A 20 años de la reforma a la tenencia de la tierra en México, ¿qué cambió?

Uno de los grandes cambios que trajo la Revolución Mexicana de principios del siglo XX fue un ambicioso programa de reparto de tierras rurales conocido como la Reforma Agraria. El grupo de los Zapatistas – uno de los grupos victoriosos – tenía como objetivo lograr que “La tierra sea de quien la trabaja”.  Las reglas básicas de la reforma agraria se plasmaron en la Constitución de 1917 y consistían en límites al tamaño de la propiedad privada rural y el reparto de tierras agrícolas por encima de ese límite a trabajadores sin tierra bajo un esquema de tenencia llamado ejido. Desde 1917 hasta 1992 se repartió cerca de la mitad del territorio mexicano bajo este esquema.

Los beneficiarios del reparto tenían derecho al uso de una parcela individual, un lote residencial y acceso a áreas de uso común (por ejemplo áreas de pastoreo o bosque). Para asegurar que la tierra fuera repartida a los trabajadores (y no a una nueva clase de terratenientes) se prohibió el uso de trabajo asalariado en tierras ejidales, la renta de tierras y la aparcería. Para proteger a los ejidatarios de compras coercitivas por parte de los antiguos hacendados se prohibió la venta de la tierra. La corresponsabilidad por parte del ejidatario era trabajar activamente la tierra. De hecho, se aclaraba en la Constitución que si pasaban dos años sin labrar la parcela, los derechos adquiridos se perderían y se trasladarían a un miembro de la comunidad que sí estuviera dispuesto a trabajar la tierra.

Desde el punto de vista de la función objetivo de los políticos, el incentivo era claramente a maximizar el número de ejidatarios por hectáreas de tierra repartida. Esto llevó a que se repartiera la cantidad mínima de tierra por ejidatario que cubriera el costo de oportunidad del trabajo familiar y garantizara que el beneficiario se quedara a vivir en el ejido.

Se puede entonces apreciar cómo el sistema ejidal fue una solución a un problema político que exigía mejorar la igualdad en el acceso a  la tierra, pero que introducía una serie de restricciones dinámicas que con el tiempo se volverían más onerosas y evidentes.

Quizá la más importante económicamente se refiera al problema de la localización espacial del trabajo. En México la brecha salarial actual entre el sector rural y el urbano, ajustada por educación, es de alrededor de 2.5 veces.[1] Es decir, una persona en un contexto urbano gana 2.5 veces más por hora que una persona observacionalmente equivalente en el sector rural. Esta brecha es enorme comparada, por ejemplo, con la brecha salarial de género típica de entre 0.25 a 0.40. Esto sugiere que hay demasiadas personas en el ámbito rural en México. Otras métricas sugieren lo mismo: la alta prevalencia de la pobreza extrema en las zonas rurales, el PIB per cápita en el sector agrícola comparado con el PIB per cápita del país, etc.

¿Qué hace que haya tanta gente viviendo en el campo siendo que es económicamente tan desventajoso? En un estudio reciente[2] argumentamos que el sistema ejidal jugó un papel importante en esta situación. Al exigir que el ejidatario labrara la tierra como condición para mantener su derecho al uso de la misma, se previno que el empleo  familiar se localizara donde el retorno marginal al trabajo fuera mayor. ¿Por qué? Porque el trabajo del ejidatario primero se dedica al trabajo en la parcela, para conservar sus derechos sobre la tierra agrícola y sobre su residencia principal. Esto aunque, en el margen, el trabajo en la tierra no sea tan productivo o haya mayores retornos en otras actividades. El mayor activo de las personas – su trabajo – dejó de optimizarse con cambios marginales y se quedó en una optimización discreta: se queda uno en el ejido  o se emigra a otro lado. Si el ejidatario tuviera el derecho de venta, la decisión de migrar sería más fácil: la tierra se vendería a alguien que sí quisiera quedarse y el ejidatario se iría con recursos para iniciar su vida en otro lugar.  Es claro que el sistema ejidal ataba a la gente al ejido y volvía más costosa la migración, produciendo, al cabo del tiempo una distribución espacial del trabajo muy ineficiente.

La reforma al artículo 27 de la Constitución en 1992 tuvo como objetivo relajar estas restricciones y mover el sistema ejidal a un sistema más parecido al de la propiedad privada. En primer lugar, el ejido deja de ser un sistema donde el derecho a la tierra se gana trabajándola continuamente y se pasa a uno donde la tierra le pertenece a la persona que posee el título de propiedad (el Certificado Ejidal). Una vez aclarado a quién le pertenece la tierra, se permite la renta de la misma, la venta, la aparcería y el uso de trabajo asalariado.

Los títulos tardaron más de 14 años en llegar a todo el territorio por medio del programa Procede (Programa de Certificación de Derechos Ejidales). La distribución gradual de los certificados nos permitió estudiar el efecto de los mismos con regresiones de efectos fijos a nivel ejido. Se observa claramente cómo los ejidos van perdiendo población en el tiempo. Entre los años de 1990 y 2000 las comunidades ejidales perdieron el 21% de su población en una década. Aquellas donde llegó el certificado la reducción fue aún más drástica: la reducción poblacional fue del 25% en diez años. A nivel del hogar, encontramos que la probabilidad de tener un miembro del hogar en el ejido que haya migrado recientemente aumenta significativamente con la llegada de los certificados: es 28% mayor entre hogares con certificado que entre familias sin certificado.

Nuestra conclusión es que la reforma al sistema ejidal de 1992 ha contribuido significativamente a mejorar la distribución espacial del trabajo en México. ¿Qué pasó en las comunidades ejidales que perdieron población? En nuestros datos vemos que la tierra total cultivada en los ejidos no disminuyó a pesar de la fuerte salida de trabajo. Esto es evidencia de que los que se quedaron atrás pudieron operar parcelas más grandes, más cercanas al tamaño eficiente de una unidad agrícola (en los países más pobres la unidad agrícola promedio es de 1.6 hectáreas, mientras que en los países ricos la unidad agrícola promedio es de 54 hectáreas).[3] En conclusión, los datos sugieren que un aspecto importante de la reforma a la tenencia de la tierra de 1992 es que ha contribuido a mejorar la distribución espacial de la fuerza de trabajo y esto debe reflejarse en mejor calidad de vida tanto para los que se fueron, como para los que se quedaron.



[1] Gollin, Douglas, David Lagakos, and Michael Waugh. 2012. “The Agricultural Productivity Gap in Developing Countries.” Working Paper.

[2] De Janvry, Emerick, Gonzalez-Navarro y Sadoulet “Delinking Land Rights from Land Use: Certification and Migration in Mexico.” Working Paper.

[3] Adamopoulos, Tasso and Diego Restuccia. 2013. “The Size Distribution of Farms and International Productivity Differences.” Working Paper.