Moscú, Stalingrado y la sorprendente independencia del Poder Judicial en la Argentina

Nunca es sencillo evaluar la trascendencia histórica que pueden significar la derrota en batallas trascendentes, tanto en el plano político como militar. Solamente “ex post facto” es posible determinar cuál fueron las implicancias efectivas para el desarrollo de un conflicto y para el destino de sus protagonistas. Pero la derrota que experimentó esta semana la presidenta Cristina Fernández de Kirchner al fracasar en su intento de desguazar al Grupo Clarín sin lugar a dudas se asemeja al ya famoso “voto no positivo” del 2008 del por entonces vicepresidente Julio Cobos, en el contexto del conflicto con el sector agropecuario.

Se trató en realidad de un doble fracaso. Por un lado, el Grupo Clarín consiguió su objetivo de máxima — evitar que nada pasara el famoso 7D y que el proceso judicial demorara por bastante tiempo, seguramente hasta pasadas las elecciones de mitad de mandato del 2013, la resolución de la cuestión de fondo (la constitucionalidad de dos artículos de la ley que fuerzan la venta de activos en el lapso de 12 meses). Por otro lado, y tal vez mucho más importante, el Poder Judicial estableció un freno institucional hasta ahora inexistente al liderazgo imperial desplegado por la Presidente en el último año. Se trata de un estilo de naturaleza plebiscitaria, bonapartista y transformacional y que, por consiguiente, no tolera los eventuales obstáculos que fuerzas minoritarias o personas jurídicas o políticas puedan interponer de acuerdo al marco legal vigente.

Es cierto que, luego de la derrota electoral del 2009, el kirchnerismo logró recomponerse hasta alcanzar una victoria extraordinaria en las elecciones presidenciales de octubre del 2011, hay dos factores fundamentales que en este contexto están ausentes. Por un lado, la economía se estancó y hay pocos síntomas de que recobre el vibrante crecimiento experimentado entre el último trimestre del 2009 y el tercero del 2011. Por otro, no hay a la vista ningún evento que dispare nada parecido a la inesperada ola de empatía solidaria que despertó la muerte de Néstor Kirchner. Es cierto que ningún líder de la oposición ha logrado, al menos hasta ahora, capitalizar el desgaste y los errores no forzados de Cristina y su pequeño y fatigado equipo de colaboradores. Pero dentro del amplio espectro del peronismo aparecen amenazas no menores, sobre todo en protagonistas ideológicamente muy distantes del oficialismo aunque relativamente prudentes a la hora de tomar distancia del gobierno, como Daniel Scioli, Sergio Massa, José Manuel de la Sota y Juan Manuel Urtubey.

La suerte política y en algún sentido electoral de Cristina Fernández de Kirchner no está aún del todo echada, pero su obsesión casi enfermiza con derrotar a Clarín expuso de forma contundente algunos de las debilidades más significativas que caracteriza su liderazgo: la dificultad para calcular tácticas y estrategias adecuadas y de saber manejar los tiempos a efectos de evitar pagar altos costos políticos, la poca habilidad para elegir a sus colaboradores y una sorprendente confusión para jerarquizar las prioridades de su gestión.

Algo parecido ocurrió con dos acontecimientos históricos que fueron eventualmente conceptualizados como puntos de inflexión en el desarrollo de importantes conflictos bélicos y que terminaron arrastrando a sus principales protagonistas a una contundente derrota final. Al margen de las cuantiosas bajas militares, tuvieron dos efectos particularmente deletéreos: generaron profunda preocupación y desconfianza en la propia tropa, sobre todo en los mandos medios y superiores; asimismo,  alertaron a los enemigos acerca de que era en efecto posible doblegar a fuerzas en apariencia arrolladoras y a generales con reputación de imbatibles.

Entre agosto de 1942 y febrero de 1943, las fuerzas del ejército alemán intentaron infructuosamente conquistar un territorio clave para dominar el Río Volga y afirmar así su predominio en el frente Este, en las cercanías de la actual ciudad de Volgogrado, por entonces denominada Stalingrado. Se trató de uno de los episodios más sangrientos y despiadados de la Segunda Guerra mundial, y es considerado por los expertos como un punto de inflexión en el desarrollo de ese brutal conflicto. Por un lado, quedó seriamente comprometido el liderazgo de Adolf Hitler frente a sus propias fuerzas, que advirtieron las costosas consecuencias de sus caprichos y obsesiones. Por otro lado, resultó evidente la imposibilidad de mantener tantos frentes simultáneamente abiertos. Recién a mediados del año siguiente fueron el desembarco en Normandía y los Acuerdos de Bretton Woods. Pero a pesar de que tuvo  posteriormente algunas victorias militares puntuales, la Batalla de Stalingrado constituyó una derrota crucial para las fuerzas alemanas.

Otro poderoso ejército había pretendido antes algo parecido con resultados igualmente negativos. Fue el caso nade menos que de Napoleón Bonaparte cuando intentara en 1812 dominar al Imperio Ruso: calculó muy mal el tiempo que le llevaría la operación y el invierno se convirtió en un enemigo igual o aún más feroz que las tropas del Zar Alejandro I.  El ejército francés fue prácticamente devastado. Peor aún, quedó vulnerada la reputación de invencibilidad que hasta entonces tenía el gran Napoleón. Y si bien le tomó sólo un año reconstruir al menos parcialmente su poderío militar, su liderazgo imperial nunca recobró la solidez, el brillo y la legitimidad que lo habían caracterizado hasta la frustrada aventura rusa, siendo totalmente derrotado tres años más tarde.

La presidenta Fernández de Kirchner se metió a sí misma y a su gobierno en un laberinto del que no es fácil escapar: está librando una guerra contra Clarín y el Poder Judicial, que representan en su visión los intereses o  “poderes concentrados”, expresadas en “corporaciones” (que incluyen también a los militares, la iglesia y las empresas privadas, todas domesticadas bajo la férula imperial que ejerce el manejo discrecional del presupuesto, los efectivos riesgos confiscatorios y el uso arbitrario de la regulación). En la concepción que predomina en el kirchnerismo, esos poderes se oponen a la legitimidad popular expresada por el voto. De ahí el carácter anti democrático, casi golpista que, en esa concepción,  implica la defensa de esos intereses sectoriales.

El discurso épico de la Presidenta y el clima de profunda polarización que viene caracterizando a la Argentina sobre todo desde el conflicto con el sector agropecuario de 2008 es una expresión de esta visión tan peculiar del proceso político argentino y del lugar que los Kirchner se han asignado en él. En este sentido, las cuestiones formales (la división de poderes, el sistema de frenos y contrapesos, los fallos de la Corte Suprema de Justicia, la autonomía de los Estados provinciales y del Banco Central, la credibilidad de las estadísticas y el acceso a la información públicas, etc.) son consideradas cuestiones menores frente a la magnitud y trascendencia histórica y moral de los objetivos buscados. En síntesis, para Cristina Fernández de Kirchner el fin justicia los medios y su estatus como presidente legítimamente electa le da pleno derecho para desplegar una agenda personal de prioridades sin que puedan ejercerse ningún tipo de restricciones.

Se trata entonces de una peculiar concepción de la democracia y del poder: fuertemente personalista y voluntarista, encuentra en la tradición populista latinoamericana una cómoda referencia donde los atributos de ejercicio pleno de la autoridad sustentado por el apoyo de las masas predominan por sobre cualquier otro principio del republicanismo, fundamentalmente el de gobierno limitado. Por el contrario, esas eventuales restricciones son consideradas una violación a la voluntad popular expresada y canalizada en el carisma y la visión del líder.

Es por eso que una de las frases más famosas de Getulio Vargas fue “a los enemigos, ni justicia”. Eso supone que es el líder el que define quién puede estar sujeto al debido proceso y quién no. Esta semana que pasó, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, la Cámara Federal de Apelaciones en lo Civil y Comercial y un conjunto de magistrados de todo el país demostraron que, a pesar de la fragilidad institucional que ha caracterizado históricamente a la Argentina, todavía quedan vigentes algunos atributos mínimos de Estado de Derecho.

La democracia liberal es un proyecto nonato en el país, pero los límites que encontró el liderazgo imperial de CFK, derivados de sus errores y fracasos personales, abren la posibilidad efectiva de alternancia en el poder. La historia continúa, pero tal vez el 6 de diciembre sea en el futuro recordado como el Día de la Independencia del Poder Judicial en la Argentina.