Las paradojas de la desigualdad

Thomas Piketty es el intelectual de moda. Todo el mundo habla de él y de sus teorías sobre la desigualdad y la inevitable crisis del capitalismo. La semana pasada, su libro El capital en el siglo XXI se encaramó al primer lugar del ranking de no ficción del New York Times. Nunca antes un libro repleto de gráficos y cuadros estadísticos, y con centenares de notas de pie de página, había llegado al pináculo de las ventas. Todos comentan la obra del economista francés, pero pocos han leído el sesudo mamotreto.

Después de analizar, en gran detalle, los datos históricos en una treintena de países avanzados, Piketty concluyó que una de las leyes fundamentales del capitalismo es que, en el largo plazo, el ingreso nacional se concentra en poquísimas manos. Si esta tendencia continúa en forma inalterada, los dueños del capital obtendrán casi todo el ingreso. Esto, dice el francés, se debe a que la tasa de ganancia de las empresas -incluyendo el sector financiero- es mayor que la tasa de crecimiento de la economía.

De ser así, esta dinámica crearía una gran inestabilidad política y social, la que terminaría en guerras civiles y revoluciones, y en el fin del capitalismo. La solución de Piketty es simple: un impuesto marginal del 80% a los ingresos súper altos, y un impuesto global del 2% a la riqueza (aplicado en todos los países, en forma simultánea).

Nadie es profeta en su tierra

El libro de Piketty fue publicado en Francia hace dos años, sin pena ni gloria. Algunos intelectuales lo leyeron, y el Presidente Hollande basó su fallado intento por subir los impuestos en las prescripciones del economista. Pero vendió poco y las reseñas fueron tibias.

Lo sorprendente para todos -incluso para el autor y sus editores- fue que en los EE.UU. el libro se transformara en una sensación. Tan sólo durante el último mes, el New York Times publicó más de 60 artículos sobre la obra. Su análisis y conclusiones se discuten en editoriales y en reportajes, y los personajes más curiosos pontifican sobre el tema. Piketty tiene tantos defensores (Paul Krugman, por ejemplo) como detractores (Martin Feldstein, entre otros), y todos se apresuran por dar su veredicto.

Pero en todo esto hay una paradoja profunda. Mientras los medios y los intelectuales se preocupan por la creciente desigualdad del ingreso en los países avanzados, a los votantes el tema no parece importarles mayormente.

De hecho, basta con dar un vistazo a la situación política en los países ricos para concluir que los políticos conservadores -los que no se alarman mayormente por temas distributivos- están muy bien asentados. En los EE.UU., los republicanos tienen una gran probabilidad de retomar el control del Senado en las elecciones de noviembre y, con ello, dominar ambas casas del Legislativo. En el Reino Unido, la coalición dirigida por David Cameron se encuentra consolidada, y en Alemania la señora Merkel parece inamovible, a pesar de su completa falta de sentido del humor -algo que Curzio Malaparte notó hace muchos años en los líderes germanos-. Incluso, Mariano Rajoy empieza a ganar popularidad en España. Del otro lado del balance, la popularidad de François Hollande, el único jefe de gobierno que ha tratado de implementar algunas de las recetas de Piketty, ha caído como el plomo.

Esta desconexión entre las preocupaciones de los intelectuales y las preferencias de las masas es, ciertamente, paradojal. Hay dos explicaciones posibles: la gente común y corriente no cree en la teoría del francés y es optimista sobre el futuro -incluyendo sobre sus posibilidades para escalar posiciones en las escalas económicas y sociales-, o las masas no entienden lo que está pasando, y lo que es bueno para ellas (tema abordado por otro libro que estuvo de moda hace unos años: What’s the matter with Kansas?).

¿Y el mundo?

Los críticos de Piketty -y hay muchos, incluyendo los comentaristas del Economist- han usado los argumentos más curiosos para defenestrarlo:han dicho que es marxista, que no entiende las leyes impositivas, que es francés, y que el libro es demasiado técnico (o no lo suficiente).

Pero, entre tanta crítica absurda y envidiosa, hay algunas razonables. Quizás la más interesante es que Piketty centra su análisis en lo que pasa dentro de un puñado de países avanzados. Vale decir, su unidad de observación es una nación rica, y no el mundo como un todo.

Y resulta que cuando todos los individuos en el globo son considerados como iguales, y se analiza la distribución del ingreso en el mundo entero, los resultados son muy diferentes a los presentados por el economista francés.

En efecto, gracias al surgimiento económico de China e India en las últimas décadas, cerca de un billón de personas han salido de la pobreza y han empezado a vivir con dignidad. Los ingresos de los chinos han aumentado con tal celeridad, que la brecha con los de los países adelantados ha disminuido con fuerza. El mundo como un todo es cada vez menos desigual.

Esta gran caída en la desigualdad global es el tema de otro libro reciente, El gran escape: salud, riqueza y los orígenes de la desigualdad, del economista escocés y profesor de la Universidad de Princeton Angus Deaton. Es un libro lúcido y fascinante, repleto de datos, y con un análisis profundo y riguroso que poco a poco explica cómo los niveles de vida han ido mejorando país tras país, permitiéndoles a grandes masas escapar de la pobreza y la destitución.

El contraste entre la menor desigualdad a nivel global (Deaton) y la tendencia por una mayor desigualdad dentro de los países avanzados (Piketty) es otra paradoja digna de nuestra atención.

¿Y Chile?

La distribución del ingreso dentro de Chile ha experimentado cierta mejoría entre 1990 y ahora -el llamado coeficiente de Gini pasó de 0,56 a 0,52 (un valor más bajo indica menor desigualdad)-. Además, todos los chilenos (incluyendo los más pobres) han mejorado su ingreso en relación con los países avanzados. En 1990, por ejemplo, un chileno en el quintil más bajo de la distribución recibía 20% del ingreso de un estadounidense en esa misma posición relativa. Hoy recibe cerca de un tercio.

Pero a pesar de estas mejoras, el centro de la discusión política nacional es el tema distributivo. Esto podría parecer una enorme paradoja, pero no lo es. En Chile, la preocupación por la desigualdad nace de constatar que no podemos pasar al próximo estadio del desarrollo con una brecha tan marcada entre los que ganan más y los que ganan menos. Nace de la aspiración mayoritaria por transformarnos en un país inclusivo y tolerante. Nace de la necesidad de vivir en armonía y en paz, con libertad y seguridad. Nace del hecho ineludible de que un coeficiente de Gini de 0,52 no es compatible con un país moderno.

Sin embargo, mejorar la distribución en forma sustancial y en un plazo razonable no es fácil. Más aún, existe un peligro: avanzar a tontas y a locas puede terminar dañando esta maquinita que funciona bastante bien, llamada “la economía chilena” y, al mismo tiempo, no hacer nada por reducir la desigualdad. Es algo que ha pasado repetidamente en la historia universal. Es por ello que hay que proceder con cautela, que no hay que apresurarse, que hay que estudiar acuciosamente los posibles efectos de las reformas propuestas -especialmente la tributaria y la educacional-, y considerar la evidencia acumulada en otras partes del mundo. Hacerlo no es una debilidad. Es un signo de responsabilidad y fortaleza.