¿Y ahora, qué?

A no ser que medie un milagro, Michelle Bachelet será la próxima presidenta de Chile. La candidatura de Pablo Longueira será puramente testimonial, un saludo a la bandera que terminará mal. Lo más probable es que la ex mandataria triunfe en la primera vuelta por márgenes tan abultados como los de Eduardo Frei Ruiz-Tagle sobre Arturo Alessandri en 1993. En esa oportunidad, la derecha obtuvo apenas un 31% de la votación.

Una de las preguntas centrales que Bachelet debe hacerse durante las próximas semanas es cómo gobernar; también debe pensar con quién hacerlo.

Una respuesta simple es que, dada la enorme ventaja que su conglomerado va a obtener en noviembre, debe gobernar desde la izquierda, con un programa que satisfaga a sus nuevos socios del Partido Comunista y a los (escasos) votantes que se inclinarán por la izquierda vociferante y populista (ME-O y compañía).

Esa es la respuesta fácil; pero también es la respuesta incorrecta.

Michelle Bachelet debe hacer un gobierno de grandes acuerdos; un gobierno inclusivo, casi de centro; un gobierno que refleje las ambiciones, ansiedades y anhelos de un grupo amplísimo de la ciudadanía. Si logra interpretar a un grupo extenso y transversal, podrá hacer cambios profundos que verdaderamente muevan al país hacia un nuevo estado de desarrollo.

En particular, Bachelet debe preocuparse de que su nueva administración interprete el sentir de dos grupos importantes: el primero está formado por quienes apoyaron a Andrés Velasco. En general, se trata de gente joven, con un nivel relativamente alto de educación y un ideario moderno que desafía las viejas clasificaciones de izquierdas y derechas. Son personas que se mueven sobre la base de ideas más que de liderazgos personales; individuos que sobre todas las cosas valoran la independencia, la amplitud de criterios y la tolerancia; que entienden que la solidaridad y la libertad van tomadas de la mano. Son personas pragmáticas que creen en los equilibrios, en las políticas responsables y balanceadas; que quieren un medioambiente limpio, pero que al mismo tiempo entienden que las condiciones sociales sólo podrán seguir mejorando si la economía crece en forma vigorosa.

El segundo grupo que el próximo gobierno de Bachelet debe esforzarse por interpretar es el de la centroderecha moderna y moderada, el de los partidarios de Allamand que no votarán por Longueira, y que preferirán quedarse en casa antes de darle el voto a la derecha ultraconservadora, integrista y un poco arrogante de la UDI. Si bien este grupo no votará por Bachelet en noviembre, es susceptible de apoyar las iniciativas de un gobierno que impulse, desde la institucionalidad, cambios modernos y -¿por qué no?- profundos. Esta es una derecha moderada que entiende que el país necesita, con urgencia, cambios políticos -el fin del binominal, por ejemplo- y que debe emprender reformas que reviertan la creciente fragmentación de nuestra sociedad, donde cada vez más gente vive en compartimientos estancos sin compartir vivencias u hojas de ruta con “los otros”.

La rebelión de los ciudadanos consumidores

Muchos analistas y gurús han interpretado la situación política nacional como una de hastío y de profundo rechazo a la economía de mercado; como una situación donde los ciudadanos -la llamada “calle”- quieren cambiar las cosas de raíz y refundar la nación por medio de mecanismos al margen de la institucionalidad.

Esta es una interpretación errónea.

Lo que pasa en Chile poco o nada tiene que ver con el rupturismo. Se trata de algo muy diferente: la mayoría de los chilenos se han vuelto exigentes. Luego de décadas de una actitud dócil, los habitantes de nuestra angosta franja de tierra se han dado cuenta de que su nueva condición de “clase media” les da un enorme poder como consumidores y ciudadanos: el poder de demandar servicios públicos y privados de calidad; el poder de reclamar transparencia y rebelarse contra los abusos y la corrupción; el poder de exigir que los políticos, los funcionarios públicos, las empresas, los taxistas, los choferes de autobuses, los funcionarios de Aduanas, las AFP, los maestros chasquilla, los médicos, los funcionarios de las isapres y los directores de liceos los traten con dignidad y respeto.

En los últimos años, los consumidores chilenos han descubierto algo que hasta ahora sólo se encontraba en los libros de texto sobre Principios de Economía. Han descubierto la “soberanía del consumidor.” Vale decir, han descubierto que en una economía de mercado moderna, los consumidores tienen un poder enorme y que votan con su dinero y su poder de compra.

El surgimiento de consumidores exigentes es un paso lógico -y muy positivo- en la senda del desarrollo, tal como lo es el que los ciudadanos demanden mayor participación política, mayor transparencia y menor corrupción. Es lo que está pasando en Brasil, en Turquía y en Egipto. La mayoría de las personas que marchan en Río, El Cairo y Estambul quiere cambios dentro de las democracias representativas; quiere cambios que, si bien pueden ser profundos, mantienen el sistema económico de mercado. Prácticamente ningún manifestante quiere que su país yerga muros proteccionistas que los aíslen del resto del mundo. Por un lado, estos manifestantes se rebelan en contra de los abusos, la prepotencia y los engaños, y, por el otro, quieren seguir teniendo acceso a productos de última generación y a tecnologías de punta, quieren seguir siendo parte del sistema capitalista. Un capitalismo más amable, transparente y justo, pero capitalismo al fin.

Un programa inclusivo

Michelle Bachelet tendrá la oportunidad única de liderar el paso de Chile a la modernidad, entendida como un sistema donde priman la libertad, la tolerancia, el respeto, la dignidad y la igualdad de oportunidades.

Pero junto con esta oportunidad histórica hay riesgos: el proyecto es tan ambicioso que no será posible imponerlo desde una trinchera ideológica estrecha, desde posiciones arrogantes o activismo extremo. Se necesitará, como dije, de un gran acuerdo nacional.

Un paso fundamental en este proceso es elaborar un programa inclusivo, que incorpore las preocupaciones de los segmentos de centro que durante las primarias no estuvieron con Bachelet. Este programa debe ser altamente profesional, creíble y específico, algo que hasta ahora no ha sucedido.

A modo de ejemplo, tres puntos sobre los que es posible desarrollar posiciones programáticas que generen un amplio apoyo: el primero tiene que ver con la reforma tributaria y el FUT. Aquí se han puesto los bueyes antes de la carreta. Se ha hablado de la necesidad de aumentar la recaudación en ocho mil millones de dólares sin explicar, en forma detallada, cómo se van a gastar esos dineros, y cómo se asegurará que los proyectos financiados verdaderamente mejorarán el nivel de vida de los chilenos.

Además, la idea de que la eliminación del FUT tendría un efecto mínimo sobre el ahorro no ha sido respaldada, hasta ahora, por estudios técnicos serios. Lo más probable, de hecho, es que el término del FUT sí tenga un efecto negativo importante sobre el ahorro y la inversión. Por eso la idea de Andrés Velasco de cobrar un “arriendo” por ese fondo tributario es técnicamente sólida y, sospecho, generaría el apoyo de amplios sectores. La ex presidenta debe considerar esta propuesta con seriedad y hacerla suya.

Un segundo tema tiene que ver con la reforma educacional. Aquí la discusión se ha centrado, casi exclusivamente, sobre la gratuidad. Casi nada se ha dicho, hasta ahora, sobre cómo, concretamente, se va a mejorar la calidad de la misma. Porque resulta que la educación puede ser gratuita y de pésima calidad. Y eso no es lo que queremos. Lo que los ciudadanos quieren es que la educación tenga un costo razonable y sea excelente, como lo es en países tan diversos como Nueva Zelandia e Israel.

Para lograr esto es necesario hacer cambios revolucionarios de los currículos y acortar las carreras universitarias; es necesario que prácticamente todos los graduados de secundaria puedan leer y expresarse funcionalmente en inglés, y que tengan capacidades para enfrentar los desafíos generados por el llamado “big data”. También se requiere una integración sin costuras ni baches entre la educación técnica y universitaria. Una propuesta de reforma educativa centrada en los temas aquí mencionados tiene el potencial de generar un apoyo amplísimo entre la población.

El tercer punto tiene que ver con el binominal. Este tema debiera resolverse en los primeros 100 días del nuevo gobierno. Resulta que el sistema puede ser modificado sin reformar la Constitución. He aquí una propuesta: reducir el número de circunscripciones de la Cámara Baja a 50 (en la actualidad son 60). En cada una de ellas se elegirían dos diputados con las reglas actuales, lo que da un total de 100. Como la Constitución requiere que haya 120 diputados, esto significa que se podrían elegir 20 a nivel nacional usando una regla proporcional. Bajo este sistema, cualquier partido que obtenga un 5% tendría, a lo menos, un representante en el Congreso.

La lechera

Algunos pensarán que es muy prematuro hablar de todo esto. Dirán que las elecciones hay que ganarlas primero, y que pensar ahora en cómo gobernar es ser como la lechera de la fábula de Félix María de Samaniego. Yo creo que no. Creo que prepararse para lo que viene es un signo de seriedad, y de entender que si bien los desafíos son enormes, es posible enfrentarlos con éxito si se cuenta con un apoyo amplio y transversal, si se trabaja duro para forjar un gran acuerdo nacional.