Chile, la estrella más brillante

En una entrevista reciente, el canciller Heraldo Muñoz se hacía una pregunta retórica: “¿Por qué no le está yendo bien a Chile en la región?”. Y si bien el canciller estaba hablando de las relaciones externas -la competencia de su cartera- había en sus palabras un trasfondo más amplio, una referencia implícita al estado general de la nación. Nuestro hombre en El Carrera dijo: “Chile no generic cialis cheap es un modelo… Hay cierta arrogancia en pensar que somos un modelo…”. Y agregó: “No somos mejor que nadie…”.

El canciller es un hombre docto y experimentado, un diplomático de fuste, curtido en variadas escaramuzas internacionales.

Pero en este tema, el canciller se equivoca. Chile sí es un modelo.

Más aún, en la gran mayoría de las asignaturas, Chile sí es mejor que el resto de los países de la región.

Y no lo digo por arrogancia ni por un nacionalismo de opereta. Lo digo porque conozco las estadísticas, porque me he pasado la vida recorriendo el mundo, trabajando con gobiernos y organizaciones multilaterales, con corporaciones y con fundaciones. Lo digo porque escucho las alabanzas en todas las latitudes.

Sí, Heraldo, Chile es la estrella indiscutible del firmamento latinoamericano.

Cifras que (casi siempre) brillan

Los números son elocuentes. Desde 1990, año en que nuestro país recuperó la democracia, Chile ha sido el país que más rápido creció en América Latina. Y lo ha hecho evitando crisis, traumas y parálisis. Durante estos años se creó una clase media vibrante y exigente, y millones de personas salieron de la pobreza.

De acuerdo con los organismos internacionales, Chile, junto con Uruguay, tiene la menor incidencia de pobreza de toda la región. Además, tenemos los mejores resultados en la prueba Pisa sobre calidad de la educación -nuestra educación es mala, es verdad, pero la del resto de los países es peor.

Pero eso no es todo: cada año nos disputamos el título del país menos corrupto, y cada año logramos el primer puesto en el prestigioso ranking Doing Business del Banco Mundial. Y los galardones siguen: nuestra deuda externa tiene la más alta calificación, y nuestras instituciones son consideradas las más fuertes en los estudios del Fraser Institute de Vancouver. Además, las exportaciones chilenas son increíblemente dinámicas, y nuestras empresas y profesionales son admirados en todas partes.

A pesar de tener una Constitución con un serio pecado original, la democracia chilena está calificada como una de las más fuertes en las Américas. De acuerdo con el instituto Freedom House, en todas las categorías importantes, incluyendo los derechos civiles y libertad de prensa, Chile supera a casi todos sus pares. Y si bien Human Rights Watch tiene algunos reparos en relación con los derechos humanos, sus comentarios sobre Chile siempre han sido positivos, en comparación con la mayoría de los países de la región.

Desde luego, nada de lo anterior significa que estamos en el paraíso o que debamos volvernos autocomplacientes. Hay deudas y se han cometido errores, como el Transantiago y el modelo de educación universitaria.

Nuestra mayor debilidad, como es sabido, es la desigualdad. Tenemos un coeficiente Gini inaceptablemente alto (52.1). No es el más elevado de la región -nos superan Brasil, Paraguay, Colombia y Bolivia, entre otros-, pero sin duda, es una falencia que hay que atacar con celeridad. En eso, el programa de la Nueva Mayoría interpreta al grueso de los chilenos. Se necesita, con urgencia, transitar hacia una sociedad más justa e igualitaria, más tolerante e integrada. Pero bregar por una mejor distribución del ingreso es muy distinto que empezar de cero. Lo primero hace sentido; lo segundo es un error de proporciones.

El contrafactual

¿Qué hubiera pasado si en 1990 el Presidente Aylwin hubiera seguido una política diferente? ¿Cómo sería Chile hoy, si Chile hubiera optado por el camino de muchos de nuestros vecinos?

La respuesta no es demasiado alentadora. Seríamos un país con elementos de Brasil, Argentina, Venezuela y Ecuador. Un país “del montón” o quizás peor. Un país donde, por ejemplo, los consumidores de clase media no tendrían acceso a productos tecnológicos a precios módicos. Considérese lo siguiente: en Argentina, un iPad de 16 GB cuesta 1.200 dólares, mientras que su precio en Brasil es de 900 dólares; en Chile, en contraste el precio es de tan sólo 450 dólares. Esto no es una coincidencia; es el resultado de nuestro sistema integrado al mundo con eficiencia y estabilidad.

Es muy probable que en ese escenario Chile tendría, como Venezuela y Argentina, un mercado paralelo de divisas. Si usted quisiera viajar al extranjero, ya sea de vacaciones o por motivos de estudios, tendría que pagar por el dólar hasta ocho veces más que el cambio oficial -la relación entre el libre y el paralelo en Venezuela es de seis a 52. Prohibitivo para la clase media y la juventud.

Además, el costo de crédito sería exorbitante, dejando a miles de familias de clase media fuera del sistema y sin poder optar por una vivienda digna. En Brasil, por ejemplo, la tasa básica del Banco Central es de 11,5%; en Chile, en contraste, es menos de la mitad (4,5%). Y lo más probable es que la inflación estaría fuera de control -en Argentina es del 60% anual, de acuerdo a un nuevo índice oficial-, tendríamos desabastecimiento y, como en Venezuela, un mercado negro de productos básicos.

Quizás las estadísticas de desigualdad serían un poco mejores, pero los costos de una mayor igualdad circunstancial serían el estancamiento, la inestabilidad económica y una clase media sin proyecciones. Peor aún, lo más probable es que tendríamos una mayor incidencia de la pobreza. Porque resulta que la desigualdad y la pobreza no se mueven, necesariamente, en la misma dirección. En Venezuela, por ejemplo, el Gini es 44, menor que en Chile, pero el porcentaje de personas bajo la línea de la pobreza es del 31%, el doble que en nuestro país (15%).

Un proyecto en construcción

Las autoridades del nuevo gobierno debieran ejercer una paternidad/maternidad responsable sobre el proyecto seguido hasta ahora. Porque la verdad es esta: el Chile de hoy, con sus éxitos y sus falencias, es el producto de las políticas de la izquierda nacional. Una izquierda que desde la adversidad y el desgarro del exilio supo entender que el futuro pasaba por un sistema económico eficiente y globalizado, un sistema político que protegía la democracia y la libertad y que descartaba la posibilidad de asonadas golpistas, y un sistema social que bregaba por obtener la igualdad de oportunidades.

Ese era el ideario de la primera Concertación. Poco a poco, sin atolondramientos ni atropellos, muchas de esas metas se fueron logrando. Empezó el Presidente Aylwin, con su dupla magistral Foxley-Boeninger, y siguió Eduardo Frei. El avance fue significativo bajo el liderazgo de Ricardo Lagos y se afianzó durante el gobierno de Bachelet.Es verdad que no todas las metas fueron obtenidas; pero sí muchas de ellas. Y las no conquistadas -como la eliminación del odioso sistema binominal o la disminución drástica de la desigualdad- seguían sobre la mesa, como banderas de lucha, como parte de un ideario que no se transaba.

La manera más segura de avanzar y de pasar a un nuevo estadio de desarrollo, con una caída permanente de la desigualdad,

es construyendo sobre la base de lo ya logrado. Al respecto, hay dos cuestiones esenciales:reconocer que estamos en un muy bien pie, y proceder con calma y decisión. Hay que dejar la retórica estridente de lado, evitar los “abajismos” innecesarios (“¡Oh, no somos mejores que nadie!”) y aceptar que el camino que queda por recorrer es largo y arduo. Para llegar a la meta hay que ir hacia adelante; nada se saca con retroceder o con buscar atajos inexistentes.

Chile no necesita refundarse; Chile necesita modernizarse.