¿Dos «booms» latinoamericanos?

En 1963, hace cincuenta años, se publicaron las novelas “La ciudad y los perros” de Mario Vargas Llosa y “Rayuela” de Julio Cortázar. Ambas causaron revuelo entre lectores y críticos, y pusieron a América Latina en el mapa de la ficción universal. Con ellas se iniciaba el boom de la literatura latinoamericana. 

La Ciudad y los Perros narra la historia de un grupo de cadetes en el colegio militar Leoncio Prado de Lima, y ganó el codiciado Premio Biblioteca Breve de 1962. Para ser publicada en España tuvo que sortear los obstáculos de la censura franquista. Como el propio Vargas Llosa ha contado, los censores del Generalísimo objetaron (entre otras) la palabra “prostíbulo”, la que tuvo que reemplazar por “burdel”. Medio siglo después de aparecida, La Ciudad y los Perros mantiene su fuerza y  atrevimiento. Su estructura, sin narrador fijo, con puntos de vista cambiantes, tiempos verbales alternados, y largos monólogos interiores aún produce vértigo y asombro.

Rayuela trata sobre la vida de un grupo de jóvenes en Paris, los que se debaten entre la nostalgia y la ilusión, entre la idea de partir o permanecer en ese extrañamiento doloroso del que habló Samuel Beckett. El que la novela estuviera dividida en capítulos imprescindibles y prescindibles, y que se pudiera leer en distintos órdenes – de adelante para atrás, o alternado capítulos en forma aparentemente azarosa, empezando por el 73 — causó sorpresa y admiración.

Durante los años siguientes Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Guillermo Cabrera Infante, Juan Carlos Onetti, y José Donoso produjeron obras que deslumbraron al mundo. Al releer estos textos uno se maravilla por la frescura y vigencia de muchos de ellos. De hecho, más de alguien podría parafrasear a Carlos Gardel y decir que, en lo que Latinoamérica se refiere, “cincuenta años no es nada”.

Sin embargo, esta idea es enormemente errada: la América Latina de hoy poco tiene que ver con la de hace medio siglo. En 2013, y con la dolorosa excepción de Cuba, todos los países tienen un sistema democrático. Además, nuestra región dejó el ensimismamiento y la auto referencia y se abrió al mundo. En vez del desastre de entonces, muchos de nuestros países – incluyendo Chile y Perú — tienen economías dinámicas y exitosas, una clase media emprendedora y exigente, niveles de pobreza que disminuyen año a año, crecimiento sólido, inflación controlada, y un sector exportador eficiente.

Cincuenta años después del boom de la literatura latinoamericana, nos encontramos ante un boom económico.

El mundo de entonces

En 1962, cuando Vargas Llosa obtuvo el Biblioteca Breve, el Perú estaba gobernado por un militar, el general Pérez Godoy. Ese mismo año el presidente argentino Arturo Frondizi fue depuesto en un cuartelazo. Un año después hubo golpes de estado en Ecuador, Guatemala, y Honduras; y en 1964 les llegaría el turno a Bolivia y Brasil.

Pero las diferencias entre entonces y ahora no se limitan al panorama político. A comienzos de los 1960 América Latina era lugar lleno de paradojas. A pesar de la abundancia de recursos naturales, la nuestra era una región de pobrezas legendarias, inestabilidades macroeconómicas, grandes ineficiencias, populismos enlarvados, una clase media casi inexistente, y una economía basada en el proteccionismo, la discrecionalidad y el abuso gubernamental.

Como lo muestra en forma magistral La Ciudad y los Perros, en los 1960 el racismo era rampante en casi toda la región. En eso las cosas no han cambiado demasiado. Es verdad que el desprecio que sienten los costeños (como el Jaguar o el Boa, en la novela) por los serranos (como Cava), ya no es tan abierto como entonces, pero aún existe. Lo vemos cada día, en actitudes y comportamientos, en la legislación y las costumbres.

En los 1960, en casi todos nuestros países – la gran excepción era Argentina — el sistema educativo era malísimo y estaba basado en un autoritarismo pasmoso. Claro, no era tan brutal como en el colegio militar Leoncio Prado, pero su calidad era muy pobre. Hoy, la calidad de la educación es igualmente mala, con el agravante de que en un mundo globalizado no tener una educación de excelencia se paga muy caro. Y Argentina ya no es una excepción; su educación zozobra desde hace rato.

En los 1960, al iniciarse el boom literario, la aspiración de todo intelectual latinoamericano era vivir en Paris, tener una buhardilla, tomar un café o una copa en el Deux Magots, discutir con amigos por horas, y encontrarse con Sartre cruzando el Pont des Arts. Esta situación fue capturada en forma magnífica en Rayuela, y posteriormente en las novelas sobre Martín Romaña de Bryce Echenique, y en “El retorno de Ulises” de Santiago Gamboa. En el siglo 21, las cosas han cambiado, y los sueños de juventud son más diversos. Ahora miran hacia New York, Sídney, Tokio, y el valle de la silicona.

La literatura es fuego

En agosto de 1967, al recibir el Premio Rómulo Gallegos, Mario Vargas Llosa pronunció un discurso titulado “La literatura es fuego”, en el que deshojó el oficio de escribir y reflexionó sobre el rol de los novelistas en Latinoamérica. Es un discurso lleno de fuerza y pasión, repleto de energía. Es asombroso pensar que ese texto lo escribió un hombre que apenas se empinaba por sobre los treinta años.

Hoy, ya bien entrado el siglo 21, partes del discurso siguen siendo pertinentes; otras, sin embargo, son un reflejo de su tiempo. Vargas Llosa argumentaba que la literatura debía ser inconformista y rebelde, y que el escritor debía ser un “eterno aguafiestas” comprometido con la realidad política y social de su país; las razones de ser del escritor eran “la protesta, la contradicción y la crítica”. Hacia el final de la alocución dijo: “dentro de diez, veinte o cincuenta años habrá llegado, a todos nuestros países como ahora a Cuba la hora de la justicia social y América Latina entera se habrá emancipado del imperio que la saquea, de las castas que la explotan, de las fuerzas que hoy la ofenden y reprimen”.

Todo eso sucedió en 1967, antes de que estallara el bullado Caso Padilla y se pusiera de manifiesto que la censura, el amedrentamiento y la persecución a intelectuales eran tan rampantes en la Cuba de Castro como en la España de Franco. En 1971 el poeta Heberto Padilla – quien en 1968 había ganado el premio Julián del Casal — fue enviado a prisión por “actitudes contrarrevolucionarias”, por escribir unos poemas bellísimos que molestaron a los burócratas del partido, por decir que en tiempos difíciles la prueba decisiva era entregar los labios y la lengua.

Este episodio, narrado de manera esplendida por Jorge Edwards en Persona Non Grata, marcó el comienzo de la gran decepción, del despertar de cientos de intelectuales ante la realidad opresiva de Cuba. Padilla tuvo que participar en un humillante acto de “autocrítica revolucionaria” para que pudiera entenderse lo que Fidel quiso decir con su famoso dictum de 1961: “Dentro de la revolución todo, fuera de la revolución nada”. De pronto esas palabras cobraron vida y significado: la labor intelectual sólo era válida si se realizaba dentro de los estrechos márgenes definidos por los funcionarios del Partido Comunista.

Hoy en día la actitud de los intelectuales hacia Cuba es mayoritariamente crítica. Los certámenes de La Casa de las Américas en La Habana, que alguna vez congregaron a lo mejor de nuestras letras, sólo reúnen a escritores desconocidos y quizás un poco ingenuos.

Además, en la actualidad nadie – o nadie de cierta estatura – comulga con la idea, tan generalizada en los años 1960, de que la literatura debe estar al servicio de una causa. Hoy, la visión aceptada es la de Borges: la literatura sólo se debe a la literatura, y su objetivo es narrar buenas historias, historias conmovedoras y atrapantes, envolventes y evocativas.

Los desafíos del boom económico

En 1969 Mario Vargas Llosa publicó “Conversaciones en la Catedral”, posiblemente su novela más famosa. En el primer párrafo, el personaje principal, Santiago Zavala (Zavalita), mira a su alrededor y al ver una ciudad triste y fea, gris y taciturna, se pregunta: “¿En qué momento se había jodido el Perú?” Esa fue una de las grandes interrogantes del boom literario: Cuándo se jodieron Perú, Chile, Argentina, Uruguay, México, y los otros países de nuestra América. Cuándo había empezado el descenso de nuestra gente. Hoy, las cosas son diferentes. Los visitantes a casi todas nuestras naciones se preguntan, llenos de asombro, “¿En qué momento despegó este país?” Esa es, quizá, la pregunta que mejor captura al boom actual.

Pero, claro, como siempre, hay excepciones. Las más obvias (pero las únicas) son Venezuela y Argentina, con sus políticas populistas, inflación galopante, arbitrariedad, controles alarmantes e intrusos, violación de los derechos de propiedad, y ausencia del estado de derecho. Pero a pesar de estas excepciones, la prensa internacional – el Economist, Financial Times, Le Monde, Die Zeit – se refiere, en forma justificada, al despertar latinoamericano.

El desafío de nuestros días es cómo hacer para que de aquí a 50 años aún se hable de este boom económico; que éste sea perdurable, que no sucumba como tantas esperanzas que se marchitaron y quedaron a medio camino. Debe ser un boom que derrote las desigualdades que arrastramos desde hace siglos, que mueva a todos los latinoamericanos en la senda de la dignidad; un boom que supere las fisuras, limitaciones y fracturas sociales que se encontraban presentes en muchos de los relatos de los grandes novelistas de los 1960, y que aún perduran.

La respuesta empieza – y esto lo sabemos todos (o casi todos) – por hacer una revolución en el sistema educativo; sigue por desterrar la corrupción y el amiguismo, por fortalecer las instituciones, impulsar la cultura, ampliar los márgenes de la libertad y de la tolerancia, y terminar con el racismo y la discrecionalidad burocrática.

Al final, un verdadero despegue requiere decirle “no” a la recurrente tentación populista, hablar con la verdad, mantenerse alerta, no bajar la guardia, recordar nuestra historia de tristezas y frustraciones, y entender que nuestros hijos merecen un mundo mejor, un mundo de libertad, un mundo que no esté jodido como el de Zavalita.