Sobre premios y pobreza cultural

Como era de esperar, el Premio Nacional de Literatura generó polémicas y destemplanzas. A Antonio Skármeta le dijeron de todo: frívolo, pasado de moda, cursi, mal escritor, cadáver y comerciante; incluso, le dijeron “funcionario” (lo que, desde luego, es peor que cadáver). Pero él, con su aire bonachón y su sonrisa perpetua, sólo tuvo buenas palabras para los otros candidatos y para sus detractores. Todo un caballero.

Casi todos los críticos las emprendieron contra el jurado. Se dijeron cosas razonables y otras absurdas: la mayoría de los ministros de Educación no sabe de literatura y, por tanto, no deben ser miembros de un jurado (razonable); el rector de la Universidad de Chile favorece a los profesores o egresados de ese plantel (absurdo).

Pero el problema no es la estridencia de los disidentes. El problema es que su postura es tremendamente conservadora; tienen una visión de mediados del siglo 20, reñida con todo esfuerzo por transformar a Chile en una nación moderna.

El Premio Nacional de Literatura es un anacronismo y debe ser eliminado de inmediato.

Raúl Zurita, el poeta eminente, es de los pocos con una visión correcta. Argumentó -con una ironía que pasó desapercibida-, que el galardón debió haberse eliminado el año 2001. A él, claro, se lo dieron el 2000.

Los dineros dedicados a este premio deben ser usados para apoyar a escritores jóvenes y nuevos proyectos editoriales. Esto debe hacerse como parte de una política cultural de largo alcance.

Los premios que valen

En la gran mayoría de los países modernos -países que fomentan la lectura y donde los libros tienen precios razonables-, los premios literarios importantes son dados por fundaciones privadas, por agrupaciones culturales o por asociaciones sin fines de lucro. No son concedidos por el Estado.

Ni en Estados Unidos, ni en Francia, el Reino Unido o Alemania hay un premio “nacional” de literatura. Tampoco en Australia o Canadá. Claro, los hubo en la URSS -los tristemente célebres premios Stalin y Lenin- y en otros países de la órbita soviética.

Los premios literarios más prestigiosos en Francia son el Goncourt, el Medici, el Femina y el premio de l’Academie Française. Todos son otorgados por asociaciones privadas, nacidas de la sociedad civil. El valor económico del Goncourt -ganado por Proust, De Beauvoir, Gary, y Houellebecq, entre otros- es ínfimo (cerca de 25 dólares). El jurado está constituido por los 10 miembros de la Academia Goncourt, a la que han pertenecido o pertenecen lumbreras como Colette, Louis Aragon, Regis Debray y Philippe Claudel.

El premio Femina es otorgado por un jurado constituido sólo por mujeres, aunque el galardonado puede ser una mujer o un hombre -Jorge Semprún lo ganó en 1969, por su novela La segunda muerte de Ramón Mercader.

El Medici fue creado en 1958 por Jean-Pierre Giraudoux, como el “hermano menor” del Femina. Su versión para novela extranjera ha ido creciendo en prestigio, y en algún momento lo recibieron Milan Kundera, Julio Cortázar, Alejo Carpentier, Umberto Eco, Paul Auster, Orhan Pamuk, Philip Roth y Enrique Vila-Matas. En el 2001, el galardonado fue nada menos que Antonio Skármeta, lo que generó celos y envidias y contribuyó a la defenestración de la que fue objeto hace unas semanas.

En el Reino Unido, los grandes premios son el Man-Booker, el Somerset Maughan, el Whitbread y el Orange, ninguno dado por el Estado. Uno de los premios más prestigiosos en Alemania es el Bertold Brecht, creado por los herederos del célebre escritor. Y en contra de lo que su nombre pudiera sugerir, el Premio Alemán al Libro (Deutscher Bücherpreis), no es un galardón oficial, sino que es dado por la asociación alemana de libreros.

El Pulitzer es, posiblemente, el premio más deseado en Estados Unidos, seguido de cerca por el National Book Award y el National Book Critics Award. Todos otorgados por asociaciones o fundaciones culturales privadas que utilizan a grupos de expertos para discernirlos.

El premio más prestigioso en Australia es el Patrick White, financiado con los dineros que recibió el novelista al ganar el Nobel, en 1973.

Casi todos estos premios se dan en varias categorías -ficción, ensayo y poesía-, lo que evita el cuoteo que desde hace años ha viciado al premio oficial chileno: un año le corresponde a un poeta, el otro a un novelista. ¡Qué absurdo!

En España -país tan distante de la modernidad como Chile-, sí hay premios oficiales, galardones sancionados por el Estado, resabios de la burocracia centralista que aqueja a ese país desde la época de los Felipes (III y IV). Pero su valor ha ido disminuyendo con el paso de los años; son premios que han sucumbido ante las presiones políticas y el amiguismo.

Un primer paso

En Chile es esencial que el sector privado aumente con fuerza su apoyo a la cultura. Un primer paso sería que fundaciones financiaran premios literarios con emolumentos interesantes. Los jurados debieran ser independientes y conformados por intelectuales de fuste, incluyendo a algunos extranjeros. Este es el modelo del Man-Booker y del Pulitzer, entre otros.

Imaginemos cómo cambiaría el panorama literario nacional si cada año hubiera tres o cuatro premios de 50 mil dólares cada uno. Las obras finalistas serían anunciadas con anticipación y la prensa y los blogs las discutirían en detalle. Se generarían debates y la gente las leería; se harían apuestas, habría bandos y barras para un autor y otro; quizás se producirían intercambios de golpes, abucheos o tertulias interminables en bares y garitos. Desde luego, habría controversias -el Pulitzer y el Goncourt han estado plagados por ellas-, pero no una coronación oficial y burocrática. Habría ganadores y perdedores. También, una palestra interminable, ya que un mismo autor podría ganar el mismo premio varias veces.

Pero para que esto suceda, el sector privado tiene que comprometerse a proporcionar el financiamiento. Lo que para un escritor es una cifra importante, no es casi nada para las isapres o las AFP o los bancos de la plaza. Sucede en otros países, ¿por qué no aquí?

Lo importante es el todo

Los dineros actualmente destinados al Premio Nacional deben ir al fomento de la literatura; a financiar a escritores jóvenes y encuentros literarios. Según mis cálculos, se contaría con casi 200 millones de pesos cada año. Con estos fondos se podrían dar 10 becas anuales, de 15 millones cada una, a escritores para que puedan dedicarse exclusivamente a escribir. (Sí, ha leído bien: 15 millones por escritor; un verdadero dineral, considerando que en la actualidad el Fondart otorga a un puñado de escritores jóvenes ayuda tan solo de 2,2 millones). Además, quedarían 50 millones para apoyar a editoriales independientes y financiar traducciones de obras chilenas a otros idiomas. El tema del jurado no es trivial, y el riesgo del amiguismo es latente. Pero son peligros solucionables.

La eliminación del Premio Nacional no puede ser una medida aislada. Debe ser un componente más de una nueva política cultural, de un plan visionario y original sobre nuestro futuro como nación. Y es, justamente, en el área de la cultura donde este gobierno está en mayor deuda con la ciudadanía. Hasta ahora sólo hemos visto medidas burocráticas y escusas pobremente hilvanadas. La pobreza de la política cultural es tan manifiesta y generalizada, que incluso un proyecto mediocre, paternalista y absurdo como el “Maletín literario” de hace unos años parece interesante.

¿Dónde está el proyecto para eliminar el IVA a los libros? ¿Dónde el plan para financiar cientos de talleres literarios y de lectura? ¿Y el plan para rescatar los edificios emblemáticos que se caen a pedazos, transformándolos en bibliotecas y fondos culturales? ¿Dónde los pensadores originales? ¿Dónde los Jack Lang, los André Malreaux, los Jorge Semprún? ¿Dónde, dónde?