Oportunismo y nostalgia

En una ocasión, un político conservador acusó al economista inglés John Maynard Keynes de ser poco consistente con sus puntos de vista y de cambiar de opinión. Keynes respondió: “Cuando los hechos y la realidad cambian, yo efectivamente cambio mi manera de pensar”. Después de una pausa agregó: “Y usted, joven, ¿qué hace en esos casos?”.

Recordé esta historia a raíz de los anuncios de Michelle Bachelet de hace unas semanas: ante la fuerte desaceleración de la actividad económica, la Presidenta cambió su manera de ver las cosas y decidió alterar el rumbo de su gobierno. En vez de avanzar a toda máquina y en diferentes frentes a la vez, definirá prioridades y enfatizará aquellas áreas de mayor urgencia para el país.

En principio, este nuevo enfoque debiera ser causa de celebración. Las cosas andaban mal y la Presidenta decidió alterar la ruta. Esto refleja un grado de pragmatismo y sabiduría no siempre visto entre los políticos nacionales. Pero en vez de elogios, MB ha recibido un diluvio de críticas.

El problemas es que no está claro si este es un repliegue táctico -y, por tanto, susceptible a ser revertido si las condiciones vuelven a cambiar-, o si es una corrección de fondo que nace de reconocer que el plan de acción de los primeros 18 meses estaba basado en dos grandes errores: por una parte, en una mala lectura de lo que quiere el país y, por otra, en una incapacidad por entender cómo funciona un sistema capitalista moderno en democracia.

Y mientras no se aclare cuál es el verdadero motivo detrás del cambio de dirección, la economía seguirá afectada por la incertidumbre y funcionando a media máquina. Esta situación sólo cambiará cuando la Presidenta declare que esta no es una medida oportunista, y reconozca que se trata de un cambio de fondo -lo que equivale a aceptar que se cometieron errores-. Yo sé que es difícil, pero hacerlo sería un signo de grandeza y sabiduría, esos atributos que sólo poseen los estadistas.

Incompetencia y“letra chica”
El principal error de este gobierno -y sus partidarios en el Congreso- es haber pensado que la altísima votación de Bachelet en las elecciones presidenciales era un apoyo completo e irrestricto a cada uno de los acápites del programa de la Nueva Mayoría.

Cualquier estudiante novicio de ciencias políticas sabe que ese nunca es el caso. Una elección presidencial en segunda vuelta enfrenta a dos candidatos, por lo que ofrece una opción “binaria”, una elección entre el blanco y el negro. Vale decir, no permite que la ciudadanía manifieste sus verdaderas preferencias graduadas, sus propios matices de gris. Los ciudadanos votan por una candidata porque, en general -y no en cada uno de los detalles de su programa-, la prefieren a la otra. La encuentran más cercana y simpática, más parecida a gente que conocen, porque su temperamento es más agradable en comparación con el de su adversaria, o porque creen que tiene mayor experiencia en eso de gobernar. Cuando las opciones son binarias, las personas votan sobre bases imprecisas y difusas. Nadie lo hace porque apoye en 100% el programa o porque esté de acuerdo con la “letra chica” del plan de acción.

Quienes votaron por MB lo hicieron porque querían un país más moderno, inclusivo y tolerante, donde se respetara la dignidad de las personas y se cumplieran las leyes. Votaron por ella porque deseaban un país con mayor libertad, donde no hubiera abusos, por un país más amable y con menos segregación y desigualdades. Pero, como lo han demostrado una infinidad de encuestas, no votaron por cada una de las medidas específicas impulsadas por la administración. Por ejemplo, no votaron por que se eliminara la selección por mérito en el Instituto Nacional o porque los estudiantes de la Universidad Central quedaran fuera de la gratuidad; tampoco votaron porque el sistema tributario se transformara en un acertijo imposible de entender, y con una dudosa capacidad de recaudar recursos.

El segundo error del gobierno fue haber nombrado en puestos claves a un grupo que resultó ser entusiasta, pero poco competente. El problema no fue, como algunos analistas han sugerido, que Rodrigo Peñailillo haya sido un muchacho de provincia que se vestía con elegancia o que Alberto Arenas haya venido de un liceo fiscal y de una universidad estadounidense poco conocida. No, el problema no fue que se tratara de outsiders. El problema fue su impericia, el que no entendieran que en un sistema democrático y capitalista moderno hay dos factores que priman y determinan, más que ningún otro, el rumbo de la nación: la capacidad de implementar un diálogo que involucre a la mayoría de las fuerzas políticas, y la habilidad por mantener las expectativas dentro de ciertos parámetros compatibles con el eficiente funcionamiento de la economía y una saludable creación de puestos de trabajo.

Desde un comienzo, el gobierno sembró incertidumbre, y lo que cosechó fue desafecto, aprensiones y desaceleración económica. También cosechó un desplome en su popularidad.

Nadie debiera sorprenderse por estos resultados. Lo anunciamos varias veces en estas mismas páginas. Pero no es el momento de vanagloriarse, es tiempo de pensar sobre el futuro.

Liberarse de la nostalgia
El gobierno aún tiene tiempo para reagruparse y para avanzar en la dirección correcta, para moverse hacia la esquiva modernidad y hacia ese país amable que tantos anhelan.

Pero para lograr este objetivo se requieren varias cosas. Quizás lo más importante es liberarse de la nostalgia en la que tantos políticos de la Nueva Mayoría se encuentran atrapados, y entender que en el siglo XXI se requiere de un esquema social y económico completamente diferente al que prevalecía en Chile antes de la dictadura, o en Europa Occidental durante la segunda mitad del siglo pasado.

Lo triste es que ninguna de las principales iniciativas del gobierno mira hacia el futuro. Los grandes proyectos que ha impulsado -casi sin excepción- son terriblemente siglo XX. Por ejemplo, ni la reforma educativa ni el estatuto docente consideran el hecho de que en cinco años la educación será completamente diferente a como ha sido durante los últimos 150 años. Nada en esa legislación prepara a profesores o alumnos para un mundo dominado por la enseñanza en línea, una enseñanza basada en algoritmos de variada complejidad, donde máquinas inteligentes interactuarán con estudiantes para crear obras de arte y programas de computación, para hacer literatura y para inventar nuevas aplicaciones para computadores de distintos tipos.

El desafío es claro: o el gobierno se moderniza y mira al futuro, o pasará a la historia como la última administración del siglo pasado.