Estado sin administración, elecciones sin partidos, política sin rumbo

Hay un viejo lugar común de la política argentina: la queja por la falta de políticas de Estado, que se expresa en los radicales cambios de reglas y de políticas cada vez que asume un nuevo gobierno. Comprometida con las transformaciones realmente revolucionarias que, según su peculiar visión, caracterizaron la última década, Cristina Fernández de Kirchner se ocupó de derrumbar también esa práctica consuetudinaria: ahora es ella la que se discontinúa y contradice a sí misma. Por ejemplo, el reciente acuerdo con la petrolera norteamericana Chevron, el inexplicable memorándum de entendimiento firmado en febrero pasado con Irán por el caso AMIA y la designación del Gral. César Milani, sospechado de haber participado en violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura militar, al frente del Ejército son algunas de las inconsistencias más notables de los últimos tiempos, pero de ningún modo las únicas.

Estas prácticas erráticas y zigzagueantes contrastan con la estabilidad relativa de polìticas que predominan en los países latinoamericanos de mejor performance económica y polItica en las ùltimas dècadas (en términos de crecimiento y consolidaciòn de la democracia). En efecto, consensos sobre las ventajas de la solvencia fiscal y la estabilidad monetaria, que se suponían enraizados en la Argentina luego de las hiperinflaciones de 1989-1990, quedaron prácticamente disueltos en el contexto de la crisis del 2001. En contraste, son precisamente el común denominador entre países como México, Colombia, Perù, Chile, Brasil y Uruguay. Algo parecido ocurre con las políticas a favor de la transparencia electoral y de los actos de gobierno y de los mecanismos anti-corrupción (que también parecían afirmados en la Argentina durante el gobierno de la Alianza (1999-2001) e incluso en la primera parte del gobierno de Néstor Kirchner (sobre todo entre 2003 y 2005).

¿Cómo explicar este comportamiento tan cambiante y contradictorio? ¿Qué nos enseña este raro enigma respecto del funcionamiento de la política argentina?

Mi hipótesis, que enfatiza la importancia de las instituciones para comprender el comportamiento de los actores, es la siguiente: la Argentina no sólo carece de partidos estables, regularizados y organizacionalmente bien estructurados, sino que en verdad tampoco tenemos un sistema político constituido en torno a un conjunto de mínimas reglas del juego, formales e informales, que faciliten la conformación de acuerdos perdurables y, en consecuencia, alarguen los horizontes temporales a partir de los cuales los actores políticos definen sus estrategias. Por el contrario, solamente existen proyectos personales y en general personalistas, con objetivos de cortísimo plazo (la acumulación de poder y, a menudo, también de riqueza), por lo que no tiene sentido ajustarse a las reglas existentes sino que, por el contrario, de lo que se trata es de modificarlas y amoldarlas a las necesidades contingentes y egoístas de esos líderes.

Consiguientemente, una práctica aceptada y alentada es la de capturar agencias del Estado (es decir, pedazos del presupuesto público) para manejar recursos (económicos, simbólicos y también políticos) para efectivamente desarrollar dichos proyectos personales. Así, la formación profesional o la experiencia empírica resulta irrelevante para desempeñar un cargo: la clave es asegurarle al lider de turno que podrá disponer arbitrariamente de los recursos de una agencia determinada. Este sistema de reparto de poder, denominado spoil system en la cultura política de los EEUU, premia la lealtad al lider y no la meritocracia; supone el arbitrario uso de los recursos con criterios clientelares y electoralistas y, por eso, crea una competencia absolutamente inequitativa y desleal dadas las limitaciones que predominan en quienes intentan competir por el poder desde «afuera» de ese sistema.

Es por eso que en la Argentina predomina un sesgo hacia los cargos ejecutivos, sean electos o no, pues son los que permiten “administrar” mayores recursos. Además, son esos espacios los que maximizan también las posibilidades de desarrollar otro tipo de actividades económicas para el beneficio personal del personal polîtico aprovechando información privilegiada y/o utilizando la complejidad (o la arbitrariedad) regulatoria para facilitar el establecimiento de mecanismos rentísticos o incluso predatorios. Así, gracias a la ausencia de efectivos procedimientos que garanticen la transparencia y el control en la toma de decisiones y que eviten conflictos de interés, muchas oficinas públicas se convierten en canales óptimos para satisfacer intereses privados que de este modo sortean la lógica de la competencia del mercado y favorecen el surgimiento de verdaderas oligarquías (en el contexto del denominado “capitalismo de amigos”) donde se concentra una enorme capacidad de influencia.

Lo curioso es que estas prácticas se han repetido a lo largo del tiempo, imdependientemente de quien ocupe la presidencia, e incluso durante regímenes tanto autoriatrios como democráticos. Pueden coincidir con discursos oficiales que enfatizan la desregulación y la competencia (como ocurría en la denostada década del ’90), o la inclusión social y la distribución equitativa del ingreso (como ocurrió desde 2003 a la fecha). Sin embargo, el común denominador, al margen de los climas de época, consiste precisamente en esa captura de agencias públicas para impulsar proyectos políticos y económicos individuales.

La importancia de los cargos ejecutivos queda así entonces explicada, aunque es cierto que, circunstancialmente, puede haber momentos en los que los actores necesitan o se resignan a un cargo en el Congreso. Esto es así ya sea por la relativa visibilidad que eso implica, ya sea como táctica para desafiar los liderazgos establecidos. También, un cargo en el poder legislativo puede servir como una suerte de premio consuelo, o incluso una suerte de sabático, luego de un período desgastante al frente de un cargo complejo en la órbita del poder ejecutivo. Lamentablemente, dados los altos umbrales de corrupción que predominan precisamente por la baja calidad institucional, puede ser un incentivo selectivo adicional la inmunidad judicial que acompaña a las bancas parlamentarias.

Esta lógica de acción política sucede tanto a nivel federal como provincial e incluso municipal y, eventualmente, pueden generarse movimientos de una esfera a otra.

Desde el punto de vista teórico, y focalizando en el epicentro del poder en contextos de democracias desestructuradas o emergentes, los críticos del hiper presidencialismo (como Juan Linz o Carlos Nino) y de sus manifestaciones más recientes (lo que Guillermo O´Donnell denominó democracia delegativa) ya han sin duda alertado sobre las consecuencias tremendamente negativas que esas prácticas políticas tienen para la consolidación de regímenes políticos plurales y competitivos, es decir,  genuinamente democráticos. En los últimos años, muchos académicos estudiaron el clientelismo y la política social a nivel provincial y local, así como el peculiar funcionamiento del Congreso (donde, como sugeríamos anteriormente, los políticos están en general de paso, de allí la alta tasa de rotación y las escasas trayectorias parlamentarias relevantes que existen en los poderes legislativos tanto a nivel de la nación como de las provincias). Sin desconocer el interés académico que pueden tener estos temas, considero que es importante poner el foco en la lógica brutal del patológico disfuncionamiento institucional que sufre la Argentina, cuya raíz es precisamente la patética ausencia de sistema político: estamos a la deriva, dominados por la improvisación, la negación de la realidad, el imperio de las personalidades (y su natural extensión, los caprichos), la ausencia de debates serios que den cuentan del conocimiento probado sobre aspectos complejos y en los que abunda la experiencia internacional.

Luego de tres décadas de transición inconclusa a la democracia, y en vísperas de una nueva elección caracterizada, como no podría ser de otro modo, por una notable apatía y por la pobreza de las propuestas, considero que es un momento ideal para pensar esta cuestión y alertar sobre sus consecuencias: poco importa quién serán los vencedores y los vencidos en estas elecciones (me animaría decir en todas). Si no existe un compromiso serio por solucionar las cuestiones de fondo, continuaremos profundizando la larga y persistente decadencia que tiene atrapada a la Argentina desde hace décadas.

Es preciso asimismo subrayar que las inconsistencias o contradicciones antes señaladas tampoco constituyen un atributo idiosincrático del kirchnerismo, sino que por el contrario son habituales en la historia argentina contemporánea. Recordemos que Perón también negoció en medio de una grave crisis energética con la Standard Oil (que puede ser caracterizada como la tía abuela de la actual Chevron). Frondizi siguió un rumbo parecido luego de haberse hecho famoso con su libro Política y petróleo. Tal vez ahora el cambio en la política y el discurso energéticos sea más notable por la rapidez con la que se llevó a cabo – del nacionalismo a la Mosconi de hace apenas un año al curioso pragmatismo secretista y opaco de ahora. Podrían señalarse muchísimas otras ligerezas e improvisaciones en todas las áreas de gobierno y en todos los gobiernos de la historia argentina.

En consecuencia, y a modo de comentario final, me gustaría sintetizar este breve diagnóstico. Estamos frente a una situación gravísima que requiere un debate serio, responsable y desapasionado.  Argentina tiene Estado (grande o pequeño, según las épocas) pero carece de administración. Por eso somos incapaces de brindar los bienes públicos esenciales que reclama la ciudadanía y sin los cuales nunca podremos desarrollarnos: seguridad, justicia, infraestructura física, educación, salud y cuidado del medio ambiente. Sin una administración transparente y predecible de los recursos públicos el mercado carece de las reglas del juego para generar riqueza: predomina la desconfianza, las tácticas defensivas y la prácticas adaptativas a las decisiones discrecionales y antojadizas. Más aún, la Argentina no tiene ni partidos ni sistema de partidos: como la (mala) política se hace dentro del aparato del Estado, los partidos funcionan a lo sumo como maquinarias electorales espasmódicas o circunstanciales, que se “prenden y apagan” según la ocasión. Es incluso común que muchos candidatos compitan incluso sin partidos –sólo con sellos de goma que alquilan o consiguen prestado para la ocasión, o con estructuras ad hoc que se dispersan luego de las elecciones.

Sin administración moderna y democrática y sin partidos políticos, se acumulan demandas en la sociedad que quedan insatisfechas y yacen a la deriva, desordenadas, y es por eso que cada tanto se escucha el tronar de las cacerolas. Como es evidente, nada solucionan: son sólo un placebo, una suerte de pseudo participacionismo auto complaciente que hasta puede servir de catarsis.

Es demasiado pronto para saber quién va a ganar o perder en estas elecciones de mitad de mandato. Lo que sí sé es que hace demasiados años que, dada la ausencia de administración responsable y de partidos políticos estables, perdemos todos. Y todas.

 

Una versión abreviada de este artículo fue publicada en Revista Debate #50