Giorgio Jackson tiene razón

El diputado Giorgio Jackson no está contento. Otra vez el gobierno lo ha defraudado. En vez de una reforma universitaria profunda que cree un nuevo paradigma para el siglo XXI, la administración propuso un conjunto de medidas improvisadas y puramente economicistas, que no cambian nuestro mediocre sistema de educación superior.

Hace unos días, el diputado expresó su malestar con claridad, cuando dijo: “Me da bastante pena que el debate se haya transformado en quién recibe más lucas el próximo año o quién recibe menos lucas, porque la reforma educacional no se trata de un traspaso de recursos del Estado a las familias, se trata de entender la educación de manera distinta”.

El gobierno reaccionó ante estas y otras críticas en forma predecible: nombró una “comisión consultiva” para estudiar los antecedentes -¡otra vez!- y “trabajar sobre la ley de educación superior”. Para Jackson y muchos de sus colegas, esta es una pésima idea. Lo peor, dicen con un dejo de razón, es la presencia de Sergio Bitar, a quien sindican como creador del sistema que repudian. Nombrar a Bitar es como poner al zorro a cuidar a las gallinas.

El ranking de los chinos
Hace unos días apareció la versión para el año 2015 del ranking mundial de universidades Arwu, elaborado por la Universidad de Shan-ghai. Como ya ha sido una tradición, las universidades chilenas aparecen en posiciones mediocres, mucho más abajo que aquellas de países pequeños a los que debiéramos emular. Ninguna universidad nacional se encuentra entre las primeras 300 del mundo; la Universidad de Chile está ubicada entre los lugares 300 y 400 y la Universidad Católica, entre el 400 y el 500. En contraste, cuatro instituciones de Israel y dos de Nueva Zelandia están entre las 300 mejores.  

El primer documento que debieran recibir los miembros de la “comisión consultiva” es este ranking. Un análisis de los primeros 20 lugares da pistas para entender cómo son los sistemas de excelencia universitaria.

Resulta que seis de las 20 mejores universidades del mundo están en California. Vale decir, un 30% de las instituciones de educación superior de excelencia están ubicadas en un lugar que contiene a menos del 1% de la población. Pero esto no es lo más importante. Lo verdaderamente impresionante es que cuatro de estas seis universidades descollantes son públicas y, para todo efecto práctico, son gratuitas, entre ellas, mi propia Ucla, en el lugar 12. Estas universidades públicas -que también incluyen a las universidades de California en Berkeley, San Diego, y San Francisco- son favorecidas por el gobierno, del que reciben billones de dólares de financiamiento de base y directo. La mayoría de sus estudiantes son universitarios de primera generación -muchos hijos de inmigrantes pobres-, y reciben ayuda federal (Pell Grants) o préstamos subsidiados.

Entre las 20 primeras hay, también, dos universidades privadas de California: Stanford, en el segundo puesto, y el California Institute of Technology, en el lugar siete. La primera es la cuna de la revolución informática y tecnológica, y la segunda, ubicada en Pasadena, es líder en ciencias duras, física nuclear y química. Ninguna de estas dos universidades recibe financiamiento “basal” o directo del gobierno. Muchísimos de sus estudiantes tienen becas gubernamentales y préstamos subsidiados del Estado, y muchos de sus profesores tienen cuantiosos financiamientos del gobierno para sus proyectos de investigación. Pero lo importante de esto es que estos fondos son “portables” y quienes los reciben -profesores o estudiantes- se los pueden llevar con ellos si deciden cambiarse de universidad.

Vale decir, el Estado financia a individuos asociados con estas grandes universidades privadas, pero no a las instituciones propiamente tales. En contraste, el esquema ideado por el gobierno de Michelle Bachelet considera otorgarle financiamiento de base directo a una serie de universidades privadas, incluso a universidades confesionales, como la Universidad Católica. En la esencia misma de toda sociedad moderna y democrática está la estricta separación de la Iglesia y del Estado, lo que, entre muchas otras cosas, significa que los fondos públicos no se deben usar para financiar en forma directa a entidades religiosas -universidades u otras. Ayuda indirecta, por medio de becas a sus alumnos vulnerables y fondos a sus profesores, sí, pero ayuda en la base no. Esta distinción no es puramente lingüística, está construida sobre principios políticos y filosóficos. También tiene efectos prácticos. Por ejemplo, si el profesor Jorge Costadoat hubiera tenido un proyecto de investigación financiado por el gobierno, al ser desvinculado por el cardenal de su cátedra en la Universidad Católica, hubiera podido llevarse ese financiamiento a otra casa de estudios.

Gobierno universitario      
Otro tema fundamental es el gobierno de las grandes universidades. Nuevamente tomemos el caso de las cuatro universidades públicas californianas que están entre las 20 mejores del mundo. ¿Qué podemos aprender de ellas? Algo simple y poderoso a la vez: su sistema de gobierno no está basado en elecciones directas de autoridades. Los estudiantes  no votan por rectores, ni decanos, ni directores de departamentos. Los profesores tampoco votan para elegir a las autoridades. Son consultados, pero no hay votaciones formales. Los funcionarios no participan en el gobierno universitario. Están agrupados en sindicatos que negocian las condiciones de trabajo, pero no tienen injerencia en el manejo de la universidad.

La instancia superior en la Universidad de California -sistema que agrupa a 10 universidades, incluyendo Berkeley, Ucla, San Diego y San Francisco- es el Consejo de Regentes, un cuerpo colegiado formado por 26 miembros. De ellos, siete son miembros por derecho propio, incluyendo al gobernador y vicegobernador del estado de California. Del resto, 18 miembros son nombrados por el gobernador y ratificados por el Senado, y sirven por períodos de 12 años. No pueden ser removidos de sus puestos. Estos 25 regentes nombran a un representante estudiantil, cuyo puesto dura sólo un año. Además, en el Consejo de Regentes participan dos representantes del Senado Académico con derecho a voz, pero no voto.

Vale decir, en estas universidades públicas, que se encuentran entre las mejores del mundo, no hay “triestamentalización”. Son universidades de calidad con un sistema de gobierno que refleja el sentimiento de la sociedad -los nombra un gobernador y los ratifica un Senado democráticamente elegidos-, pero que es altamente especializado y no está basado en elecciones directas.

Pero éstas no sólo son universidades públicas. También son universidades combativas, altamente solidarias, con estudiantes con un gran sentido del activismo político. Berkeley fue la cuna de la resistencia a la guerra de Vietnam, y Ucla fue la casa de la dirigente Angela Davis. Son instituciones políticamente involucradas, y de una altísima calidad académica. Si esto es posible en California, ¿por qué no en Chile?