Ser un romántico viajero

En los tempranos años 30, Chile fue azotado con furia por la Gran Depresión. Se desplomaron los precios del cobre y del salitre, del trigo y del maíz; se secaron los empréstitos, y la banca internacional exigió pagos inmediatos a la deuda acumulada durante años de agudos desequilibrios fiscales. Las quiebras se sucedían unas a otras, el desempleo se encaramó a niveles nunca vistos, y las penurias recorrieron al país como un reguero de pólvora.

Al llegar al poder, en diciembre de 1932, el Presidente Arturo Alessandri entendió que Chile no contaba con los especialistas requeridos para enfrentar la crisis. Estaban, claro, Guillermo Suberca- seaux y uno que otro banquero con estudios en el extranjero, pero no daban abasto. Lo que el país necesitaba era un pequeño ejército que estuviera al día en materias económicas, expertos que estudiaran a Keynes y a Viner, a Robbins y a Schumpeter. Y así fue como en diciembre de 1934 se fundó la Facultad de Comercio y Economía Industrial de la Universidad de Chile, hoy conocida como Facultad de Economía y Negocios (FEN).

Su primer decano fue Pedro Aguirre Cerda, quien a los pocos años sería elegido Presidente de la República por el Frente Popular, y entre sus profesores y directivos contó con Ricardo Lagos Escobar, Sergio Molina Silva y Edgardo Boeninger, entre muchos otros. Hoy se cumplen 80 años de la fundación de la FEN, una de la más importantes, respetadas e influyentes de toda América Latina.
Esos años en la calle República

Los sajones distinguen las instituciones de las que uno se “graduó” de aquellas donde uno se “educó”.

Yo, es verdad, no me gradué de la Universidad de Chile. Pero la parte más importante de mi educación, los cimientos sobre los que se afirma el resto, los obtuve en la Casa de Bello.

Llegamos en marzo de 1971, cuando el país ya vivía días de efervescencia y ebullición. El doctor Allende llevaba apenas cuatro meses en La Moneda, y nosotros, un grupo de jóvenes provenientes de colegios pagados del barrio alto, habíamos decidido estudiar en la universidad de todos.

Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que entramos en la escuela, ubicada en ese entonces en la calle República 517. Era una casa enorme, construida a principios del siglo XX, con un patio interior amplio en el que se erguía una palmera solitaria. La biblioteca se encontraba a la derecha, y sus funcionarias usaban delantales blancos (o quizás eran celestes), como si se tratara de un hospital y los libros estuvieran convalecientes. El centro de alumnos estaba a la izquierda. Eran unas oficinas pequeñas que rebosaban de dirigentes que hablaban con un sonsonete de leve tinte caribeño y exhibían barbas tipo “Che” Guevara o bigotes al más puro estilo de Stalin. Un poco más adentro, y también a la izquierda, se encontraba el edificio del Cienes, horrible y misterioso. Luego, el casino repleto de estudiantes que pasaban las horas y los días discutiendo sobre los temas más alambicados; comían pailas de huevos revueltos y bebían un café horrible y aguado. Al final del patio se encontraba un conjunto de salas de más reciente construcción, donde se impartían todas las materias de primer año. Era ahí donde escuchábamos embobados a Theotonio dos Santos y a Marta Harnecker, y fue ahí donde nos peleamos con Mario Zañartu, un jesuita-economista, risueño y generoso, que defendía con vehemencia el sistema autogestionado de Yugoslavia.

Los cursos eran rigurosos y nos esforzábamos por estar al día con lecturas y laboratorios. Los requisitos matemáticos nos superaban, y los conceptos económicos y sociológicos nos obligaban a razonar más allá de lo que nunca habíamos razonado. Aún sin saberlo, nos hacíamos adultos a pasos agigantados.
Trágica y brillante

Todos creemos que nuestra generación es especial. Pero la mía de verdad lo fue. Estaban Máximo Pacheco, Jorge Bande y Manuel Marfán; Alvaro Vial, Guillermo Lefort y Jorge Selume; Alejandro Jara, Víctor Jaque y Vicky Rojas, que partió a Canadá y de quien nunca más supe. Al poco tiempo nos caería Nicolás Eyzaguirre con su camisa color granate y su guitarra. Un poco mayores, Carlos Ominami y Alvaro Saieh, aparecían y desaparecían, y un curso más abajo estaban Carlos Mladinic, Alejandra Mizala, Pilar Romaguera y la inolvidable Giannina Cademartori. Cuando cierro los ojos veo a tantos más: en el pensionado, al otro lado de la calle, a “Vietnamita” Rojas, a Omar, Miranda, y al “Mudo” Tapia. Veo a Mario Felmer, alto y articulado, a Lucho Benavente, con quien me encontré hace poco en un parque de Chicago, y al “Flaco” Bocca, ahora un genio computacional en Inglaterra.Veo a Gina Cristi valiente y leal como nadie, y a nuestro compañero Augusto Pinochet “el bueno”.

 

Pero si bien nuestra generación fue brillante, también fue trágica. Vivimos una lucha absurda que, en cierto modo, anticipó lo que se le venía encima al país. En 1972, la facultad se dividió en dos, por razones exclusivamente ideológicas. En la Sede Norte quedamos los estudiantes de izquierda, en una facultad llamada de Economía Política, y en la Sede Occidente quedó el resto. Ambos bandos tuvieron actitudes reñidas con la tradición de la universidad: hubo insultos y pedradas, recriminaciones y dolor. Y después del Golpe de Estado, desapariciones, exilios y muertes”.

Después del 11 de septiembre de 1973, todos -absolutamente todos- los estudiantes de la Facultad de Economía Política fueron suspendidos y sometidos a sumarios administrativos.Las acusaciones eran absurdas y arbitrarias, y los sumarios eran dirigidos por unos tinterillos que gozaban con el poder que repentinamente les había otorgado el “rector delegado”, un militar que no había ido a la universidad. Nadie sabía si sería reinstaurado o expulsado. Poco a poco, y gracias al constante bregar de José “Pepe” Elías, un hombre generoso y genial, los exonerados pudieron regresar y terminar sus estudios.

Yo, sin embargo, no regresé. En diciembre de 1973, Felipe Montt, un estudiante alto y rubio, con una mente privilegiada, me sugirió que intentáramos cambiarnos a la Universidad Católica. Por razones que nunca he entendido del todo, la Católica me aceptó -obviamente que también acogió a Felipe, quien tenía méritos de sobra- y así comenzó la segunda parte de mi carrera universitaria.
Conocer a “el otro”

Una de las grandes contribuciones de la Universidad de Chile al desarrollo nacional es que, a través de los años, ha sido un lugar de encuentro con “el otro”, un lugar donde estudiantes provenientes de mundos diferentes se conocen y forman amistades de toda una vida. Un espacio donde la segregación desaparece, donde lo que importa es el conocimiento y el estudio, y no el lugar -colegio o barrio- del que uno proviene. En la Universidad de Chile convergen estudiantes de provincias y de Santiago, muchachas de clase media e inmigrantes de primera generación, graduados de escuelas fiscales y egresados de colegios de curas, liberales y conservadores, católicos y agnósticos. No todos piensan lo mismo, desde luego, pero todos conversan, se escuchan y se respetan.

En los últimos años estos lugares de encuentro con “el otro” han ido disminuyendo, y el país se ha ido autosegregando. Se han creado grupos de “los de aquí” y “los de allá” que apenas se conocen, que no hablan y que no comparten aprensiones o ilusiones. Y eso no es bueno. Pero, mientras existan instituciones como la FEN, todavía hay esperanzas de retomar la senda de esa cohesión social y respeto que hacen que una nación sea grande.

La FEN es un lugar de ideas y de debates, un espacio de reflexión y exigencia, un sitio donde se exponen y defienden concepciones diversas sobre el mundo, la economía y el país. Las buenas ideas sobreviven y las malas son descartadas. Lo esencial es el triunfo del pensamiento riguroso; lo importante es nunca tomar atajos. Porque, claro, el camino al populismo está plagado de ideas pobremente hilvanadas, de clichés y de lugares comunes. Mientras exista una FEN rigurosa e inclusiva, reflexiva y académica, podemos estar seguros de que el populismo se mantendrá a raya.

La Universidad de Chile, desde su fundación, ha incitado a sucesivas generaciones a soñar, a imaginarse un futuro mejor y más digno, un futuro próspero, equitativo y de libertad. Soñar, volar alto, muy alto; ser, como dice el himno de la universidad, “un romántico viajero”.

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