Gobernar es gastar

Una versión previa y más reducida de esta nota fue publicada en el Diario Perfil el día 2/11/14.

Néstor Kirchner lo supo desde joven: para hacer política hace falta plata. Y con mucho éxito se dedicó a acumular una inmensa fortuna antes de lanzarse a la arena política. Ambas actividades terminaron para él siendo parte de lo mismo. Se imbricaron férreamente, en su concepción y en su praxis, los mecanismos de generación y multiplicación de poder y riqueza. Y como suele ocurrir con estos liderazgos típicamente patrimonialistas, terminan esfumándose las diferencias entre las haciendas públicas y privadas.

Cuatro años luego de su muerte, ese axioma se convirtió en el eje central del gobierno de su esposa. El famoso principio alberdiano — gobernar es poblar –  lógico en aquel territorio inmenso y semivacío que buscaba transformarse en nación, sufrió una modificación genética con selectos implantes de ADN patagónico. Antes, donde había una necesidad, debía haber un derecho. Ahora, donde hay un conflicto, tiene que haber plata. Mucha. Si no tenemos, la imprimimos. Y si nadie quiere pesos y no podemos importar, bienvenidos los swaps, aunque sean en yuanes.

El problema es que el gobierno es adicto al conflicto y por ende, al gasto. La carga tributaria aumentó de forma descomunal durante la década K: el sector público recauda tanto como en un país europeo, pero fracasa en brindar bienes y servicios públicos con mínimos estándares de calidad. Por eso, se trata de un Estado que fomenta la desigualdad de oportunidades, malgasta los recursos de los contribuyentes, descuida a sus ciudadanos y es incapaz de impedir que aquellos criminales del mundo que quieran habitar el suelo argentino penetren mansos y tranquilos por sus fronteras. En el naciente debate sobre el nuevo código de procesamiento penal, CFK sugirió que habría que poder echar a los extranjeros que son encontrados delinquiendo. La pregunta es por qué nadie hace nada para que no se instalen en el país, ni siquiera revisar sus antecedentes penales en el país de origen.

En este contexto, nadie puede sorprenderse del avance del fenómeno narco: a pesar de su tamaño elefantiásico (más de 40% del PBI), el Estado argentino no quiere, no sabe o no puede resolver el desafío de gobernabilidad más importante que enfrentamos en mucho tiempo. Debido a la desidia, la connivencia, la ineficiencia o la desazón de sus máximas autoridades, las redes del crimen organizado encuentran aquí un entorno amigable para consolidar sus operaciones y moverse con absoluta comodidad, potenciando la anomia, la violencia y la inseguridad.

Los fracasos del Estado son tan cotidianos y constantes, como evidentes. La sociedad los sufre, impotente, pero al parecer no quiere por ahora reaccionar. ¿Cómo explicar tanta pasividad ciudadana? ¿Por qué los argentinos, sobre todo aquellos de clase media y media alta, han dispuesto que las cacerolas que tronaron en septiembre y noviembre del 2012 y abril del 2013 estén por ahora muy bien guardadas?

Puede sin duda explicarse la inercia de los candidatos presidenciales, más preocupados por sus propias campañas que por la dinámica de corto plazo de la política nacional. Lo más importante para ellos es seguir ahí, fortalecer sus chances, no perder votos. Falta demasiado tiempo para que comience la etapa crítica de la competencia electoral. La democracia es así: lo que es bueno para los políticos, lo que es necesario para que los candidatos maximicen sus oportunidades y minimicen los riesgos, no siempre es lo que requiere el sistema para funcionar correctamente. Son típicos problemas de coordinación, y eso deja demandas insatisfechas.

Puede entenderse también que apoyen al oficialismo los argentinos más beneficiados por el gasto público, sobre todo por los programas sociales focalizados en los sectores más vulnerables. Las recientes elecciones en Bolivia, Brasil y Uruguay ponen de manifiesto que, a pesar de la fatiga que amplios sectores medios experimentan con gobiernos de corte populista y de eventuales casos graves de corrupción, sigue habiendo amplias mayorías que prefieren la continuidad a cualquier hipótesis de cambio, aunque sea moderado. Según cálculos de Luis Secco, en base a datos del INDEC, la remuneración promedio del sector público es de casi 10 mil pesos por mes (se duplicó desde 2011 a la actualidad). Hay más de 15 millones de argentinos que mensualmente reciben dinero por parte del Estado (nacional, provincial y/o municipal), ya sea en concepto de salarios, jubilaciones, programas sociales, becas, subsidios, etc. Se trata del doble de lo que ocurría cuando Néstor Kirchner terminó su presidencia, y tres veces más que durante la vigencia del Plan de Convertibilidad. No toda esa gente tiene buena imagen del gobierno ni está dispuesta a votar a sus candidatos. Pero Lucas Llach ha demostrado hace tiempo la alta correlación entre el voto K y los sectores que tienen necesidades básicas insatisfechas, incluso antes de la implementación de la Asignación Universal por Hijo. Mucha gente cree que la alternancia en el poder pone en riesgo la continuidad de sus empleos y/o de los beneficios que reciben. Los gobiernos se encargan, naturalmente, de alimentar ese temor. Más allá de las ideologías, el que está en el poder casi siempre prefiere conservarlo.

¿Cómo explicar entonces el silencio y la pasividad de los sectores más acomodados, que no sienten afinidad alguna por el gobierno y se inclinan claramente por candidatos que representan un cambio profundo? Algunos se benefician también del gasto público y disfrutaron, al menos hasta hace poco, del boom del consumo que caracterizó la última década. Asimismo, la sensación de fin de ciclo alivia tensiones, y la reputación de pragmatismo que aún tiene CFK le quita dramatismo a la dinámica de radicalización y aislamiento que ha predominado desde comienzos de junio, cuando colapsó la estrategia respecto del conflicto con los fondos buitres. “Falta apenas un año, ya se van, todas las opciones son mejores”, son las típicas respuestas que surgen en las investigaciones.

Existen también eficaces mecanismos para financiar esa pasividad. Uno de ellos es el “dólar ahorro”.  Con datos de la AFIP, Secco calcula que a lo largo de este año se realizaron 3.354.213  operaciones por un total de 2.123 mil millones de dólares (633 dólares en promedio). La tendencia es creciente, cada vez son más los argentinos que aprovechan este recurso para ganarle a la inflación y compensar la falta de actualización del impuesto a las ganancias. La manera es muy sencilla: una vez que se hacen de esos billetes, los venden en el mercado informal. Y con esos pesos, más de 5 mil en promedio, tratan de zafar. De paso, el gobierno logra aumentar la oferta de dólares en el mercado marginal. Es el sueño del pibe del estatismo dirigista: regular incluso el valor del blue.

Es cierto, no todas son zanahorias, sino que abundan también los palos: al gobierno le encanta mostrar también su enorme capacidad de daño. Cada vez que puede, y puede muy seguido, la incrementa. Los sanciones tienen indudables efectos disciplinadores.  No hace falta recibirlos directamente, pues la señal es igualmente efectiva si la víctima del maltrato es alguien conocido, aunque lejano. Y cuanto más poderoso, mejor, de modo de incrementar el efecto disuasivo del poder estatal. El kirchnerismo deberá ser recordado como una singular expresión del movimiento nacional, popular y foucaultiano: en su doctrina, resulta imprescindible vigilar y castigar.

Billetera mata galán, seduce intelectuales y artistas, atrae multitudes, amortigua protestas, hace aplaudir empresarios protegidos y acallar sindicalistas quisquillosos. Hasta que la cultura cívica madura, las instituciones se fortalecen, los individuos son más autónomos porque su educación y sus talentos les permiten conseguir buenos empleos y los gobiernos encuentran límites que aceptan y son sometidos a rígidos controles. Pero para eso falta mucho, estamos apenas comenzando. Nos queda aún por definir con qué capitalismo y con qué democracia vamos a transitar el camino hacia el progreso y la libertad.