El valor subjetivo del trabajo peruano

Por Gabriel Natividad, UDEP

(Ilustración: Guamán Poma de Ayala, s. XVI-XVII, Wikipedia)

 

No es fácil convencer a un economista sobre algo que existe más allá del sistema de precios. Emulando a la física teórica, la ciencia económica intenta racionalizar fenómenos sociales y encajarlos en una visión en que inicialmente sólo dos cosas importan: dotaciones iniciales y preferencias. Con estos dos elementos–y algo de matemáticas– podemos construir un armazón que explique todo acontecer social alrededor nuestro. En ese ensamblaje, el sistema de precios permite intercambios y reparte beneficios–en forma de utilidad personal o ganancia empresarial–según lo que haya puesto cada quien. Con un teorema aquí y otro allá, de pronto tenemos una sociedad mínimamente autosuficiente para que el intercambio suceda y el equilibrio sea eficiente.

Pero estos modelos tan elegantes siempre vienen con un asterisco (*): en realidad la economía no es una ciencia natural ni física ni exacta. Por esa razón, para ir más allá del terreno de la analogía o la especulación sofisticada, poco a poco esos postulados económicos (*) se han ido demostrando como verdaderos, falsos o inciertos, sin garantía de que se vuelvan a cumplir en el futuro. A esa búsqueda de conformidad entre mente y realidad lo llamamos trabajo empírico y sucede en el “laboratorio” de experimentos económicos y en el campo del intercambio real de bienes y servicios medidos con archivos de data cuantitativa y cualitativa. El tema de interés del economista versa sobre lo contingente.  Y en medio de esa labor diaria por entender lo contingente, surgió COVID-19.

¿Qué mensaje brinda COVID al economista peruano?

Desde los primeros días de la pandemia, los economistas micro y macro de las mejores universidades del mundo se volcaron a intentar explicar el comportamiento humano usando las herramientas que dominaban, siempre con el (*) por delante. Algunas revistas científicas en economía y negocios incluso han recopilado esos artículos en volúmenes virtuales para que ingresen pronto al repositorio de nuevos conocimientos.

No es éste el lugar para enumerar estas enseñanzas académicas. Mi intención aquí es brindar mi impresión sobre un mensaje potencialmente muy útil–independiente de las fatalidades, las medidas sectoriales o la ideología política de cada quien–en el caso peruano.

Me refiero al valor subjetivo del trabajo de cada peruano, cada peruana. En síntesis: si bien hay un valor objetivo del trabajo, que quizá se mide en sueldos, ganancias o utilidad personal, también hay un valor subjetivo del trabajo humano que enriquece al propio sujeto del trabajo independientemente de la remuneración y de cualquier impacto material en otros. Acompañará a mi reflexión una anécdota personal de hace 35 años en el contexto de un aniversario que ha transcurrido silenciosamente aquí estos días.

Economía: reglas de la casa

He venido insistiendo en estos años sobre la necesidad de una visión microeconómica de la realidad peruana. Esa visión puede ayudar a ver los problemas materiales con una luz de racionalidad  consistente con las predicciones de una rama de la ciencias sociales: la economía, que ha dado contribuciones positivas al desarrollo humano integral en siglos recientes. También he insistido en recordar a mis colegas macroeconomistas que la etimología de economía es el griego oikonomos, o reglas de la casa.

Resulta que COVID nos ha precipitado a confrontar esta definición de la economía, las reglas de la casa, de manera casi literal.

Traduzco de The Economist, 31 de diciembre de 1999, p. 22: “Por ejemplo, en el año 1600 el empresario, en cualquier ciudad Europea, vivía literalmente arriba de su tienda, o al menos del inventario, y vivía con sus empleados. Esa es la razón por la cual los antiguos empresarios tenían casas tan grandes: no porque tuviera una gran familia o ideas grandiosas; necesitaba el espacio de almacenamiento, en el primer piso y quizá en el ático y necesitaba también alojar a los empleados adultos, a los aprendices y a los servidores, además de su esposa y de sus hijos (típicamente también empleados). El empresario los alimentaba y los vestía casi a todos. En una escala más pequeña, el carnicero, el panadero y el fabricante de velas hacían lo mismo. Una granja moderadamente grande, al menos en Inglaterra, albergaba uno o dos empleados (los hijos de la propia familia probablemente eran servidores en un hogar más grande). Mejor o peor que hoy en día, la unidad de producción estaba unida por lazos más allá de los sueldos.”

Esa foto de hace cuatrocientos años es análoga a la del otoño del 2020 transcurrido en confinamiento forzoso. Hemos comprobado, al convertir nuestros hogares en pequeños centros de producción, instrucción, diversión, descanso e incluso atención médica, cuánto trabajo cuesta cada una de estas labores. Hemos corroborado que nos unen lazos que van más allá de los sueldos, parafraseando a The Economist. Y al intentar ponerle a todo ese tiempo y esfuerzo un valor en horas-hombre, o en unidades monetarias, vemos que estábamos dando por supuesto algo grande en nuestra vida que era en realidad muy fácil conseguir y ahora se ha vuelto más precioso.

Un dato cuantitativo puede ayudar: ¿tiene valor económico el tiempo que cada persona emplea en Facebook cada día? Hunt Allcott, de NYU, y  sus coautores acaban de publicar un paper en el American Economic Review con estimados de ese valor. Aquellos usuarios que exógenamente son desconectados de Facebook por un tiempo reportan impactos positivos en su bienestar subjetivo (equivalentes a un 10% de la desviación estándar de una serie de medidas como felicidad, satisfacción de vida, o probabilidad de depresión) precisamente gracias a haber sido desconectados de Facebook por un tiempo. Además, los autores equiparan esta ganancia en bienestar a un 25-40% de lo que se gana en intervenciones psicológicas como terapias de autoayuda o terapia individual brindada por especialistas. Más allá de Facebook, multitud de decisiones sobre el uso del tiempo y la interacción diaria tienen un valor subjetivo importante en el ser humano, aunque algunas sean difíciles de cuantificar.

Mi reflexión se centra justamente en eso que no podemos cuantificar.

La economía blanca que no entra al PBI

Desde El Otro Sendero, de Hernando de Soto y colaboradores, los peruanos albergamos sentimientos encontrados sobre nuestra economía informal. Algunos alzan la frente y afirman que esa “economía negra” demuestra la gran flexibilidad laboral peruana; por ejemplo, el haber absorbido a cientos de miles de inmigrantes o refugiados extranjeros en los últimos años es prueba de la naturaleza dúctil del mercado laboral peruano. Pero otros, por el contrario, lamentan la informalidad como una deficiencia endémica de la sociedad peruana. Las cuentas negras del Perú son tema de controversia.

Pero también tenemos una “economía verde”, y no me refiero a la ecología. La hoja de coca peruana, una planta resistente a las inclemencias de la ceja de selva peruana y conocida desde el Perú antiguo, es la base biológica para una economía criminal y corrosiva de la que casi nadie habla en el Perú. El lavado de narco-dólares es un tema delicado en nuestra economía y causa poca controversia aunque es un secreto a voces.

COVID nos ha recordado que existe además una “economía de la línea blanca”: toda esa producción del hogar familiar que no queda cuantificada en la macroeconomía pero que es vital para la subsistencia diaria de la gran mayoría de peruanos. Aquellos que están realizando tareas de limpieza, lavado, planchado, cocina y cuidado de sus familiares; otros que están ayudando a instalaciones y configuraciones electrónicas básicas para la comunicación. Las madres y padres tornados en tutores de la clase remota de los hijos mientras no se reabran los colegios. Los jóvenes que hacen compras frecuentes y protegen a sus abuelos. Todos los que se ponen y sacan el gorro de empleado, esposo, padre, maestro y chef varias veces al día y llegan agotados al viernes: estos son los agentes de la economía que describo.

¿Hay números pre-COVID sobre esto? La Encuesta Nacional de Hogares de los años 2004, 2010 y 2018 puede servir de ilustración. A las personas que eran cabeza de hogar se les preguntó en cada uno de estos años si se habían dedicado como ocupación principal a ayudar a un familiar sin recibir remuneración a cambio. Unas 70,000 personas brindaron su respuesta a esa pregunta en esos años, lo cual brinda algo de confianza estadística al estimado. ¿Cuántos dijeron sí? Un 20% en el 2004, un 18% en el 2010 y solamente un 15.7% en el 2018. El patrón es muy revelador. Los tiempos en el Perú han cambiado: la presión por generar ingresos ha llevado en años recientes a muchos peruanos a mirar al mercado, los salarios y la actividad externa como un componente absolutamente necesario de su vida. Pero la ayuda familiar sin esperar nada a cambio ha ido disminuyendo fuertemente. A estos números fríos les llegó COVID de improviso, y todos sabemos lo que ha pasado.

La tentación es pensar que, cuando pase este experimento gigante, quedaremos “peor”. Este trabajo no es para nosotros, diría alguno. Mi productividad marginal es baja en estas labores y no tiene sentido siquiera aprenderlas bien porque luego ya no las tendré que hacer.

Pero mi conjetura es que quedaremos mejor gracias a haber aprendido más sobre valor subjetivo del trabajo humano. Será un experimento un poco a la inversa del de Allcott y coautores con Facebook: la vida nos ha forzado a conectarnos más internamente  y eso nos llevará a impactos subjetivos tremendos. Valoraremos el esfuerzo y la atención a los detalles que prestan aquellos que nos prestaban tantos servicios de manera ordinaria. Cientos de miles de limeños desayunaban en las calles tomando un sándwich con bebida de maca en una carretilla; esa carretilla es trabajo serio, expuesto a la inclemencia del viento y del smog y ruido de autos típico de la gran ciudad. Los meses en pandemia nos ayudan a valorar más ese trabajo sencillo pero difícil. Y a la esposa, y al esposo, y a la maestra, y al maestro, y a la tendera, y al vendedor del mercado y a todos los que nos brindan una pequeña ayuda por un módico margen de ganancia.

Un mensaje claro del confinamiento forzoso es que hay algo más allá del precio del trabajo que no podemos obviar porque es vital, es invalorable y en el fondo nos hace más humanos.

Un discurso en Ayacucho, 1985

Termino con una anécdota personal. Era yo aún niño y no sabía más sobre Ayacucho que allí había terroristas de Sendero Luminoso. (Aún no había estudiado la batalla de 1824 en que los patriotas vencieron al ejército realista pero ya entendía a grandes rasgos lo que era el terrorismo contemporáneo). Mi padre, por trabajo, estaba viviendo en Ayacucho cuando el 3 de febrero de 1985 se dio un momento único en la historia del Perú: la visita de Juan Pablo II al epicentro del terrorismo sangriento que estaba remeciendo al país desde sus entrañas y duraría esa década. Hay quienes ven una coincidencia: Ayacucho en quechua significa rincón de las almas, aunque también se interpreta como rincón de los muertos.

En ese discurso en Ayacucho, en el que mi padre estuvo presente y que yo pude ver por televisión, Juan Pablo II animó a los terroristas y a la sociedad en general a buscar “una reconciliación capaz de hermanar a cuantos hoy están separados por muros políticos, sociales, económicos e ideológicos. Con mecanismos e instrumentos de auténtica participación en lo económico y social, con el acceso a los bienes de la tierra para todos, con la posibilidad de la realización por el trabajo… En este conjunto se inserta un valiente y generoso esfuerzo en favor de la justicia, de la que jamás se puede prescindir”.

El 18 de mayo de 2020, un aniversario no ha pasado desapercibido en el Perú a pesar del confinamiento obligatorio. Fue el centenario del nacimiento de Karol Wojtyla, el Papa Juan Pablo II, que en 1985 visitó Ayacucho, habló de reconciliación y la dignidad del trabajo y animó en quechua a sembrar la tierra con amor. La visión maoísta de los peruanos subversivos ha sido documentada como falsa. Por su parte, la invitación de este líder mundial a los economistas y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a reflexionar sobre el valor subjetivo del trabajo humano no cuantificable es digna de un estudio pausado, reflexivo. COVID ha traído a millones de peruanos la ocasión de reflexionar sobre el trabajo como labor que dignifica a quien la realiza, incluso si no ostenta remuneración monetaria. Menuda ganancia: la vida reflexiva es uno de los mejores libros de los que podemos aprender, aunque claro, con tanto margen de error, también tiene (*).

 

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