¿Una nueva Constitución?

Hasta ahora, y con contadas excepciones, los candidatos presidenciales han brillado por su falta de imaginación. Hemos escuchado una serie de lugares comunes y trivialidades.

Posiblemente, la única excepción sea la discusión sobre el tema constitucional planteado por algunos: la pregunta es si el país debe hacer cambios a la Carta Fundamental a través de los mecanismos tradicionales o si debe hacerlo por medio de una asamblea constituyente.

Si bien el tema es importantísimo, el debate ha sorprendido por su superficialidad. Ha estado repleto de clichés y de bravatas. Un participante, incluso, sacó a relucir el lema del escudo nacional, “Por la razón o la fuerza”, como si ello agregara peso intelectual a su punto de vista.

Al margen de la viabilidad de una asamblea constituyente, es útil conocer las experiencias de otros países que han seguido esa ruta; saber qué hicieron, cómo son esas nuevas constituciones, cómo se comparan con patrones más tradicionales, y cuáles han sido los resultados de estos nuevos ordenamientos.

Y, como se verá, esas experiencias no son auspiciadoras; al contrario, los países de la región que han seguido la senda de la asamblea constituyente están entre los que menos respetan los derechos políticos y las libertades ciudadanas, incluyendo la libertad de prensa. También son los países con menores libertades económicas y capacidad de emprendimiento.

Neopopulsimo constitucional

Durante los últimos años se han aprobado nuevas constituciones en Venezuela (1999), Ecuador (2008) y Bolivia (2009). Las tres fueron escritas con el propósito de “refundar” estas naciones, y fueron redactadas con la ayuda de la Fundación Centro de Estudios Políticos y Sociales, un think tank dirigido por Roberto Viciano Pastor, profesor de la U. de Valencia.

Todas difieren de la mayoría de las constituciones modernas en, a lo menos, tres aspectos. Primero, son documentos fáciles de enmendar y de reformar, y su expectativa de vida no supera los 10 años. Viciano Pastor y su colega Rubén Martínez han argumentado que las constituciones latinoamericanas deben ser documentos sin terminar, siempre sujetos a ser cambiados por mayorías políticas circunstanciales.

Segundo, se supone que estas nuevas constituciones deben ayudar a alcanzar ciertas metas políticas. Es decir, se obvian todas las pretensiones de imparcialidad, objetividad y ecuanimidad. En el caso de Venezuela, su objetivo es construir un sistema político basado en los principios del “socialismo del siglo XXI”.

Tercero, según el nuevo constitucionalismo latinoamericano, a los tradicionales poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial se añaden dos: el poder ciudadano y el poder electoral. Es precisamente sobre la base de estos dos nuevos poderes que el neoconstitucionalismo promueve el uso recurrente de plebiscitos y referendos para avanzar en las agendas políticas y sociales de la mayoría de turno. Es decir, esta novel doctrina ha elevado una de las características fundamentales del populismo -el que el líder populista apele de manera directa a las masas para obtener sus objetivos- a nivel constitucional.

Aspiracionales y protectoras

En fuerte contraste con las constituciones tradicionales de las Américas, las nuevas constituciones de Venezuela, Ecuador y Bolivia no son documentos breves. Al contrario, son largos volúmenes que cubren todos los aspectos de la vida; regulan considerables facetas de las actividades sociales, políticas y económicas; y establecen detallados derechos para individuos, grupos y regiones. La Constitución venezolana tiene 350 artículos permanentes; la ecuatoriana 442, y la boliviana 411. La de EE.UU., en contraste, sólo tiene siete artículos y 27 enmiendas.

Estas nuevas cartas fundamentales elevan al nivel constitucional asuntos que tradicionalmente han sido materias de leyes o reglamentos. Muchos de estos derechos y obligaciones fueron agregados por miembros de las asambleas constituyentes como quien cuelga adornos en un árbol de Pascua. Los resultados han sido verdaderos Frankensteins jurídicos, con disposiciones contradictorias, obligaciones imposibles de cumplir y generalidades repletas de demagogia.

Las nuevas constituciones latinoamericanas caen dentro de la categoría de lo que la jurista Robin West, entre otros, ha llamado las constituciones aspiracionales, las cuales presentan las metas y ambiciones de una sociedad, en vez de proteger los derechos de los ciudadanos ante las amenazas de déspotas potenciales.

Un ejemplo de todo esto es la Constitución ecuatoriana de 2008. Este documento establece que es obligación del Estado buscar la integración política, económica y financiera de América Latina. También lograr la soberanía alimenticia y financiar la investigación científica. Además prohíbe un sistema de pensiones administrado en forma privada y establece que el Estado garantizará a todos los ciudadanos de la tercera edad acceso gratuito a los servicios de salud y a las medicinas, independientemente de sus ingresos y riqueza. Siguiendo la modalidad aspiracional, también establece que los ciudadanos tienen la responsabilidad de no mentir o ser perezosos.

Sin embargo, en este documento de 442 artículos no hay una sola palabra acerca de cómo se va a financiar esta lista de mandatos y obligaciones. Dados la baja capacidad de recaudación de impuestos y el deficiente sistema de administración tributaria, es probable que muchas de estas obligaciones queden sin financiación y que el Estado no pueda prestar muchos de los servicios de mandato constitucional.

Otro caso digno de estudio es el de la Constitución venezolana. Según Viciano Pastor y Martínez Dalmau, los padres del neoconstitucionalismo populista, el objetivo de la nueva Constitución de la bolivariana república es “la destrucción de un sistema (político) anterior y la construcción de un nuevo sistema”: el socialismo del siglo XXI. Por ello, aseveran, su objetivo no es “establecer el modelo final, sino posibilitar que este modelo pudiera ser pensado con más tiempo y sin la amenaza inminente de un regreso al viejo sistema”.

En febrero de 2009 se enmendó la Constitución venezolana a través de un referendo, abriéndole a Hugo Chávez -y a otros funcionarios electos- la posibilidad de ser reelegidos un número ilimitado de veces. Quienes apoyan estas disposiciones argumentan que los sistemas parlamentarios, como los de los países europeos, permiten que un partido sea reelegido de manera continua, y que mientras ese partido mantenga a su líder, él o ella puede seguir al mando del Ejecutivo por un período ilimitado de tiempo. Estos argumentos, sin embargo, ignoran dos puntos importantes. Primero, en un sistema parlamentario es posible censurar al primer ministro, una opción que no está disponible en la venezolana, donde los ministros pueden ser censurados, pero no el Presidente. Segundo, en la mayoría de los países latinoamericanos la intervención gubernamental en el proceso electoral tiende a ser rampante. Permitir la reelección indefinida, con un alto grado de probabilidad, tenderá a aumentar la intromisión y la interferencia gubernamentales. Y eso es lo que pasó en Venezuela durante, al menos, las dos últimas elecciones, donde las acusaciones de favoritismo, intervenciones indebidas y fraude han sido masivas.

El derrumbe de la libertad

Según un dicho sajón, la única manera de descubrir cuán bueno es el pastel es comiéndolo. En el caso de las nuevas constituciones latinoamericanas, esto significa que su bondad debe evaluarse por sus resultados: por la protección que las cartas dan a los derechos políticos e individuales, y la libertad de prensa. Y estos resultados, definitivamente, no son buenos.

Según la ONG Freedom House, una institución que durante años ha sido la némesis de dictadores y déspotas, ni Bolivia ni Ecuador ni Venezuela son países políticamente libres; los tres son calificados como “parcialmente libres” y obtienen calificaciones mediocres en “derechos políticos” como en “libertades ciudadanas”. En una escala de 1 a 7, donde 1 es excelente y 7 es pésimo, Bolivia obtiene un 3, Ecuador un 3,5 y Venezuela un 5. Chile, en contraste, es calificado como una nación libre, con el máximo de 1.

En un informe reciente (2013) sobre la libertad de prensa del mismo Freedom House, Venezuela está en el lugar 168, entre Chad y Suazilandia, y Ecuador en el 134. Ambos son calificados como “no libres” en lo que a prensa se refiere. Bolivia está un poco mejor, en el 48, pero aún significativamente por debajo de Chile (31).

Estos países tampoco lo hacen bien en el ranking sobre libertad económica, emprendimiento y facilidad para inversiones y hacer negocios del Banco Mundial: Venezuela está en el puesto 180 de 185 países; Bolivia, en la posición 155; y Ecuador, en el 139. Chile, por su parte, es el mejor de América Latina, en el puesto 37.

Todo lo anterior nos sugiere algo tan simple como contundente: en la historia latinoamericana reciente, las asambleas constitucionales no han dado buenos resultados. Han generado constituciones tipo Frankensteins que han puesto las libertades en peligro, han permitido el abuso del poder y han contribuido a disminuir la libertad de prensa. Chile no necesita nada de eso. Desde luego, hay que cambiar algunas de nuestras disposiciones constitucionales, pero hay que hacerlo como lo han planteado personas tan diversas como Camilo Escalona y Andrés Velasco: por la vía institucional.