Entrevista a Adalbert Krieger Vasena por Juan Carlos De Pablo

Publicado originalmente en J.C. De Pablo (1986): La economía que yo hice, Volumen II. Ediciones El Cronista Comercial. 


Doctor Krieger Vasena, nos interesa hablar hoy de su gestión al frente del Ministerio de Economía y Trabajo durante el período 1967-1969; pero, si mal no recuerdo, ésa no fue la primera vez que trabajó en el quinto piso del edificio ubicado en Hipólito Yrigoyen 250.

Efectivamente, no fue ésa mi primera experiencia pública. Comencé de muy joven en el gobierno; al cumplir dieciocho años ya era funcionario del Ministerio de Hacienda, y luego de trabajar varios años en esa cartera del Estado, culminé mi carrera ocupando el cargo de Ministro de Hacienda desde el 2 de marzo de 1957 hasta el 30 de abril de 1958, fecha en que el gobierno pasó de manos de la Revolución Libertadora a las del doctor Frondizi.

¿Qué hacía usted cuando, a fines de diciembre de 1966, el entonces presidente Onganía le ofreció el cargo de ministro de Economía y Trabajo?

Estaba en ese momento en Ginebra, representando al país en las reuniones de la “Rueda Kennedy”, desarrolladas dentro del GATT, donde se negociaba la reducción de las barreras al comercio mundial.

¿Cuándo asumió el ministerio?

El 2 de enero de 1967.

Usted es el ministro desde el 2 de enero de 1967 y recién anuncia su programa el 13 de marzo, o sea que transcurren poco más de 60 días. ¿Cómo se vivió ese periodo en el país desde el punto de vista de la presión por parte del sector privado, que esperaba el anuncio de las medidas económicas a tomar?

En primer lugar pensé que era necesario realizar un análisis a fondo de la situación argentina, actualizar un diagnóstico sobre el estado en que se estaba viviendo, tanto en lo económico como en lo social, y luego sí preparar un programa a seguir. El país había tenido varios intentos de programas de estabilización, no se le escapa a nadie que desde fines de la posguerra la Argentina ya había intentado muchos programas de estabilización, que no habían tenido éxito, o si lo tuvieron fue parcial. Dentro de esos planes cabe mencionar, por ejemplo, el programa de estabilización monetaria que realizó el doctor Gómez Morales en los años ’50, así como también el plan de estabilización del doctor Frondizi de 1959, a pocos meses de asumir la Presidencia, que constituyó el primer acuerdo de “stand by” del Fondo Monetario Internacional con nuestro país.

El diagnóstico que hicimos a comienzos de 1967 no era muy diferente al realizado por el doctor Raúl Prebisch en 1955, cuando es llamado a Buenos Aires por el gobierno de la Revolución Libertadora para hacer un análisis de la situación del país. O sea que cuando se me propone ser ministro por segunda vez en mi vida, no era la primera vez que el país intentaría estabilizar su economía, que además tenía graves problemas estructurales. Todos habíamos sido observadores de los intentos anteriores que no pudieron sustentarse lo suficiente como para sacar al país de la situación en que se encontraba. A fines de 1966 la Argentina había caído una vez más en lo que se denomina la “crisis recurrente”.

Este es un tema profundo, que hace a la vida de casi todos los argentinos ya que hemos sido incapaces durante la posguerra de recibir los frutos del crecimiento económico que ha ocurrido en casi todas partes del mundo libre. El mundo libre de 1945 en adelante empieza a recomponer, y a fines de 1957 la crisis estaba superada; es cuando se forma el Mercado Común Europeo y si se miran las cifras del crecimiento económico y del comercio mundiales podrá observarse que todos los países, incluso aquellos que habían sido destrozados por la guerra, como Japón, Alemania o Italia, no sólo comienzan su recuperación, sino que al cabo de diez años de terminada la guerra ya estaban en el camino de la gran recuperación económica. ¿Qué había pasado con la Argentina? Mientras el mundo libre prosperaba, nuestro país parecía estancarse o crecer uno o dos años, para caer inmediatamente después.

Yo había pensado mucho sobre este tema, y pude comprobar los esfuerzos que varios hombres notables que habían pasado por el Ministerio de Economía habían realizado para salir de esta “crisis recurrente”. De modo que éste no era un tema que me tomara por sorpresa, pero, contestando entonces la pregunta, pensé que se debía actualizar el diagnóstico, para lo cual debíamos tomarnos el tiempo necesario para realizar con tranquilidad los análisis correspondientes. Una vez hecho el diagnostico, recién había que pensar cuáles serían las medidas que tendríamos que adoptar antes de preparar y anunciar un programa.

¿Cómo se vivía en la Argentina durante enero, febrero y los primeros días de marzo del ’67, esa preparación del programa desde el punto de vista del sector privado? ¿Había presiones?

Había en general una expectativa favorable y, en el peor de los casos, en ciertos sectores de la población una indiferencia con respecto a lo que el Gobierno pudiera hacer. Algunos porque ya habían visto fracasar otros programas, como por ejemplo al transcurrir el plan de estabilización iniciado en 1959 por Frondizi. El país esperó; como el verano ayuda, había muy poca gente en Buenos Aires. Recuerdo que cuando llegué al Ministerio de Economía, en 1967, encontré un ministerio casi muerto.

¿Es cierto, como se le atribuye, que usted afirmó que el Ministerio de Economía era un sello?

No sé si dije un sello, pero sí recuerdo haber encontrado un edificio vacío. Recuerdo que cuando entré con el automóvil al patio donde se estacionan los vehículos no funcionaban los timbres de entrada y salida de los coches; el ascensor del ministro estaba roto; cuando ingresé a mi despacho pude comprobar que tampoco andaba el sistema eléctrico de las persianas del edificio; quise poner en funcionamiento el equipo de aire acondicionado y tampoco pude; toqué un timbre para que viniera mi secretario pero no apareció (tuve que salir al pasillo porque el timbre también estaba descompuesto). Entonces mi primer acto de gobierno fue hacer que funcionaran los timbres. En una palabra: de entrada tuve la sensación de que ese ministerio no había tenido gravitación en el país. No le echo las culpas a nadie. Se habían sucedido muchas personas y hechos políticos y no se creía en los funcionarios, en lo que el ministro podía hacer.

Mi primera tarea fue reclutar gente, porque pensé que el trabajo que había que realizar excedía a una persona, que inclusive podía tener ideas equivocadas, y traté de armar un equipo con gente que yo pensé que estaría dispuesta a colaborar en preparar e implementar un programa de gobierno. Así fue como lo llamé al doctor Enrique Folcini, que en ese momento estaba en el CONADE, y le ofrecí la Dirección de Política Económica del ministerio. Me dijo: “¿Por qué me llama a mí, si pensamos distinto?” Entonces le expliqué qué era exactamente lo que yo quería; incluso le dije que se trajera a todos los que pudiera del CONADE, porque yo consideraba que allí había un buen grupo de gente que conocía bien el sector público. Con algunas dudas y vacilaciones, como me lo reconoció después, aceptó.

Le ofrecí la Subsecretaría de Hacienda a un hombre extraordinario, el ingeniero Ondarts, y así seguí una a una con las personas que integraron el gabinete, sin tener en cuenta sus preferencias políticas.

El doctor Pedro Real en el Banco Central; Loitegui en Obras Públicas; Solá en Industria y Comercio; quedando Gotelli en Energía; San Sebastián en Trabajo; Ressia en Transportes; Raggio en Agricultura, y muchas otras distinguidas personalidades en las empresas y bancos oficiales.

Fue así que en ese tiempo formé un gran equipo con el requisito de idoneidad que exige la Constitución Nacional. No todos coincidían en la forma de pensar. Pretendía formar un grupo de colaboradores de gran nivel y personalidad que estuviera dispuesto a trabajar para el país. Mi tarea, como ministro de Economía, sería la de coordinar y formular la política económica; la ejecución debía estar a cargo de las secretarías con gran capacidad de decisión.

¿Del plan del 13 de marzo del ’67, cuánto es suyo y cuánto del equipo?

Todo el plan fue del equipo, porque era demasiado grande lo que queríamos hacer para que sólo estuviera en manos de una persona. Fue así que empecé a reunirme todos los días con el equipo. A medida que se iba avanzando se iba componiendo un diagnóstico de la situación e íbamos pensando en las medidas que habría que adoptar. No mantuvimos un gran secreto, sino que como había bastante indiferencia por un lado y descreimiento por el otro, nadie nos molestó durante esos meses y nos dejaron trabajar.

El diagnóstico resultó claro; era lo que sabíamos y no cambiaba mucho del que Raúl Prebisch había hecho en su famoso dictamen de años atrás. El país tenía ante sí un grave problema de lento crecimiento económico, una inflación crónica que producía grandes tensiones por la distribución del ingreso, una mala infraestructura, una industria excesivamente protegida, un agro receloso y un tremendo desequilibrio en las finanzas públicas.

El déficit de 1966 era de casi el 40 por ciento del total del gasto, y había que reducir esto a cualquier costo. Nos propusimos hacerlo y entonces la primera tarea fue preparar el presupuesto para 1967. Luis D’Imperio, que venía del sector privado con una gran reputación de firmeza, tomó a su cargo (sin defraudar las expectativas) la responsabilidad presupuestaria, con la colaboración de Cayetano Licciardo. Pocos meses después, el 14 de marzo de 1968, falleció en su despacho de un ataque al corazón.

Antes de hablar del tema fiscal, que como usted bien dice es central en una política económica que quiera reducir la tasa de inflación, me gustaría una brevísima consideración sobre lo que quizá fue la medida más espectacular del programa del 13 de marzo del ’67, y al respecto le formulo dos preguntas: ¿por qué 350 pesos? ¿Y por qué el anuncio de que ésa sería la última devaluación?

La devaluación, que era una parte del paquete de medidas que anunciáramos el 13 de marzo, era una necesidad. Creía que además del déficit fiscal, que era un problema crónico en la Argentina, había un tema importante que era el lento crecimiento de nuestras exportaciones. El país había crecido erráticamente, hubo años muy buenos como fueron el ’63 y el ’64 con grandes cosechas, pero como decía Prebisch en su dictamen de 1955, el país no había realizado la transformación tecnológica necesaria en el agro argentino. Tampoco había hecho un esfuerzo persistente para aumentar sus exportaciones industriales; en el ’45 crecimos para adentro, la industria se había creado para abastecer el mercado interno y no para exportar. Teníamos una altísima barrera arancelaria, que en muchos casos llegaba más allá del 300 por ciento.

Entonces, ante una situación como la planteada vimos que era imprescindible incentivar las exportaciones tradicionales argentinas y dar fuerte impulso a la exportación industrial. Nosotros pensábamos que el país no podía seguir dependiendo exclusivamente de los productos del agro que si bien son una base esencial ello no es suficiente. Del diagnóstico resultaba evidente que teníamos un problema de paridad, donde el tipo de cambio hasta ese momento no era satisfactorio. Quien consulte las estadísticas del mercado a término en enero, febrero y marzo de 1967, encontrará que el peso argentino se iba consolidando: el dólar llegó a valer m$n 240, 230, etc; se pensaba que el milagro ya estaba. O sea que mientras los argentinos se encontraban veraneando soñaban que Krieger Vasena y su equipo habían hecho ya el milagro y que tendríamos un peso fuerte. Nada más alejado de la realidad, pero sirve para mostrar que no había ni la menor sospecha de la devaluación.

En esta parte del programa, yendo concretamente a la pregunta, me inspiré en lo que hizo Francia en 1958, cuando De Gaulle pide a sus colaboradores el diagnóstico de la situación y un programa. Las cosas en Francia, por aquella época, eran muy parecidas a lo que estaba sucediendo en la Argentina: gran desequilibrio fiscal, lento crecimiento de las exportaciones, inflación y una insignificante participación en el comercio industrial mundial. El resultado del estudio de Rueff-Pinay fue una gran devaluación y un estricto programa fiscal, que se llevaron a cabo con el apoyo del Fondo Monetario en 1958. Recuerdo que fue el “stand by” más grande de la historia del mundo hasta ese entonces. Francia recibió un apoyo superior a los 1.000millones de dólares (¡de aquella época!).

Pensé que los argentinos teníamos que hacer algo similar a lo que realizaron los franceses. Consolidar la moneda, afirmarse y, como dije en un discurso, había que tirar el ancla bien delante del barco y después aferrarse a ella y no moverse, dejar que la correntada pase y que el barco quede allí. Por eso es que la devaluación fue mayor de lo necesario, igual a lo que hizo Francia en el ’58, y luego tuvo diez años de estabilidad, no sólo económica sino también política.

Esa fue la razón por la cual la devaluación del ’67 fue en exceso y por eso pusimos los impuestos a la exportación e iniciamos, así simultáneamente, en forma compensada, la disminución de los derechos de importación (los que estaban al 300 por ciento los bajamos al 140 y así sucesivamente). Bajamos la protección arancelaria exagerada e indebida que había ahogado a la industria argentina, que estaba sobreprotegida y por lo tanto tenía poca eficiencia para exportar y los productos eran de baja calidad. O sea que aprovechamos la devaluación en exceso para también bajar los derechos arancelarios tan excesivamente altos a los cuales habíamos llegado y nadie sabía cómo.

Usted el 13 de marzo del ’67 hizo dos cosas; una fue elevar el tipo de cambio a 350 pesos y la otra fue mantenerlo. ¿Por qué anunció que sería la última devaluación?

Estábamos profundamente convencidos de que, si atacábamos el déficit fiscal, si realizábamos una buena política de ingresos, y si se concretaban las reformas que había que hacer, no sólo en el aparato estatal sino también en la estructura productiva del país, la Argentina no tenía por qué volver a pasar otro trauma devaluatorio.

No hay que olvidarse que además estábamos en la época de las paridades fijas, muy distinto a lo que sucedería después, durante la década del ’70. En los años ’60 el mundo se movía a través de paridades fijas y se las modificaba sólo en casos muy especiales (cuando, en la terminología del Fondo Monetario, existía lo que se denominaba un “desequilibrio fundamental”), pero no se pensaba en aquella época en la flotación; ésta vino en los años ’70 cuando la situación iba de mal en peor y entonces todos comenzaron a “flotar”. El mundo vivió el largo período de la posguerra con paridades fijas y sin embargo creció, prosperó y se consolidaron no sólo la situación económica de muchos países sino también sus instituciones políticas y democráticas, como el caso de Italia, Alemania y otros países europeos. ¿Por qué? Porque había conducta fiscal y estabilidad monetaria. En ese momento, en 1967, teníamos que volver a tener un signo monetario fuerte, representativo, y que diera la base para armar el gran esquema económico. Estaba convencido de que esto tenía que durar para siempre, y fíjese usted que duró casi cuatro años; recién en 1970 se modifica la paridad de 3,50 a 4 pesos.

¿El programa económico lo determinó usted o meramente se lo sugirió al Presidente? ¿Cómo era la relación de poder entre presidente y ministro en los momentos previos al anuncio de las medidas?

A fines de febrero cuando teníamos ya el programa completo y comenzamos a delinear las medidas a tomar, lo fui a ver al Presidente. El fin de semana anterior, al lunes 13 de marzo, le expliqué, en Olivos, el programa al cual habíamos llegado luego de los dos meses de estudio.

Cuando toqué el tema tipo de cambio le informé que era nuestra intención (el doctor Real y yo éramos los únicos que lo sabíamos) hacer una gran devaluación del 40 por ciento. Le expliqué que sería una medida sumamente fuerte, pero era parte de un programa global y simultáneo para atacar todas las causas que habían producido la situación por la que estábamos atravesando. Le dije también que íbamos a liberalizar totalmente el sistema cambiario. Recuerdo que el presidente Onganía me miró fijo y me preguntó: ¿estamos en condiciones de hacer esto, con nuestras reservas? Le contesté que no teníamos reservas en ese momento, pero que teníamos la palabra del Fondo Monetario de que, en algunos días más, iba a enviar a la Argentina una misión para culminar las negociaciones que ya habíamos comenzado y que seguramente íbamos a lograr su apoyo, como finalmente ocurrió. Le expliqué al Presidente que con un acuerdo “stand by” no tendríamos inconvenientes en liberalizar todo el sistema cambiario, por lo que teníamos que hacer un acto de fe en la libertad, como luego se hizo.

Creo que al presidente Onganía le impresionó el programa de ajuste presupuestario. En esencia, como lo demostró el tiempo, Onganía era un hombre austero y firmemente dispuesto a apoyar lo que era una verdadera disciplina fiscal.

Recuerdo que el domingo 12 de marzo me trasladé personalmente del Ministerio de Economía al Banco Central, donde estaba el doctor Pedro Real con su equipo, y preparamos todas las circulares que salieron al día siguiente. En esa oportunidad algunos funcionarios del Central se escandalizaron ante la medida a tomar; me dijeron que no había reservas, que se produciría una corrida al día siguiente y que las escasas divisas, que no llegaban a 200 millones de dólares, desaparecerían en pocos días. Entonces les expliqué que eso no sucedería, que se quedaran tranquilos, y que si llegaba a ocurrir yo sería el único responsable. Al respecto quiero destacar que, primero Real y más adelante Iannella, ambos de prolongada trayectoria previa en el Banco Central, habrían de tener una intensa y eficiente gestión en la implementación de la política monetaria y cambiaria del programa.

Volvamos al tema fiscal. ¿Qué hizo usted frente al panorama que había recibido, donde el déficit era de casi el 40 por ciento de los gastos?

Hice lo primero que tiene que hacer todo ministro de Economía. Llamé a los responsables de las distintas áreas de gobierno y comencé a cortar gastos en todo aquello que era posible. O sea, preparamos un programa que en definitiva resultó a fin de 1977 en un déficit de sólo el 14 por ciento de los gastos.

Si le digo que con los derechos de exportación cualquiera baja el déficit, ¿usted qué contesta?

Nosotros teníamos que utilizar esos impuestos, que además los declaramos transitorios, o sea que iban a durar un tiempo determinado. Fuimos sacando los derechos del 25, del 15 y del 10 por ciento, y ya a comienzos de 1969 no se lo utilizó más como recurso fiscal, pero si quedaron diferencias a favor de los productos con más valor agregado.

Por otra parte, teníamos que estructurar una política de ingresos. Si queríamos ser ecuánimes, y sobre todo enfrentando la realidad política del país que había vivido desde el ’45 en adelante con la ilusión de los aumentos masivos de salarios, había que romper ese círculo y pensamos que la Argentina necesitaba la política de ingresos que finalmente hicimos. Por intermedio de los sindicatos, se había desarrollado el hábito de aumentar cada 2 o 3 meses el salario, y todo el mundo creía que de esta forma se obtenía una conquista social; pero en realidad era una lucha por la distribución del ingreso, con los trabajadores a través de los sindicatos que pretendían mantener su parte del ingreso. Y tenían razón, porque el Gobierno no cumplía con lo suyo; había un gran desequilibrio en las finanzas públicas, desorden administrativo y mal manejo de los servicios públicos estatizados. En lugar de demostrar que éramos más capaces que los “gringos” para manejar nuestras propias empresas estatales hicimos todo lo contrario, las manejamos mal, las tomamos como recurso político, se aumentó el personal en forma indebida, sin cuidar la productividad ni la eficiencia.

Pero antes de entrar al tema de las empresas de Estado, permítame insistir en que teníamos que ser ecuánimes con los trabajadores. Les dijimos que le cambiaríamos el sistema, y que en lugar de darles un aumento cada dos o tres meses les prorrogaríamos los convenios. Eso fue lo que hicimos; extendimos los convenios por dieciocho meses, hecho revolucionario en ese momento, porque el país ya se había acostumbrado a la droga que significa la inflación. Al mismo tiempo dimos un aumento, y para que dicho aumento no premiara y castigara a los distintos trabajadores según la época del año en que se modificaba su salario, el mencionado aumento variaba entre el 24 por ciento, para los convenios con vencimiento al 31 de marzo, y el 8 por ciento para los que se renovaban en octubre y noviembre; y a los empleados estatales, que no tenían convenio, les dimos un aumento del 15 por ciento. Esto trajo paz y tranquilidad, y un ejemplo de ello está dado en el fracaso del paro gestado por la CGT a comienzo del programa, que no tuvo éxito porque creo que los trabajadores argentinos ya habían percibido que existía una política de ingresos.

En 1967 el salario real cayó, como es de esperar en todo programa de estabilización; pero en 1968 se recuperó el poder adquisitivo del salario percibido, porque disminuyeron los impuestos al trabajo; y en 1969 el salario real siguió aumentando en forma sostenida. El salario real promedio del período 1967-1969 es el mayor registrado en la Argentina durante muchos lustros.

La política de ingresos comprendía al salario, pero también al acuerdo de precios.

Exactamente. Al respecto, quiero recordar y destacar que toda esta labor fue producto de un equipo de gente joven que se había formado con el doctor Moyano Llerena, con quienes preparamos la segunda parte de la política de ingresos que era los precios. Por supuesto que no queríamos poner control a los precios; el país ya había vivido varias experiencias de control y todas habían terminado mal. Entonces hicimos un acuerdo de caballeros, llamamos a las cien empresas líderes del país y les dijimos que esta vez la lucha contra la inflación iba en serio y que el Gobierno estaba haciendo lo suyo y que ahora les tocaba a ellos hacer su parte. Los incitamos a que se adhirieran a este acuerdo voluntario de precios, les explicamos que aquellas empresas que así lo hicieran tendrían algunas ventajas, y así fue como ideamos algunas medidas de tipo crediticio e impositivo. Al principio hubo algunas dudas del sector empresario, pero cuando vieron que realmente el programa era completo se adhirieron y firmamos el acuerdo voluntario de precios en la Casa de Gobierno.

Usted dijo que era un acuerdo de caballeros. ¿Se portaron como caballeros?

En gran medida sí; fueron muy pocas las empresas que no lo cumplieron. El éxito se basó en que todos, empresarios y trabajadores, creyeron que esta vez íbamos en serio al ataque global y simultáneo contra las causas de la inflación.

Volvamos al tema de la inversión pública.

En este aspecto el problema más serio estaba dado en que había un largo período de pocas, o por lo menos inadecuadas, inversiones en la infraestructura y sectores básicos de la economía. Justamente, la estatización de gran parte del sistema económico argentino, de todos los servicios públicos, la participación cada vez más activa del Estado en algunas actividades industriales, como en el acero y la energía, habían producido inversiones inadecuadas e insuficientes. Estaba claro en 1967 lo que Prebisch ya había detectado en 1955: la Argentina se había retrasado en su infraestructura.

Las inversiones brutas anuales habían sido insuficientes, con caídas recurrentes. No se habían fijado bien las prioridades (cada uno luchaba por lo suyo), no había suficiente cantidad de proyectos bien estudiados desde el punto de vista de su rentabilidad económica y financiera.

Pero debíamos tener mucho cuidado al elevar la inversión pública, de realizar las obras con el financiamiento adecuado. Yo me resistí a hacer inversiones con plata corto plazo, las pude haber iniciado porque teníamos una gran liquidez monetaria y había muchas reservas en los bancos, pero creo que en ese momento a ningún integrante del equipo económico se le ocurría pensar en utilizar esos recursos de corto plazo para hacer inversiones, como lamentablemente ha ocurrido después en el país en forma reiterada e irresponsable.

Fue así que buscamos el financiamiento a largo plazo y nos impusimos no tomar créditos externos de ocho años, y tratamos de realizar las inversiones en el sector público con préstamos a largo plazo. Recurrimos para ello al Banco Mundial, al Banco Interamericano y, después de varios años, comenzamos a emitir bonos en el mercado externo. En 1968 la Argentina lanza su primer empréstito en Alemania, gracias al apoyo brindado por el entonces presidente del Deutsche Bank, Herman Abs. O sea que financiamos la inversión pública con recursos a largo plazo, tanto internos como externos. (Comenzamos a emitir bonos en el mercado interno. Cuando el país se convenció de que se iba en serio con la estabilidad monetaria, se comenzó a reactivar un mercado de capitales que el país había tenido hasta el 45).

Cabe preguntar si ustedes no recogieron ahorro interno a través de la emisión de títulos internos, simplemente como reflejo de la reforma bancaria que se hizo en 1968 y que era realmente muy expansiva. O sea, ¿era sacar plata de un bolsillo y ponerla en el otro, o era genuina?

Era genuina por cuanto el depositante había confiado en el programa de estabilización, por lo tanto, los ahorros eran genuinos y el mercado se regulaba por sí mismo sin que nosotros tuviéramos que intervenir. Por supuesto que esos ahorros no eran ilimitados; necesitábamos recursos externos como, por ejemplo, en el caso de El Chocón. Consideramos que la Argentina tenía que dar un paso adelante en una obra hidroeléctrica fundamental como ésa, en aquel entonces tan discutida porque varios gobiernos la habían intentado, pero nadie la había podido emprender. Pudimos conseguir los fondos necesarios para la financiación de las obras mediante préstamos a largo plazo del Banco Mundial y con las reformas que se hicieron en las tarifas eléctricas, y con la creación de Hidronor pudimos hacer la obra.

De esta forma se hicieron muchas cosas: caminos, puentes, se completaron accesos a las grandes ciudades, se hicieron importantes obras sanitarias y resolvimos dar un paso audaz para el futuro del país al ser la primera nación de América Latina que comenzó a construir la primera usina de energía nuclear, Atucha, cuyo costo en términos de dólares era muy elevado en aquel entonces, para lo cual obtuvimos financiación extraordinaria a muy largo plazo; y la Argentina construyó, en tiempo récord y con el know-how técnico de Alemania Federal, su primera usina de energía atómica que siguió funcionando sin problemas hasta hoy.

El país empezó a hacer lo que no había realizado antes en forma persistente, se reformaron los sistemas de transporte y se emprendieron varias obras decisivas para el adelanto de la Nación, pero siempre tratando de concretar esos proyectos a través de un financiamiento adecuado. Me resisto a pensar que haya personas que consideren que puedan asumir responsabilidades en el Gobierno y que irresponsablemente inician obras o inversiones con dinero no existente, o de corto plazo.

Voy a contar un caso concreto, que me dio mucha pena, y que es la construcción del puente Zárate-Brazo Largo, sobre el Paraná, una obra importante que habíamos decidido hacer para conectar a la Mesopotamia con el resto del país. La obra estaba prevista y se iba a realizar mediante el sistema de concesión de obra pública a través del peaje, ley que había proporcionado con gran imaginación y empeño el ingeniero Loitegui. Es decir que el Gobierno no pondría dinero, sino que la obra se concretaría a través de la actividad privada como se hace en Estados Unidos y en Europa.

Pero no llegamos a eso, cambió el gobierno del general Onganía y el nuevo ministro dejó de lado todos los estudios y levantó la obra directamente por tesorería, o sea con fondos propios del Estado. En primer lugar, la obra costó tres veces más de lo previsto, y segundo, fue un peso directo a las arcas del gobierno nacional. Este es un ejemplo concreto de la falta total de idea en materia de inversión pública. Poco tiempo después; a comienzos de los años ’70, el país retomaría el triste camino de la inflación y del desorden.

Con los resultados del período, uno debe pensar que usted es un mago; porque bajó el déficit aumentando la inversión, y bajó la inflación aumentando la tasa de crecimiento de la economía. ¿Cómo explica esto?

El primer año no fue como usted dice, porque todavía teníamos una tasa de inflación alta, cercana al 27 por ciento, o sea que había lo que los economistas llaman una inflación reprimida; después bajó en el ’68 y en el ’69 hasta un seis por ciento.

Por otra parte, ahora, resumiéndola, pareciera que la tarea fue fácil, pero todo lo contrario: nos costó un enorme trabajo porque había que convencer a un país que estaba descreído, y en el mejor de los casos indiferente.

Pero cuando comenzó a ver en los hechos lo que nos habíamos propuesto, entonces comenzó a creer en nuestro plan. Creció la inversión privada y se produjo en el segundo año un gran reflujo de fondos del exterior; los argentinos volvían a traer la plata al país. Es inútil pretender solucionar el problema con capitales extranjeros si los argentinos desconfían en el país y dejan sus ahorros en el exterior. Entonces cuando los extranjeros vieron que nosotros habíamos repatriado gran parte de nuestros capitales, en 1968, comenzaron a llegar las inversiones directas. Pero primero los argentinos creyeron en la estabilidad y el peso argentino se cotizó, a mediados del ’68, en todas las principales capitales del mundo, como peso fuerte.

Sin pretender detallar todo el programa, quiero señalar dos hechos fundamentales más. La iniciación de una creciente inversión en la construcción de viviendas, en base a ciertos incentivos impositivos y al uso de ahorro genuino para su financiación, lo cual permitió reactivar rápidamente la economía; y la sanción de la ley que permitió la participación privada en la explotación de petróleo. En energía contábamos con un gran equipo: Gotelli, Thibaud, Robertson, Lavalle etc. Todo ello nos llevó, recién para 1969, a propiciar la medida del cambio del signo monetario, suprimiendo un par de ceros. Un dólar pasaba a costar 3.50 pesos.

De todos modos debe quedar claro que no es cuestión de magia. Primero tratamos entre todos los integrantes del gabinete de convencernos con el diagnóstico, sobre el cual no hubo diferencias sustanciales. Segundo, se hizo un programa global y simultaneo, pero gradual, o sea que lo implementamos para que se pudiera aplicar en dos o tres años, porque sabíamos que la inflación no bajaría de inmediato en 1967, pero bajó al año siguiente y se consolidó en 1969 y nótese que la estabilidad llegó hasta 1970; me sucede Dagnino Pastore, quien con su gran capacidad logra mantener por un año más esa estabilidad hasta junio del ’70. O sea que la gente recobró la fe en su país y en el programa que era no sólo bueno, sino que tenía un profundo sentido de equidad hacia todos los sectores que componen la sociedad argentina.

¿En junio de 1969 usted renuncia o le piden la renuncia?

Hasta ahora siempre me he negado a discutir el tema político, pero a propósito de la pregunta voy a salir un poco del mutismo que he guardado durante tantos años sobre este tema. A mí no me pidieron la renuncia, sino que todos los integrantes del gabinete la presentamos en forma espontánea, porque considerábamos que debíamos dejar al presidente Onganía en libertad de elegir lo que tenía que hacer de ahí en adelante. Se habían producido los acontecimientos de mayo de 1969. Fíjese usted qué curioso, pero tienen una analogía bastante grande con lo que sucedió en Francia en mayo de 1968; es decir que la Argentina no vive aislada como muchos piensan.

Los problemas de las universidades ya habían comenzado mucho tiempo atrás, y en mayo de 1968 París arde; fue mucho más grave que lo ocurrido en la Argentina. O sea que ese malestar estudiantil ya existía en todo el mundo y poco tiempo después estallaría en Estados Unidos.

Con esto quiero significar que lo que sucedió en la Argentina era algo que ya venía ocurriendo en el resto del mundo; no soy un experto en el tema pero sé muy bien que tuvimos un embate muy parecido al que sufrieron también otros países del mundo libre. Sobre este tema, que se denominó el Cordobazo, se ha escrito con mucha superficialidad, justamente porque la Argentina siempre se encierra en sus problemas y nunca reflexiona sobre lo que pasa en el resto del mundo. Los salarios pagados a los obreros de la industria automovilística de Córdoba eran los más altos del país y teníamos a mediados de 1969, la tasa más baja de desempleo de los últimos 20 años. ¿Dónde estaba el problema social?

¿El Cordobazo fue diagnosticado por el Gobierno como un problema básicamente económico?

No. No fue ese el análisis que hizo el Gobierno. Por eso justamente cuando le presenté la renuncia al Presidente, éste se mostró sorprendido y recuerdo que me dijo que yo no tenía nada que ver con lo que había pasado. Fue entonces cuando le expliqué que quienes integrábamos el gabinete considerábamos que él debía tener plena libertad para poder elegir sus colaboradores y decidir quiénes debían quedar y quiénes no.

Cabe destacar que Onganía no cambió la política económica, porque a mí me sucede Dagnino Pastore, que estaba trabajando en el CONADE, y que había manifestado su apoyo en reiteradas oportunidades sobre la política económica que nosotros habíamos implementado; y no sólo hasta ese momento, sino que una vez que él asume en el ministerio, el programa no sufre variaciones importantes. Así que la causa del Cordobazo no fue económica, por más que se lo haya querido presentar de esa manera por muchos intereses políticos. Creo que los argentinos somos bastante inteligentes como para dejarnos engañar fácilmente. Considero, por consiguiente, que el motivo de lo que sucedió en 1969 fue estrictamente político, mejor dicho, político-militar.

Estos resultados, junto a la finalización de su gestión a mediados de 1969, obligan a preguntar: si Onganía lo hubiera ratificado en su puesto, el deterioro económico que se produjo en el período 1970-73, ¿se hubiera producido igual, se hubiera producido con menor intensidad? ¿O no se hubiera producido?

Las diferencias ideológicas e instrumentales que existen entre los ministros que me sucedieron y yo son, en algunos casos, importantes; pero el grueso del deterioro económico posterior sólo se puede explicar por la crisis político-militar. La solución de ésta última era necesaria para mantener los resultados obtenidos durante mi gestión.

Doctor Krieger Vasena: ¿es usted una persona de fortuna?

No, tengo la suerte de vivir de mi trabajo.

Cuando deja el ministerio, se va a su casa, y como toda la gente que no tiene mucha plata usted tiene que salir a buscar trabajo. Alguien le ofrece la posibilidad de comenzar a desempeñarse en la actividad privada, y a partir de ese momento usted se convierte en el responsable de cuanta calamidad existe en la Argentina. ¿Cómo vivió ese período?

Siempre pensé que cuando una persona ésta en la función pública debe dedicar todo su tiempo a la tarea para la cual la han designado, descuidando los intereses privados e incluso a su familia. Una vez que se deja la función pública cada ciudadano tiene el derecho de hacer lo que quiere. En la Argentina se ha exagerado mucho aquello de que un hombre público se convierte en una reserva; yo pienso que esa no es la vida real en los países modernos. Mírese lo que sucede con Kissinger; escribe libros, da conferencias por las cuales pide una remuneración, forma parte de directorios de grandes compañías y nadie, ni siquiera la izquierda liberal, lo critica por eso.

Algunos viejos y obsoletos políticos piensan que quien deja la función pública tiene que transformarse en una momia. Nada más alejado de la realidad; no comparto ese pensamiento.

¿Qué edad tenía cuando renunció?

49 años.

Un poco joven para jubilarse…. Aun en la Argentina. ¿Recibe la jubilación de ministro?

Recibo la jubilación a partir de 1979, por haber realizado aportes jubilatorios por un período mayor a 30 años de servicios.

Volviendo al tema, yo sospecho de aquellos que nunca han trabajado. En el resto del mundo esto no es así; lo hemos inventado en la Argentina. ¿O es una forma de sacar a la gente capaz de la función pública? Lo que algunas veces he pensado. Quizás es una forma muy hábil de llevar a los no idóneos, a los ineptos, a la función pública.

Usted dice que no volvió a la actividad oficial pero sin embargo retornó a la función pública internacional en la década del ‘70…

Yo me quedé en la Argentina hasta fines de 1971 y luego, como dice usted, me convierto en el trapo rojo de unos pocos llamados políticos que buscan cualquier excusa para organizar un escándalo, pero que no tienen a nadie detrás de ellos y sus supuestas plataformas no proponen nada para el país; lanzan calumnias y ataques personales, pero no ofrecen soluciones a los problemas nacionales. Volviendo a la pregunta, considero que no podemos invalidar a la gente que ha tenido experiencia, tanto pública como privada, y ponerla en la congeladora.

Recuerdo que por 1972 hubo una sola defensa pública de su persona (posiblemente hayan existido otras pero las desconozco), frente a los ataques que estamos comentando y ante la posibilidad de que usted trabaje donde le parezca. Esa defensa estuvo a cargo de Guido Di Tella durante un reportaje que le hicieron por televisión.

Sí señor. Guido Di Tella fue uno de los pocos defensores que he tenido, y no tenemos las mismas ideas. En una palabra, yo tenía mi conciencia tranquila. Fue así que a fines del ’71 consideré que las cosas en la Argentina iban a terminar mal políticamente, porque el país no buscaba la solución, y acepté el ofrecimiento de escribir un libro; en Europa, sobre investigaciones económicas en América Latina.

Es una obra que elaboré con un asistente que como me cayó muy simpático decidí hacerlo coautor del trabajo. Era un hombre joven, inteligente, cubano, que había estado en Sierra Maestra peleando con el Che Guevara, un gran idealista en su juventud. Fíjese que el liberal argentino Krieger Vasena puede coincidir con un hombre que tenía 20 años menos que él y que había luchado en Cuba con Fidel Castro. O sea que afuera muchas veces uno encuentra gente en el camino con la cual puede coincidir, y acá en la Argentina ocurre que en muchas ocasiones no coincidimos en cosas mínimas. ¿No es nuestro gran problema buscar siempre el desencuentro e injuriar a quien no piensa exactamente igual?

Y después viene el período del Banco Mundial.

Cuando estaba terminando el trabajo de investigación, a fines de 1973, fui llamado por el presidente del Banco Mundial, McNamara, y me ofreció el cargo de la vicepresidencia ejecutiva para América Latina en aquella institución. Tuve algunas dudas. Viajé a Washington y le dije que no entendía por qué debía ser yo, habiendo tantos funcionarios capaces en el mismo banco. Me dijo que quería poner alguien que había tenido éxito y que, además, conociera bien la mentalidad de los países del continente, su forma de pensar y su idiosincrasia. Fue así que acepté, me trasladé a Estados Unidos y estuve cinco años en el cargo, prestando casi el mismo servicio que en un ministerio. Para mí fue una experiencia extraordinaria, donde aprendí muchísimo; por eso me enorgullezco de haber cumplido esa función donde creo que dejé un saldo favorable.

Y ahora nuevamente en la Argentina, otra vez en la actividad privada.

Sí, y me pienso quedar en la actividad privada. Creo que he cumplido con mi condición de ciudadano al servicio de mi país; si se suman los años trabajados en los dos ministerios, más los cinco años largos en el Banco Mundial, son más de 10 años al más alto nivel en la vía pública, y considero que llegado el momento uno tiene que saber renunciar a estas cosas para dejar paso a la gente joven. Creo profundamente en la renovación; la hubo en la parte económica pero no fue así en lo político. Yo estoy dispuesto a colaborar, a verter opiniones dentro de mis posibilidades, pero no quiero volver a las más altas funciones públicas, a tener nuevamente esa tremenda responsabilidad que cuando uno la asume con conciencia es abrumadora.

¿Cómo ve en la actualidad, con todo lo que ha pasado en el mundo y en nuestro país en estos últimos años, al período 1967-1969?

Creo que ese período demuestra una vez más que la Argentina es recuperable. Lo que pasó durante esos tres años en nuestro país se ha vivido y se ha estudiado mucho más en el exterior que en la Argentina. Para mí la mejor experiencia de esa época, incluyendo el año de Dagnino Pastore, fue que la Argentina pudo demostrar que es capaz de vivir en estabilidad monetaria, pudo distribuir los ingresos en forma equitativa y pudo mejorar su infraestructura y su estructura productiva a través de capitales internos y externos. Creo que el mejor saldo de aquel programa interrumpido por razones políticas es el haber demostrado que la Argentina tiene un futuro que se pudo hacer una vez y que se puede hacer nuevamente. No se puede repetir el programa porque se hizo en el contexto mundial de ese momento, pero es una experiencia válida que perfectamente se puede adaptar a la situación actual donde el mundo y la Argentina han cambiado profundamente.