Financiamiento de la Educación Superior: ni gratis ni debe serlo

En su última columna, Claudia Sanhueza nos dijo que regalarles autos a aquellas familias que pueden comprarlos puede ser una política social progresiva. ¿No me cree? Es muy fácil: toda familia que demuestre estar en condiciones de comprar un automóvil lo recibe del Estado (los que pueden comprar un citycar chino, reciben un citycar chino, los que pueden comprar un auto de lujo sueco, reciben un auto de lujo sueco y así). Ahora, para tapar el hoyo que eso deja en las finanzas públicas les cobramos un impuesto a los ingresos altos de quienes recibieron autos de modo que paguen mucho más que el valor del auto que recibieron. Con estos ingresos extra financiamos el costo de los autos que recibieron los más pobres que ya no necesitan pagarlos completamente. No importa que los ricos se hayan llevado (casi) todos los autos que pagó el Estado. Al final, pagaron más por ellos y los pobres habrían gastado un porcentaje más alto de su ingreso en automóviles que los ricos. Evidentemente, una política progresiva. ¿Le parece sensato?

Bueno, eso es lo que ocurre cuando se argumentan propuestas usando tautologías, es decir, proposiciones que se construyen para ser siempre verdad. Un argumento que es siempre verdad sirve para justificar cualquier cosa y, por lo tanto, no es en realidad un argumento. Si el mecanismo propuesto no le parece sensato para financiar los automóviles de los chilenos (que así transformaríamos en un “derecho social”), ¿por qué habría de serlo para financiar la educación superior?

Se pueden hacer muchos cálculos para demostrar que la tautología funciona. No tiene nada de especial, la gracia es, precisamente, que siempre funciona. Pero mejor concentrémonos en la que parece ser la propuesta de fondo. Obviemos el que sus proponentes la cataloguen de “interesante” —lo que es un poco inmodesto, dado que ellos mismos la diseñaron— y concentrémonos en el punto central. La idea sería “corregir” la propuesta del actual gobierno de crear un crédito contingente en ingresos en dos direcciones: (1) universalizar el sistema para que cubra al 100 % de la población y no sólo al 90 %; (2) cobrar, en lugar de un crédito, un impuesto especial a todos los graduados de educación superior de modo de financiar el sistema.

Lo primero, es celebrar que ya estemos hablando de corregir un modelo que nos parece adecuado y no de gratuidad universal financiada con impuestos generales. Por ello, nos parece muy apropiado que se hable de cobrar a los que se benefician de la educación y no a todos. En definitiva, la propuesta no es gratuidad ni pretende serlo, lo que parece bastante razonable. Más discutible es expandir el sistema al 10 % más rico, debido al subsidio en tasas de interés que conlleva el CAE.

Sin embargo, la segunda parte de la propuesta tiene problemas evidentes. Dado que ya no se paga la universidad por lo que cuesta la carrera que se estudia, sino por lo que se produce después, esto genera evidentes desincentivos a estudiar carreras relativamente mejor remuneradas o, al menos, a graduarse de ellas. Incluso, puede desincentivar el esfuerzo escolar, toda vez que el premio de ir a la mejor carrera de la mejor universidad es ahora menor (el cálculo de Sanhueza es que se pagaría un 200 % de impuestos por sobre el costo de la carrera).

Si existen universidades privadas que decidan no recibir las transferencias estatales (lo que en principio sería inconstitucional prohibir), éstas se volverán más atractivas para los alumnos más talentosos, ya que, a diferencia de las universidades “gratuitas”, en las primeras pagarían sólo el costo de la carrera. En el extremo, los estudiantes más talentosos y pudientes podrían optar por salir a estudiar fuera del país y, de esa forma, eludir completamente el impuesto.

Todo lo anterior afectaría de manera no trivial la acumulación de capital humano en el país y resulta de una debilidad fundamental en un argumento que es evidentemente incompleto si se hace un análisis de buena economía. Existen tres vías para que un alumno que no puede pagar la universidad con sus ingresos corrientes pueda asistir a ella: un crédito, impuestos específicos y gratuidad “efectiva” financiada con impuestos generales.

Los impuestos específicos se usan para alterar decisiones que son socialmente indeseables. Si algo es más beneficioso para la sociedad que para los privados, lo subsidiamos —y es un argumento por el cual las tasas de interés del CAE están subsidiadas, tener una población marginalmente sobre educada es mejor que una sub educada—, si algo es socialmente más costoso que su costo privado, le ponemos un impuesto. ¿Cuál es el daño que nos hace la educación superior que queremos ponerle un impuesto específico? Si no hay respuesta, entonces tenemos que movernos hacia impuestos generales y, entonces, el uso alternativo de los recursos vuelve a morder fuerte. Financiar la educación superior gratuita universal con impuestos de todos es innegablemente regresivo, la tautología ya no funciona.

El día 20 de junio supimos los resultados de la prueba Simce de Lenguaje de 2º Básico. Uno de cada cuatro alumnos de nuestro sistema educativo no entiende lo que lee. Las brechas, medidas por nivel socioeconómico, son enormes. ¿Cuánto podríamos hacer por estos niños si destináramos los fondos que pagarían la universidad del 10 % más rico a ayudarlos antes de que se abran estas brechas? Existiendo estas brechas, ¿de verdad todavía pretenden convencernos que no existe un conflicto de uso alternativo de recursos?

Atrapados entre lo que llaman falacias, los proponentes terminan redefiniendo gratuidad de una forma tan curiosa que, de hecho, la hacen desaparecer. Caen en una falacia. Peor aún, presentan un análisis incompleto de su propuesta olvidando premisas básicas de la economía: la gente responde a incentivos y los recursos siempre tienen usos alternativos.