Hacer las cosas correctas vs. hacerlas correctamente

La próxima elección presidencial canalizará en las urnas el extendido anhelo de una sociedad más integrada. Esta es una buena noticia que, al mismo tiempo, plantea una enorme responsabilidad. En este contexto, debe entenderse el ambicioso programa de reformas que ha planteado Michelle Bachelet, con iniciativas alineadas con las aspiraciones de la ciudadanía y afines a las recomendaciones que la mayoría de los informes internacionales, como los de la OCDE e incluso los del FMI, han hecho. Cuando se discute el diseño de detalle de estas reformas, sus prioridades o su gradualidad, aparecen matices que será necesario resolver, y para lo cual la candidata ha mostrado prudencia y buen criterio político.

Independiente de lo anterior, el mayor riesgo para alcanzar los objetivos por ella propuestos no está en el proceso para precisar el contenido de su programa, como pretende hacer creer la propaganda oficialista, sino en el peligro que la implementación de las políticas resulte defectuosa.

Hacer las cosas correctas es solo un aspecto de la encrucijada en que se encuentra el país. El otro es hacerlas correctamente. Lo primero responde al «qué» necesita el país para alcanzar el desarrollo (en el amplio sentido de la palabra). Lo segundo se refiere al «cómo» lograrlo, y en el mundo actual (especialmente en el sector público), la ejecución es mucho más compleja que la definición de la estrategia.

La calidad de la gobernabilidad se mide por la capacidad de ejecutar de manera eficaz y eficiente las acciones del Estado. Es ahí donde hemos acumulado un déficit, que el próximo gobierno sí o sí debe abordar. El efecto de las políticas públicas va mucho más allá de los recursos que moviliza el Estado. La mayoría de las actividades de las personas y empresas está regulada; muchas políticas solo logran su objetivo cuando generan una determinada reacción en el sector privado, la que depende de la confianza y la credibilidad; la infraestructura pública tiene un efecto multiplicador en la inversión privada; el clima de confianza en la economía y en la sociedad es un activo que beneficia el progreso y la calidad de vida de todos. En definitiva, el Estado es un actor crítico para enfrentar el desafío de un desarrollo integral.

La modernización del Estado durante el actual Gobierno se ha focalizado en la eficiencia en la provisión de determinados servicios, como ChileAtiende, que tiene una enorme proyección en la calidad de la atención a los usuarios. Sin embargo, en la solidez institucional (que es lo relevante para la gobernabilidad del país) los avances han sido modestos. Por esta razón, una agenda para reforzar las capacidades del Estado requiere concentrarse en cuatro áreas que deben operar simultáneamente.

Primero, restablecer el diálogo entre el Estado y los actores sociales. La ejecución efectiva de las políticas públicas requiere conducir a la sociedad hacia los objetivos de bien común, que son las aspiraciones compartidas en un horizonte de mediano plazo (que excede a un período presidencial). Esta función se basa en la interacción fértil entre las autoridades y la sociedad civil, algo en lo que hemos retrocedido por la arrogancia que ha penetrado en la acción del Gobierno, y que ha ignorado por igual a actores tan diversos como estudiantes y empresarios. Es necesario restituir un estilo de diálogo que reemplace el temor a la participación. Este es el único camino que permite pactar sacrificios en el corto plazo por beneficios que vendrán después.

Segundo, dotar a las políticas públicas de evidencia sobre su eficiencia y efectividad, que genere confianza y credibilidad. Esto significa exigencias en el diseño ex ante ; el seguimiento y la evaluación comprensiva de los resultados. En todos estos ámbitos se han logrado avances, que a la luz de los desafíos actuales resultan enteramente insuficientes (basta visitar la página web de los ministerios para verificar que hay más propaganda que análisis riguroso). Necesitamos un organismo dentro del sector público con la tarea que Matko Koljatic está cumpliendo en la acreditación de las universidades.

Tercero, mejorar la coordinación dentro del Estado, porque las políticas actuales operan a través de redes. El Gobierno ya no se parece a una organización con muchas subsidiarias, que en lo fundamental trabajan aisladamente, sino a un conglomerado unido por una visión y un propósito común. Las transformaciones más ambiciosas requieren de un trabajo transversal entre los ministerios y los distintos organismos. El actual Gobierno trasladó las capacidades de coordinación que estaban en el Ministerio de Hacienda a la Segpres, con un efecto neto incierto.

Cuarto, detener el gradual retroceso en la profesionalización del sector público. Cada vez son más los profesionales que trabajan en el Estado a plazo fijo (máximo un año), que son renovados a voluntad de la autoridad política. Esta fue una de las aspiraciones de los acuerdos entre Insulza y Longueira en 2003, que aún espera para hacerse realidad. Sin profesionalización efectiva se anulan los esfuerzos por eficiencia y eficacia, que necesitan una perspectiva de mediano plazo. Avanzar en estos temas requiere de acuerdos políticos tempranos, que el Gobierno actual no supo generar.

En síntesis, no resulta aventurado sostener que el 80% del éxito del próximo gobierno se juega en la ejecución, mientras el 20% restante responderá a las características del diseño. El problema es que el interés público y la campaña oficialista están solo atentos a eventuales diferencias entre los que participarán en el diseño. Es hora de reconocer la relevancia de la ejecución.