La política de drogas y el contrato social en Colombia

Colombia enfrenta retos muy difíciles para lograr una paz sostenible. De un lado, el país debe lograr la recuperación de los territorios afectados por un largo conflicto armado. Aún si con la desmovilización de las FARC hubieran desaparecido por completo los actores armados ilegales, los retos serían enormes. Dado que diferentes grupos armados no estatales siguen operando en buena parte del país, tales como los grupos criminales, las disidencias de las FARC y el ELN, lograr la pacificación y la recuperación de los territorios que durante años han padecido los efectos de la violencia es aún más difícil. A esto se suma el incremento sustancial en los cultivos de coca, que llegaron a 171.000 hectáreas en 2017, la cifra más alta desde que se tienen cifras de cultivos. Este record ha generado una gran presión por parte de Estados Unidos.

El gobierno del Presidente Duque tiene tres líneas de acción para enfrentar estos retos: la política de estabilización anunciada en su plan “Paz con Legalidad”; su política de defensa y seguridad; y su política de drogas, llamada “Ruta Futuro”.

El enfoque de paz con legalidad parte de varios principios que reconocen, entre otros, la necesidad de una respuesta multidimensional, que “trascienda los aspectos propios del ámbito de competencia de la Fuerza Pública” y que involucre a todas las entidades de gobierno en los diferentes niveles territoriales bajo “un solo lineamiento de acción”. La política también declara como uno de sus principios la irreversibilidad, esto es, que “el imperio de la ley y el fortalecimiento de la legitimidad democrática del Estado debe crear las condiciones de irreversibilidad que denieguen definitivamente a las organizaciones ilegales la posibilidad de volver a constituirse en una amenaza para los derechos de los colombianos.” El plan de estabilización también hace énfasis en el “balance entre la seguridad física y las intervenciones multidimensionales para asegurar la presencia del Estado y abordar las causas estructurales de la violencia.”

Por su parte, el plan de drogas plantea la necesidad de apoyarse en la evidencia técnica y científica; tener en cuenta los contextos sociales, culturales, económicos y ambientales; contar con la participación activa de las comunidades; y buscar resultados sostenibles. Para disminuir los cultivos ilícitos, el plan Ruta Futuro propone “contar con estrategias diferenciales de erradicación, siguiendo los protocolos y mejores prácticas para garantizar los derechos humanos y el cuidado al medio ambiente y la salud” y “fortalecer el relacionamiento con las comunidades apoyando la construcción y/o ajuste de los planes de vida, incorporando la problemática asociada a la producción ilícita”.

Los tres planes de política pública reconocen, por lo tanto, la importancia de buscar objetivos de largo plazo mediante políticas basadas en la evidencia, que cuenten con la participación de las comunidades y que logren la inclusión de los territorios y poblaciones vulnerables mediante el fortalecimiento de las entidades del estado y sobre la base de la legitimidad democrática. En otras palabras, el gobierno reconoce la importancia de apostar por un contrato social con las comunidades que habitan estos territorios que han sido tradicionalmente excluidos y con los cuales el estado tiene una deuda de seguridad, institucionalidad, servicios públicos y desarrollo económico sostenible.

Resulta paradójico, entonces, que uno de los componentes centrales de la política de drogas sea la erradicación forzosa y, en particular, la fumigación aérea con glifosato. Por un lado, la evidencia sugiere que estas estrategias son ineficientes y que tienen varios efectos negativos sobre la población y sobre el medio ambiente. De otro lado, son intervenciones diametralmente opuestas al objetivo de crear ese contrato social con las comunidades que, como lo reconoce el gobierno, es esencial para alcanzar los objetivos en el largo plazo.

 

La ineficacia de la erradicación forzosa y su impacto en el contrato social entre el estado y las comunidades

Como lo explicamos en un documento de política pública del CESED publicado recientemente, la erradicación forzosa, y en especial el glifosato, están lejos de reducir los cultivos en el largo plazo. Algunas de las razones de la ineficiencia de estos programas son las siguientes:

Primero, la resiembra es relativamente fácil y económica en el país. El valor de la producción de hoja de coca es muy pequeño en comparación con los demás eslabones de la cadena y remplazar una hectárea sembrada es más fácil y económico que remplazar el producto final incautado. Según cifras oficiales, el 36% de las hectáreas erradicadas son resembradas.

Segundo, la erradicación aérea es una práctica costosa y poco efectiva. Para erradicar 0.02 hectáreas, se debe asperjar una hectárea completa y el costo de hacerlo es mayor a su precio de mercado (Mejía, Restrepo y Rozo 2015).  Este pequeño efecto no justifica el enorme costo monetario, especialmente cuando se ha confirmado que la destrucción de laboratorios y las incautaciones han sido practicas más efectivas (Mejía y Rico, 2011). La evidencia empírica sugiere que a través de incautaciones de cocaína y la desarticulación de redes de narcotráfico local se logra reducir la cantidad de cocaína que entra al mercado. Adicionalmente, estas políticas pueden también reducir los cultivos pues la demanda por hoja de coca responde significativamente a este tipo intervenciones.

Tercero, esta política tiene profundos costos sociales. El país ha sacrificado cientos de vidas en programas de erradicación forzosa. En estos procesos se perdieron 197 vidas, a su vez, 687 personas fueron heridas y 33 tuvieron que ser amputadas por minas y explosivos. El glifosato, por su parte, incrementa la probabilidad de sufrir problemas dermatológicos y abortos (Mejìa & Camacho, 2017). Este herbicida también tiene consecuencias ambientales ya que contamina las fuentes hídricas, suelos y cultivos de los cuales dependen las comunidades presentes en los territorios afectados (OMS, 2015). Por otro lado, Rodríguez (2017) demuestra que la aspersión incrementa la probabilidad de trabajo infantil, deserción escolar y rezago en educación de los niños campesinos.

Cuarto, los productores de hoja de coca que dependen de este mercado se adaptan para sostener sus cultivos acortando periodos de cosecha y desplazándose a nuevos terrenos. Los grupos traficantes también reaccionan a la erradicación llevando el cultivo a zonas nuevas del país. Por lo tanto, la erradicación forzosa ha generado un efecto globo y el desplazamiento de personas hacia zonas de difícil acceso, profundizando el conflicto social y las tensiones entre comunidades y el Estado (Dávalos, Sanchez, & Armenteras, 2016). Una vez los cultivos se desplazan a esas zonas inasequibles, la capacidad del estado para reducir los cultivos se hace aún menor: no solo debe dividir sus recursos entre más y más regiones, sino que además debe asumir un costo cada vez más alto para llegar a las comunidades para implementar sus políticas públicas.

Por último, la erradicación forzosa, y la aspersión aérea en particular, puede disminuir la confianza de las comunidades en las instituciones. Como lo señala Felbab-brown (2005), los programas de erradicación forzosa tanto en Colombia como en otros países solo fortalecen el vínculo entre los beligerantes y la población local, y priva al gobierno de inteligencia vital en su lucha contra estos grupos ilegales.

El gobierno reconoce que la seguridad, la estabilización de territorios y la reducción de cultivos de coca en el largo plazo requieren crear un verdadero contrato social con las comunidades locales. Solo de esta manera se logrará el imperio de la ley, la creación de oportunidades económicas reales y sostenibles para los pobladores y el ejercicio de una democracia real que le quite espacio a los grupos armados y las economías ilegales. Los efectos perversos de la erradicación forzosa, y en especial de la fumigación aérea, pueden hacer muy difícil que esta estrategia de largo plazo sea exitosa porque afecta profundamente a comunidades que han sido históricamente excluidas y, por lo tanto, hace aún más difícil lograr ese contrato social.

Es fundamental tener en cuenta que en Colombia los cultivos ilícitos se han ubicado en territorios marginados, vinculando a las familias más vulnerables y pobres del país. Los municipios cocaleros tienden a tener las mayores extensiones típicas de la frontera agrícola, mayor ruralidad, menor índice de calidad de vida, alta presencia de grupos armados ilegales y baja o nula presencia de instituciones bancarias y asistencia técnica para el campo (García, 2011). Para el 2018 la UNODC reportó que el 46.9% de los integrantes de las familias ubicadas en zonas afectadas por los cultivos de coca son mujeres y el 29% son jefas de hogar. El 41% de la población tiene menos de 19 años y tan solo el 32% de la población en edad de asistir a la escuela lo hace. Además de ser el actor más vulnerable, los productores de hoja de coca no son quienes menos ganan dentro del mercado ilegal. El ingreso promedio anual por persona productora de hoja, pasta básica y base de cocaína es de $2,928,000 pesos colombianos (UNODC, 2016), tan solo 1.009 veces la línea de pobreza nacional en 2016 ($241,673 pesos al mes) (DANE, 2016).

Es en este contexto de vulnerabilidad y desprotección histórica por parte del estado que llega el gobierno a erradicar los cultivos de coca. Es muy difícil que en el largo plazo se pueda crear un contrato social cuando se elimina la fuente de subsistencia de las familias sin ofrecer alternativas viables y se atenta contra su salud y medio ambiente. Esto es particularmente grave porque no solo se daña la relación de las comunidades con el gobierno de turno sino con el Estado mismo, haciendo más difícil la implementación de otras políticas en el futuro.

 

Alternativas para reducir los cultivos en el largo plazo

La erradicación de cultivos ilícitos en nuestro país ha sido una solución débil de corto plazo para un problema de fondo, marcado por un Estado débil, ineficiente y en ocasiones considerado ilegítimo por las poblaciones locales.

La evidencia empírica sugiere que a través de incautaciones de cocaína y la desarticulación de redes de narcotráfico local se logra reducir la cantidad de cocaína que entra al mercado. Adicionalmente, estas políticas pueden también reducir los cultivos pues la demanda por hoja de coca responde significativamente a este tipo de intervenciones. Aunque no se tienen aún trabajos que midan el impacto del fortalecimiento del Estado, su eficacia y su legitimidad, la literatura sobre construcción de Estado y desarrollo sugiere que este es el camino—y el gobierno actual en el marco de sus tres líneas de acción parecería estar de acuerdo.

Es fundamental también considerar nuevos enfoques que partan de un acuerdo con las comunidades. Vélez (2019), por ejemplo, destaca la importancia de estudiar la resistencia comunitaria a la coca. Hay muchas comunidades que se han organizado para detener la entrada de cultivos ilícitos. Con inversión y apoyo a las capacidades de las comunidades y protección a sus líderes se puede fortalecer su gobernanza y proporcionarles los recursos necesarios para que ejerzan su autoridad.

Aún más, es esencial dar la batalla para que la comunidad internacional adopte un nuevo enfoque sobre la política de drogas. Debido a que la lucha de los países productores se sigue midiendo según el total de área cultivada, los gobiernos de estos países tienen pocos incentivos para dedicar recursos a incautaciones y destrucción de laboratorios. Lo que es peor, la presión internacional suele llevarlos a buscar políticas de corto plazo que no solo son ineficaces, sino que pueden empeorar la situación en el largo plazo. Además, como lo sugiere la FIP (2018), las medidas actuales no generan los incentivos para transformar los territorios donde crece la coca.

Es hora de buscar políticas que logren disminuir los daños para las poblaciones vulnerables y puedan tener un efecto real en el largo plazo. Para esto, Colombia debería liderar una negociación entre los países productores y Estados Unidos para replantear cómo nos miden y cómo lograr objetivos más duraderos y efectivos. Finalmente, los países que sufren los costos de la producción y el tráfico deben reclamar a Estados Unidos y otros países de altos ingresos para que trabajen por reducir sus altas tasas de consumo.

 

 

Referencias

DANE (2017). Pobreza monetaria y multidimensional en Colombia, 2016. Bogotá. Obtenido de https://www.dane.gov.co/files/investigaciones/condiciones_vida/pobreza/bol_pobreza_16.pdf

Dávalos, L. M., Sanchez, K. M., & Armenteras, D. (2016). Deforestation and Coca Cultivation Rooted in Twentieth-Century Development Projects. BioScience, Volume 66, 974–982.

Felbab-Brown, V. (2005). ¿QUIÉN PAGA POR LA PAZ EN COLOMBIA? Revista de Economía Instituciona, 13-38.

Manrrique, C. V. (2004). Cultivos ilícitos y erradicación forzosa en Colombia. Revista Universidad Nacional. Obtenido de https://revistas.unal.edu.co/index.php/ceconomia/article/view/9094/10043

Mejía, D., & Camacho, A. (2017). The health consequences of aerial spraying illicit crops: Thecase of Colombia. . Journal of Health Economics, , 147-160. .

Mejía, D., & Rico, D. (2011). La microeconomía de la producción y tráfico de cocaína en Colombia. Documento CEDE. Obtenido de https://ideas.repec.org/p/col/000089/007293.html

Mejía, D., Restrepo, P., & Rozo, S. (2015). On the Effects of Enforcement on Illegal Markets. CEDE.

Rodríguez, C. J. (2017). Efecto de la aspersión aérea de cultivos ilícitos en trabajo infantil, asistencia y rezago escolar. Bogota: CEDE.

Ruiz, A. R., & Kallis, G. (s.f.). Caught in the middle, Colombia’s war on drugs and its effects on forest and people. Geoforum 2013.

UNODC. (Septiembre de 2018). Monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos 2017 Septiembre . Obtenido de https://www.unodc.org/documents/crop-monitoring/Colombia/Colombia_Monitoreo_territorios_afectados_cultivos_ilicitos_2017_Resumen.pdf