El colegio de Chile

Varias veces me han preguntado qué personas han sido las más influyentes en mi vida. Mi respuesta es siempre la misma. Tengo enormes deudas con el economista Patricio Meller, con el sociólogo e historiador Claudio Véliz, y con mi amigo Arnold Harberger. Pero, sin ninguna duda, la persona que más me influyó fue Sergio Riquelme, mi profesor de historia en la escuela secundaria. Sin su influencia, yo no hubiera sido ni economista ni académico.

Sergio Riquelme fue un hombre de izquierda. Un hombre natural y valeroso, perseguido por la dictadura por sus ideas progresistas.

Desde niños, Sergio nos inculcó la importancia de las ideas y de la lectura, y nos instó a razonar. No aceptaba respuestas fáciles ni escurridizas. Tampoco ideas preconcebidas. Nos asignaba textos difíciles y luego nos examinaba sobre ellos. Fue así como a los 16 años leí En vez de la miseria, de Jorge Ahumada, y decidí que quería ser economista. Cuando le conté sobre mi decisión, Sergio me sugirió que también considerara el derecho. No porque le pareciera que la economía era una disciplina indigna, sino porque para él era importante considerar opciones múltiples y sopesarlas cuidadosamente. Sólo entonces uno podía tomar una decisión razonada.

Sergio Riquelme era cariñoso y afable; era un fanático del fútbol y un buen mediocampista. Tenía un profundo sentido del humor y era un férreo defensor de la dignidad humana. Una gran cicatriz le cruzaba la frente. Nunca supimos qué le había pasado ni cómo la había adquirido. Pero esa marca profunda y purpúrea sugería un pasado aventurero y misterioso, quizás sacado de una novela de Emilio Salgari.

El profesor Sergio Riquelme fue rector del Instituto Nacional, el colegio de Chile. Fue nombrado en ese puesto en cuanto retornó la democracia, en 1990, y fungió en esa función hasta el año 2004. Antes del Golpe de Estado, había sido inspector general del instituto.

Si Sergio Riquelme estuviera vivo y se enterara de lo que piensa Nicolás Eyzaguirre, se moriría de pena. También de rabia. Porque después de su familia, el gran amor de Sergio fue el Instituto Nacional, y no concebiría que un egresado de colegio de curas del barrio alto pusiera en jaque a esa querida institución. No entendería que el ministro de Educación de un gobierno de izquierda quisiera terminar con el riguroso proceso de admisión y selección de estudiantes que hizo del Instituto Nacional uno de los mejores colegios de las Américas. Sergio Riquelme estaría perplejo ante la sugerencia de que su entrañable instituto pasará a ser un colegio más en la angosta y larga franja de tierra.

Un hombre querido

A fines de los años 1990 me comuniqué con el profesor Riquelme y le señalé que quería visitarlo durante mi próximo viaje a Santiago. Quería que conversáramos y que me contara de su vida. Aceptó encantado, y fue así como un día de noviembre pasé a buscarlo a su oficina en la rectoría del instituto. Me recibió el mismo hombre de siempre. Un poco más viejo, es cierto, pero con la misma sonrisa y el mismo bigote bien cuidado. Nos dimos un fuerte abrazo y nos palmoteamos las espaldas. Mi invitación era para almorzar en el Copper Room del Hotel Carrera, ubicado a tan sólo unas cuadras del instituto.

En cuanto salimos a la calle San Diego, constaté lo que siempre había sabido: Sergio Riquelme era un hombre querido y respetado por, literalmente, miles de personas. Cada tres o cuatro pasos alguien lo saludaba, y él se detenía a intercambiar unas pocas palabras con el ex estudiante o el apoderado que le hablaba. Sabía casi todos los nombres, y recordaba las circunstancias: “¿Cómo está tu mamá?”, o “¡Hola m’hijo!”, o “¿Cómo anda esa nueva pega?”.

Tardamos más de media hora en recorrer un trayecto que habitualmente toma cerca de 10 minutos. Saludos, abrazos, pequeños intercambios, y parabienes. Las cosas continuaron en el restaurante: hombres de distintas edades y profesiones se paraban de sus mesas y se acercaban a saludarlo; le preguntaban cómo estaba, y le contaban sobre sus nuevos proyectos, o sobre las adiciones a sus familias. Se aproximaron un ministro y un senador, y cuando el trío de cámara que tocaba música clásica tomó un descanso, el violinista -ex alumno del instituto- vino a preguntarle qué quería escuchar cuando se reiniciara la función.

Durante el almuerzo hablamos sobre el país y de política. Me contó sobre las penurias que había sufrido después del Golpe de Estado y me dijo que Alberto Espina -entonces un dirigente estudiantil- había intercedido por él y lo había defendido. Había sido uno de los pocos que había sacado la voz, y le estaba profundamente agradecido.

Pero, más que nada, hablamos sobre su querido instituto. Se quejó sobre la escasez de recursos y deploró la municipalización; me dijo que el alcalde Lavín no entendía el problema de la educación pública, y que aunque era un hombre simpático, no había querido proteger al colegio más importante de Chile. Estaba preocupado. Pero al hablar de los alumnos -presentes y pasados- su voz se llenó de entusiasmo y de orgullo. Volvió a ser el Sergio optimista de siempre, el hombre convencido de que la movilidad social era lo que nos salvaría como país.

También hablamos de la segregación escolar. Era algo que le preocupaba y que entendía bien. Durante años había dictado clases en un colegio privado de La Reina (mi colegio) y en el instituto, y sabía que con los años esos dos mundos se habían ido distanciando. Muchas de las instancias donde uno conocía a “el otro” habían desaparecido, y eso no era bueno para la República.

Para Sergio, la segregación se combatía con una educación pública de calidad; con colegios fiscales que atrajeran a la clase media, que enrolaran en sus filas a algunos alumnos de las elites y de los grupos inmigrantes, y que aceptaran a alumnos de las clases populares. Era un convencido de que algunos de esos colegios debían ser selectivos y cobijar a los más esforzados, a aquellos estudiantes cuya devoción por las aulas y por la academia era evidente.

Si bien el profesor Riquelme aborrecía la segregación, nunca se le pasó por la mente que terminar con la excelencia del Instituto Nacional y de los otros colegios emblemáticos y selectivos -los “buques insignia”, como los definió tan acertadamente José Joaquín Brunner- fuera parte de la solución. Hubiera pensado que las ideas del ministro Eyzaguirre eran bizarras, lindantes en lo demencial.

¿Dónde estás que no te veo?

Sergio Riquelme era un hombre valiente. No tenía miedo de hablar con la verdad y de defender sus ideas, aun cuando ello significara poner en juego su trabajo o quedar en una minoría. No conocía las genuflexiones ni los servilismos.

Si Sergio estuviera vivo, si se enterara del asalto concertado a su querido instituto, se preguntaría: ¿Dónde están los defensores del colegio? ¿Dónde la voz de los ex alumnos insignes?

Lo imagino poniéndose de pie, con la cara un poco roja por la emoción, con la cicatriz pulsando en la frente, y con su voz firme, preguntando: “¿Dónde estás, Ricardo Lagos?”, “¿Dónde, Ricardo Solari?”, “¿Dónde están todos los demás?”, “¿Cuándo alzarán su voz de protesta?”. También imagino cuán orgulloso se sentiría de Carlos Ominami y de su razonada defensa al querido colegio.

Sergio Riquelme nos enseñó la importancia de distinguir entre “además” y “en vez”. A veces nos vemos obligados a elegir entre dos caminos, pero en otras ocasiones uno puede -y debe- seguir ambas opciones. Esas son las circunstancias en las que el “además” se impone por sobre el “en vez”. Podemos derrotar la segregación escolar y, además, tener colegios selectivos de calidad. Podemos tener una educación pública de excelencia y, además, mejorar al instituto y devolverle su gloria de antaño, la gloria de sus dos siglos de existencia. No hay ninguna razón por la que tengamos que optar entre un objetivo y otro; ambos son alcanzables, ambos son esenciales.