Malestares

Las sociedades son complejas y diversas. Al intentar comprender qué hay detrás del malestar que la ciudadanía ha expresado en las calles es imposible pensar en un único malestar.

Para indagar en estos múltiples malestares, resulta útil revisar las numerosas investigaciones de académicos, centros de estudios y organismos internacionales que vienen alertando desde hace un buen tiempo sobre las inequidades que existen en nuestro país. También ayuda estudiar los aprendizajes recopilados por las organizaciones sociales que trabajan con las personas y comunidades que viven en condiciones de vulnerabilidad.

La desigualdad socioeconómica chilena es algo bien conocido. El índice de Gini describe a Chile como un país de alta desigualad de ingresos y no como un oasis. Pero las desigualdades socioeconómicas van mucho más allá de la desigualdad de ingresos. En efecto, hay un conjunto de desigualdades que definen la vida diaria de las personas, poniendo a algunos en posición de ventaja y a otros en posición de desventaja, y que se perciben como arbitrarias y, por tanto, como injustas y poco equitativas.

Efectivamente, el acceso a oportunidades educacionales de niños y jóvenes está altamente correlacionado con el ingreso y la educación de sus padres. Las trayectorias laborales están fuertemente estratificadas. Las ciudades y territorios están segregados y existen pocos espacios públicos en los que los ciudadanos de distintos grupos sociales se encuentran. Existe un sistema de salud que atiende a los más ricos y otro que atiende a los en situación de pobreza. Los desastres socioambientales afectan en mayor medida a quienes viven en contextos de pobreza; es este mismo grupo el más propenso a habitar en zonas de sacrificio.

La lista sigue y es larga. Quisiera detenerme, sin embargo, en dimensiones que son más bien subjetivas de estas inequidades, y que también han sido analizadas por estos estudios.

La percepción de maltrato y menoscabo aparece de manera persistente en los relatos de las personas en vulnerabilidad. Según el estudio Desiguales (PNUD, 2017), un 41% de la población indica experimentar malos tratos, con una mayor incidencia entre las personas de los grupos de menores ingresos. Los malos tratos se viven con mayor frecuencia en el trabajo, la calle, los servicios de salud públicos —en particular en relación a la espera para conseguir atención— y el transporte y los servicios públicos.

La política social y sus modos también conllevan una carga simbólica sobre cómo el Estado y la sociedad ve y trata a las personas a las que busca beneficiar. Un ejemplo ilustrativo es el Bono por Logro Escolar que entrega hasta unos 60 mil pesos a las familias pertenecientes al 30% más vulnerable, cuyos niños tienen notas que los ubican en el 30% de mayor rendimiento de sus respectivas promociones.

Este beneficio es un ejemplo de un sesgo que existe en la sociedad, y que se refleja en la política social, de asimilar el éxito únicamente a buenas decisiones y a la responsabilidad personal, minimizando el rol de otros factores contextuales. El bono busca invitar a los escolares a esforzarse y ser dedicados. Por algo el bono también se conoce como el Bono al Esfuerzo Escolar.

Pero a la vez desmerece a los niños y jóvenes que no han sido igualmente exitosos en su rendimiento escolar, pues implícitamente se entiende que no lo son por no haberse esforzado lo suficiente o porque ellos y/o sus familias no han tomado las decisiones correctas. Y si ese niño o joven vive en un ambiente de violencia, ¿se espera que obtenga el mismo aprendizaje? ¿Su esfuerzo, dificultado por el contexto, vale menos?

A los malos tratos se agrega la percepción de escasos espacios de participación. El estudio Voces de la Pobreza de la Fundación Superación Pobreza da cuenta de cómo las personas en situación de pobreza, más que asistencia, demandan una oportunidad de participar en las decisiones que afectan sus propias vidas.

No es que no haya mecanismos. La Ley 20.500 sobre Asociaciones y Participación Ciudadana en la Gestión Pública, promulgada en el año 2011, creó espacios de participación obligatorios en distintas instancias de lo público. Pero, en la práctica, estos no funcionan en la etapa de definición de prioridades, en la formulación y diseño de las políticas o en su evaluación. Más bien tienen un carácter consultivo, cuando las decisiones ya están tomadas.

De este modo, la escasa posibilidad de participar e incidir se expresa como una percepción de invisibilidad de las personas por parte del Estado y de poca capacidad de producir cambios a partir de la acción propia.

En resumen, los malestares tienen dimensiones subjetivas que no hay que dejar de atender. Asimismo, los estudios citados aquí, junto a muchos otros, sugieren que no es que no se supiera que existía este descontento. Quizá no se le dio la suficiente importancia. O tal vez se pensó que las recetas de los años 1990 seguían siendo válidas para hoy.

En los diálogos que vendrán no podremos soslayar que la discriminación y el menoscabo no solo suceden entre ciudadanos de una sociedad marcada por diferencias de clase, sino que también suceden en la interacción con el Estado. Ello es particularmente preocupante siendo el Estado el que debe garantizar igual dignidad entre los ciudadanos. Permitir una participación real e incidente puede ser un camino que ayude a comenzar a reparar estos malestares.

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