¿Quién paga la universidad?

Publicado en La Nación el 26 de septiembre de 2011

Las recientes movilizaciones estudiantiles en Chile abren nuevos interrogantes sobre el mejor diseño de las políticas de financiamiento universitario, pero antes conviene tener un diagnóstico basado en la realidad de los hechos, para lo cual repasaremos a continuación los datos centrales del sistema universitario chileno y argentino, y su evolución en los últimos años.

Comencemos por señalar que nuestra población estudiantil triplica a la chilena (1.700.000 versus 550.000), diferencia que se viene acortando en la última década, porque la matrícula chilena trepó casi un 90% y la nuestra apenas el 33%; destaquemos que la que aumenta fuertemente en la Argentina es la matrícula privada (83%). La estatal apenas creció un 24%, aunque en la Universidad de Buenos Aires declinó. Pero la gran diferencia entre ambas naciones se encuentra en la capacidad de graduar profesionales. Nosotros estamos graduando alrededor de 100.000 jóvenes por año y los chilenos, 70.000. Pero hay que tener en cuenta que en la Argentina sólo se gradúan 2,5 estudiantes cada 1000 habitantes, mientras que en Chile se gradúan cuatro profesionales cada 1000 habitantes (con una población total de 17 millones). Es decir, un 60% más.

En el período 1999-2009, Chile aumentó su graduación anual de universitarios en un 205%, mientras que nosotros lo hicimos en un 78%. ¿Cuál es la razón de esta gran diferencia en la evolución de la graduación? La respuesta es que en Chile se gradúan 66 profesionales cada 100 ingresantes, mientras que en nuestro país este promedio cae a apenas 26.

Señalemos que hay universidades públicas en la Argentina con buenos niveles de graduación, superiores al 40%, como las de Córdoba y Rosario. La Universidad Tecnológica Nacional y la Universidad Nacional de Cuyo están por encima del 30; la UBA se ubica en un 24%. Sin embargo, hay muchas universidades argentinas con bajo nivel de graduación, como por ejemplo las de La Rioja, Misiones, Jujuy y Comahue. El nivel más bajo le corresponde a la Universidad de Salta, que gradúa apenas tres profesionales cada 100 ingresantes, lo que implica un costo de graduación superior a los 300.000 dólares por graduado.

Nuestro sistema es muy costoso porque se caracteriza por tener muchos estudiantes y pocos graduados, ya que tenemos, por cada graduado anual, 17 estudiantes matriculados en el mismo año, mientras que en Chile esta proporción es de apenas ocho. Por esta razón, en proporción a la población total, Chile gradúa un 60% más de profesionales que nosotros. Pero ésta es una diferencia meramente cuantitativa. Veamos ahora el tipo de graduado profesional que egresa de la universidad.

Es bien reconocido que en la sociedad del conocimiento del siglo XXI, las naciones que prosperen no son las que tienen más recursos naturales, sino aquellas que fortalezcan sus ámbitos científicos y tecnológicos; el caso es que en las áreas científicas y tecnológicas nuestro país gradúa a apenas 14 profesionales por cada 100 graduados; en Chile, en cambio, esta proporción asciende a 24. Una sola cifra sintetiza esta enorme disparidad: por cada 1000 abogados, Chile gradúa a 207 ingenieros; la Argentina, a apenas 37.

Es evidente que nuestra matrícula, por inercia y falta de visión política de largo plazo, sigue el camino fácil y decadente, y está anclada en el pasado. Aún no se ha decidido enfrentar en serio, no retóricamente, una realidad que hará muy difícil en los próximos años alentar las inversiones productivas orientadas a los procesos tecnológicos más avanzados.

No es alentador pensar que nuestro futuro esté atado y subordinado al precio de la soja. Son buenos los discursos en favor de una mayor industrialización del país con «más valor agregado», pero esto exige un replanteo de la política universitaria.

Consideremos ahora los aspectos sociales y de equidad, asociados con la evolución de la realidad universitaria. En la Argentina asiste a la universidad el 43% de los jóvenes del quintil superior en la distribución del ingreso, pero apenas son alumnos universitarios el 12% de los jóvenes de los hogares pobres. En cambio, en Chile asiste a la Universidad el 17% de los jóvenes de los hogares pobres. Esto significa que nuestra organización universitaria, a pesar de la gratuidad general, no es más inclusiva que la chilena. Recordemos lo que expresó hace poco el ex presidente chileno Ricardo Lagos: «Existía un 40% de pobreza en la sociedad chilena y ahora es de un 11%. Ese 29% que pudo insertarse en los sectores medios aspira a vivir mejor». Este es un dato central. Son nada menos que cinco millones de chilenos que ascendieron económicamente y que seguramente aspiran a que sus jóvenes ingresen a la universidad. En este hecho, de por sí muy positivo, podemos encontrar la clave para interpretar lo que está ocurriendo en Chile, donde, al contrario que en nuestro país, la universidad no es gratuita.

El Banco Mundial advertía hace dos años: «A pesar de los esfuerzos satisfactorios recientes para aumentar el gasto público por estudiante, se mantiene bajo con respecto a estándares regionales y de la OCDE, y como la educación en Chile es también más cara que en la mayoría de los países de referencia, esto significa una carga más grande para los alumnos y sus familias. Chile fue el primer país en América latina que introdujo aranceles de pago en las instituciones públicas de educación superior, a comienzos de la década del 80, con altos aranceles en el nivel de grado».

El centro del debate hoy en Chile se refiere, precisamente, a cómo asegurar el acceso y la permanencia en la universidad de los sectores que no pueden afrontar aranceles que fueron diseñados hace veinte años, cuando iban muy mayoritariamente los ricos a la universidad.

Sin embargo, este debate sobre el financiamiento de la universidad se da hoy en todo el mundo. Existen tres posiciones bien definidas respecto al financiamiento de la universidad pública.

La primera alternativa es la siguiente: todos los alumnos pagan y la universidad no es gratis para nadie, con lo cual injustamente se excluye desde el inicio a todos los pobres y también a la inmensa mayoría de la clase media baja.

La segunda es la gratuidad para todos, cualquiera que fuere el nivel de ingreso, con lo cual los que pueden, porque vienen de familias pudientes y altos consumos, no pagan y terminan siendo financiados por la inmensa mayoría que nunca pisará una universidad por la simple razón de que no concluye la escuela secundaria (casi el 60% de la población total, pero el 70% de los sectores bajos). En nuestro país, por cada alumno de la universidad pública del nivel más pobre hay nada menos que ocho del nivel socioeconómico más alto.

En tercer lugar, finalmente, tenemos la opción de una universidad gratis para quienes no pueden pagar y arancelada para quienes pueden. En esta opción, los fondos aportados por quienes pueden pagar servirían también para expandir las becas a quienes no tienen la posibilidad de hacerlo, e incluso a quienes no alcanza con la gratuidad del arancel para atraerlos a la universidad.

En realidad, nada es gratis. La cuestión es definir quién paga. Este debate está abierto en Chile, pero no entre nosotros.