Doña Dilma va a Washington

Publicado en La Tercera el 14 de Abril de 2012

En la visita de Rousseff a Estados Unidos no hubo gestos especiales que denotaran interés de parte de Obama por establecer una relación cercana con la líder de la sexta economía más grande del mundo. El presidente estadounidense ni siquiera le ofreció una cena de honor a la mujer más popular del hemisferio (Dilma cuenta con un 77% de aprobación).

En el famoso filme de Frank Capra Mr. Smith goes to Washington, el inolvidable James Stewart interpreta a un hombre soñador y un poco ingenuo, que llega al Senado estadounidense. Todo lo que ve en la capital lo desilusiona: la política sucia, la corrupción, los egos inflados, la falta de idealismo, los negociados tras bambalinas. En cierto momento el joven político se pregunta, con lágrimas en los ojos, para qué se habrá embarcado en esa aventura. Hubiera estado mejor, dice, en su pueblo del oeste medio.

El lunes pasado, la Presidenta brasileña, Dilma Rousseff, viajó a Washington para reunirse con el Presidente Barack Obama. Yo no sé si Dilma habrá sentido la misma soledad y despropósito que Mr. Smith, pero lo que no me cabe duda es que no se sintió a gusto.

Y, hasta cierto punto, tiene razón. Para empezar, la suya no fue una visita de Estado. Dilma no habló ante el Congreso Pleno, como lo hacen habitualmente los líderes de países que la administración considera importantes. Tampoco hubo gestos especiales que denotaran interés de parte de Obama por establecer una relación cercana con la gobernante de la sexta economía más grande del mundo. El presidente estadounidense ni siquiera le ofreció una cena de honor a la mujer más popular del hemisferio (Dilma cuenta con un 77% de aprobación).

El patio de atrás

La visita de Dilma vuelve a poner de manifiesto la difícil relación que, tradicionalmente, han tenido Brasil y los EE.UU.

Estas tensiones tienen dos fuentes históricas: en primer término, EE.UU. nunca ha tenido mayor interés por América Latina. Tradicionalmente, la región fue considerada el «patio de atrás» y, con contadas excepciones -México, Cuba, las guerrillas centroamericanas-, los políticos estadounidenses no han hecho ningún esfuerzo por entender a sus vecinos del sur.

En segundo lugar, los brasileños siempre han tenido una visión un tanto inflada de su propio país. Paradójicamente, este sentimiento de autoimportancia se traduce, con frecuencia, en un complejo de persecución; en un percibir, en cada acto de los países avanzados, un insulto o una ofensa. Esto se refleja en la rabia con que los analistas cariocas han comparado el tratamiento amistoso -casi de compinche- que Obama le dispensó al primer ministro británico, David Cameron, con la frialdad espartana con que recibió a Dilma.

La combinación de estos factores ha creado, a través de los años, tensiones recurrentes. Todo andaría mejor si los políticos estadounidenses fueran un poco más cuidadosos y los brasileños, un poco menos inseguros.

Además de estas causas históricas, en estos momentos las relaciones entre ambos países se han dificultado por una serie de disputas puntuales. La administración Obama está descontenta por la cercanía entre Dilma (y Lula antes que ella) y Hugo Chávez. Además, están furiosos porque Brasil apoyó abiertamente, en una serie de foros diplomáticos, las ambiciones nucleares de Irán.

Los brasileños, por su parte, se quejan de que EE.UU. trata a India -otro miembro de los BRIC- con mayor deferencia y respeto. Incluso, dicen, Obama está de acuerdo con que India, pero no Brasil, obtenga un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU.

Orden y un poco de progreso

Durante los últimos años, Brasil se ha transformado en uno de los países favoritos de analistas financieros, inversores y periodistas especializados.

Finalmente, nos dicen, el gigante sudamericano está despertando, y en los próximos años se transformará en una súper potencia económica. Se habla del tamaño de su mercado, de sus riquezas naturales y de la creatividad de sus ingenieros. A todo esto se agrega el descubrimiento de vastísimas reservas de petróleo frente a las costas de Río de Janeiro y Sao Paulo. Se estima que, una vez en producción, estos depósitos transformarán a Brasil en el cuarto productor de crudo del mundo entero.

Es cierto que Brasil ha progresado enormemente en los últimos años. La estabilidad macroeconómica -lograda, inicialmente, bajo la presidencia de Fernando Henrique Cardoso y consolidada por su sucesor, Lula da Silva- ha generado un verdadero boom de consumo e inversión. La razón de esto es simple: el control de la inflación revivió el mercado crediticio y, como consecuencia, las familias brasileñas pudieron pedir préstamos, para comprar televisores, refrigeradores, lavadoras, automóviles y viviendas. Doscientos millones de personas que, de pronto, se sumaron al mundo del consumo. ¡Ese es el sueño de cualquier productor multinacional!

Pero lo que muchos analistas no quieren reconocer -o no quieren reconocer en público-, es que mientras Brasil ha progresado en el área de estabilidad macroeconómica, no ha avanzado casi nada en mejorar su productividad, transparencia, respeto por la ley, seguridad jurídica y clima de negocios.

De acuerdo con el influyente estudio Doing business, del Banco Mundial, Brasil ocupa el lugar 126 en el ranking sobre facilidad para invertir y hacer negocios. En esa posición lo rodean Suazilandia, Uganda y Tanzania. No se trata, exactamente, de un vecindario apetecido. En todas las categorías consideradas en este estudio, excepto una (la facilidad con que se pueden obtener servicios eléctricos), Brasil está por debajo de la posición 75. Chile, para poner estos números en contexto, se encuentra en el lugar 39 del ranking; Perú en el 41, Colombia en el 42 y México en el lugar 53. Cuando uno le menciona estos resultados a un economista brasileño, éste pide que, por favor, no comparemos a su país con pequeñas naciones sin importancia geopolítica; luego sonríe con arrogancia y habla de fútbol.

Pero lo del Doing business no es todo. De acuerdo con Transparencia Internacional, Brasil está en el lugar 73 en el índice de corrupción (mientras más abajo está un país, más alta la corrupción); Chile está, en contraste, en el lugar 22. Además, el sistema educativo brasileño deja muchísimo qué desear. De acuerdo con la prueba Pisa de la Ocde, Brasil está en el lugar 53 de 65 países, en lo que a educación de niños y niñas de octavo grado se refiere, por debajo de Chile (44), Uruguay (47) y México (48).

Todo esto se traduce en que Brasil sea un país con un nivel de productividad bajísimo, que difícilmente puede competir en los mercados globales. Esta situación se ha visto agravada en los últimos años por un enorme fortalecimiento de la moneda local -de lo que los brasileños culpan a la Reserva Federal, por su política de dinero fácil-, lo que ha hecho que Brasil sea una de las economías más caras del mundo.

He comparado a Brasil con Chile, no porque crea que Chile esté particularmente bien en lo que a productividad, innovación o calidad de la educación se refiere. Al contrario, como he argumentado una y otra vez, a nuestro país le falta dar un salto adelante y hacer las reformas que le permitan moverse de la tercera división a las divisiones superiores. Si nosotros, en el lugar 39 del ranking, estamos en la tercera división, ¿en qué división está Brasil, con su 126 posición? ¿En la cuarta? ¿En la quinta?

El lema nacional de Brasil es «Orden y Progreso». En el campo económico, lo que el país ha logrado en los últimos años es orden macroeconómico y un poco de progreso en el área de la productividad. Desde luego que es un logro, pero no lo suficiente para moverse con fuerza por la senda de la prosperidad.

Si Brasil quiere transformarse en una verdadera potencia mundial, tiene que dar importantes pasos en el área de la modernización: deshacerse de regulaciones anquilosadas, terminar con la burocracia asfixiante, abrir de verdad su economía a la competencia externa, revolucionar su educación, bajar los impuestos, fortalecer sus instituciones, proteger los derechos de los inversionistas y modernizar su mercado laboral.

Si hace todo esto -y la Presidenta Dilma podría liderar al país en esa dirección-, Brasil se transformará en el país que durante décadas hemos esperado: en el «país mais grande do mundo». Bajo ese escenario, sus futuros presidentes serán recibidos en Washington y en otras capitales en gloria y majestad. Pero si no lo hace, si la indolencia y el conservadurismo ganan la partida, Brasil seguirá siendo el eterno país del futuro. Un país que en la gran copa por la eficiencia, la innovación y la productividad, seguirá jugando en las divisiones inferiores.

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