó a revolotear en la cabeza de Becker cuando decidió parquear en un sitio no permitido para poder llegar a tiempo a una defensa doctoral en la Universidad de Columbia en los años 60s. Al comenzar con una sola observación en sus datos empíricos –no fue multado!, continuó construyendo uno de los modelos económicos mas poderosos en el análisis económico del crimen. Siempre le he querido preguntar a Becker si hubiera cambiado su modelo en caso de que hubiera encontrado una multa en su parabrisas. Entre los factores que Ariely si defiende como determinantes de aumentar o frenar esa tendencia a la deshonestidad, se encuentran varios asociados al entorno social de quien tiene al frente la posibilidad del acto deshonesto.

El otro libro que hizo parte de la lectura de este periodo fue “The Darwin Economy” de Robert  Frank. El autor plantea otro reto interesante para el análisis económico y en particular el análisis de la competencia, o al menos de la competencia excesiva que deriva en las guerras de ratas (rats race) sobre todo cuando se trata del consumo o producción de bienes posicionales. Se refiere Frank a la mayor utilidad derivada del consumo de, por ejemplo, un BMW solo cuando pocos lo tienen, pero a una menor utilidad marginal si ya la mayoría posee este lujoso carro en el grupo de referencia, y ahora solo el salto lo logra, digamos, un Maserati (no en vano su lema de “Excellence through Passion”). Este comportamiento aparece en la naturaleza una y otra vez con especies que han evolucionado ineficientemente ciertos atributos para aumentar sus posibilidades de reproducción genética pero por ello reducen su capacidad de supervivencia frente a los predadores (los ejemplos que menciona Frank incluyen el excesivo peso de los leones de mar machos o la cornamenta del alce mayor (bulk elk). El problema en lo económico surge, incluso si los mercados presentan las características ideales de lo que llamamos “competitivos”, cuando esta guerra armamentista derivada de los bienes posicionales deriva en costos excesivos para la sociedad como un todo además de no producir una mejoría real de la satisfacción de los individuos.

Estos dos libros me llevan a la conexión central del texto: las lecciones de los juegos olímpicos en el entorno académico y por ende en el desempeño profesional de quienes pasan por un entorno de educación formal.

La educación, y en particular la superior, incluyen hoy una serie de incentivos de este tipo, de bienes posicionales y meritorios. La evaluación que se hace de los logros de un estudiante está en muchas ocasiones determinada por su desempeño relativo al resto del grupo. Una calificación de 3.90 sobre 5.00 puede significar un gran logro o un desastre académico para un estudiante. Usamos una y otra vez el criterio de percentiles para ranquear aplicantes y estudiantes y con ello evaluar sus habilidades. El uso de “curvas” para aproximar notas de alguna manera es una respuesta a este tipo de problemas de evaluación basada en sistemas ordinales aunque su uso continúa siendo debatido entre los expertos.

En realidad en la universidad estamos evaluando esencialmente habilidades relativas, no absolutas. Esto ha llevado entre otras cosas al problema de la competencia basado en una guerra armamentista en nuestro entorno educativo. La inflación de las calificaciones en la universidad esta probablemente asociada a este fenómeno. Mientras tanto, la colaboración o cooperación entre estudiantes se vuelve menos atractiva y la tentación a esa pequeña trampa que nos da esa ventaja adicional para obtener mejores calificaciones se vuelve una mejor alternativa dado que nos coloca en un mejor lugar en términos relativos.

Hace un tiempo hicimos en tres universidades de Bogotá un pequeño experimento en el que les entregamos a cerca de 100 estudiantes un quiz dentro de un sobre en el que se encontraba otro sobre, sellado y no marcado, que podían abrir para encontrar la respuesta al quiz, sin que por ello hubiera consecuencias negativas para su calificación. ¿El resultado? El vaso 49% medio lleno o medio vacío. El fenómeno de la integridad académica sigue despertando más y más atención no solo en casos sonados como éste, éste o éste sino en las estadísticas. El tema tampoco es ajeno a los debates sobre la integridad entre los mismos académicos que mientras se preocupan por el comportamiento ético de los estudiantes también enfrentan este problema en sus investigaciones.

En una nueva serie de experimentos que hemos realizado con dos estudiantes de maestría, Daniel Gonzalez y Román Andrés Zarate, probamos otro experimento en el que una semana antes de un quiz que otorgaba una bonificación a la nota de un examen, asignamos parejas aleatoriamente y la calificación que obtuviera un estudiante dependía de la calificación del otro estudiante, abriendo la posibilidad de que puedan estudiar juntos y así promover las ganancias o sinergias del estudio colectivo. ¿o si realmente? En un tratamiento A que denominamos de igualitarismo les dijimos que la nota que obtendrían sería el promedio de la nota de los dos. Otro grupo (Tratamiento B o de Torneo) se enfrentaba a otros incentivos: comparábamos las dos notas y quien obtuviera la mayor nota duplicaba su nota hasta el valor máximo y quien obtuviera la menor reducía su nota en un 50%. El último grupo (C) enfrentaba un sistema Rawlsiano en el que los dos estudiantes obtenían la nota inferior de las dos obtenidas. Cuando comparamos estos tres grupos con el grupo de control, solamente un tratamiento mostró un resultado estadísticamente diferente: el grupo B con un sistema de alta competencia redujo su desempeño en un 21%. Y con respecto al esfuerzo, los datos sugieren que solo el grupo C (Rawlsiano) fue el que promovió algo más de colaboración al estudiar. Sin embargo, cuando les preguntamos cuál de los sistemas preferirían enfrentar si pudieran escoger, el 70% prefirieron seguir en el sistema de desempeño individual, y apenas el 1% escogió el sistema Rawlsiano.

Aunque estos experimentos son un primer intento que necesita mayor investigación, si sirven la función de cerrar esta discusión con unas preguntas abiertas acerca de la importancia de la competencia en la educación y el nivel adecuado de ella para promover la formación no solo en habilidades cognitivas sino en habilidades para la integridad y la ética. Los eventos de los juegos olímpicos como el experimento que mencioné nos ilustran la importancia de los incentivos y las reglas para comprender el desempeño, en ocasiones con consecuencias inesperadas. En la formación universitaria, donde probablemente muchos de los lectores de Foco Economico se desempeñan como estudiantes o docentes, tenemos ese reto complejo de formar esas habilidades. La competencia es buena para disciplinar a los agentes, premiar a los buenos y detectar los buenos de los malos, pero armonizarla con la integridad ética y con la formación de habilidades para el discernimiento moral no es tarea fácil –como probablemente no lo es en los deportes de alta competencia. Pero las instituciones e incentivos en las competencias deportivas evolucionan respondiendo a mantener el espíritu olímpico. Se sancionaron jugadores, y se eliminaron tecnologías no adecuadas. El doping sigue siendo el reto mas grande por el problema de invisibilidad de las ayudas químicas al cuerpo ante los ojos de los jueces.

Las instituciones e incentivos en la universidad cambian muy lentamente a mi parecer, el sistema de evaluación sigue siendo precario y errático, y se basa esencialmente en la evaluación de unas pocas habilidades cognitivas. Los incentivos basados en el desempeño relativo y no absoluto están probablemente promoviendo que los estudiantes recurran a prácticas que deterioran las normas sociales de integridad académica y al final perdemos todos.