Pero el mercado no es el colesterol malo del liberalismo

El mundo y la Argentina han venido desde hace ya muchas décadas oscilando en el delineamiento del rol del estado y el rol de los mercados. Este proceso ha sido y es, en perspectiva histórica, algo de ida y vuelta. Y seguirá siendo así más allá de lo que vamos a vivir todos nosotros. En la última vuelta del péndulo, los sucesos de la crisis financieras y fiscales en las economías centrales han puesto en cuestión si la evolución descontrolada del capitalismo financiero mal regulado y la concentración de la riqueza financiera y del ingreso son compatibles con el funcionamiento normal de los sistemas económicos y políticos. Aún en economías bastante aisladas de la crisis, como China, que va a ser seguramente el próximo polo de poder económico y político del planeta, existe un fenomenal problema de delineamiento e interacción entre mucho estado y mucho, pero mucho, mercado. En suma, el mundo está reacomodándose en una adaptación institucional en curso que está funcionando de modo diferente en distintas partes del mundo. Es distinto el proceso en EEUU, en Europa y en Asia. Y también lo es, salvando las distancias, en la Argentina. La diferencia está en que Asia, EEUU y Europa –y las mayores economías de América Latina- están surfeando un proceso de acomodamiento a un nuevo equilibrio entre mercado y estado. Nosotros en cambio, parece que estamos enfrascados en un blanco-negro, algo muy diferente a lo que pasa a nuestro alrededor.

Parte de esta confusión se debe a la pérdida de ascendente de los intelectuales en general, y de los que saben algo de economía en particular. Es que el modelo que se fue gestando en la Argentina en la última década prefiere a los operadores de batalla más que a los pensadores estratégicos. Los primeros suben y suben cada día más en la nomenclatura. Los segundos van quedando en el camino y se apagan o salen a la banquina. Uno de los más destacados para mí, José Nun, acaba de emerger en una reaparición en el Coloquio de IDEA y en los medios, incluyendo los del grupo Clarín. Lo ha hecho hablando de democracia y populismo e inflación y crisis energética. Estos son temas tabú –cuando no deberían serlo- para la reserva de apoyo intelectual al modelo, en donde Nun ha estado en la década pasada. En una parte de su exposición, Nun hizo una conocida separación entre el liberalismo político –con el que asoció al desarrollo de las libertades civiles y de las instituciones republicanas- y por otro lado el liberalismo económico, que es para él donde está el problema. El argumento central es que el liberalismo económico y por extensión el libre funcionamiento de los mercados lleva a la concentración del poder y choca con el otro liberalismo, al privar a la gente común a que desarrolle sus libertades. El liberalismo económico es el colesterol malo de la historia; el político el bueno.

Mucho de lo que Nun dice es asimilable a la crisis financiera internacional y expresa una genuina preocupación intelectual que nos ayuda a reflexionar. Pero me atrevo a disentir si la extensión lógica del argumento lleva a confundir al mercado con el liberalismo económico desregulado y concentrado. Es que las dos cosas no son lo mismo y precisamente el desarrollo de las instituciones económicas del capitalismo ha tratado de lidiar con el balance entre los incentivos individuales –que son el motor del progreso económico- y las patologías de fallas diversas que van desde la concentración y el abuso de poder dominante hasta fallas colectivas o de coordinación de un sistema de decisiones descentralizadas. Todas estas cosas son el colesterol malo, los mercados no.

Es que el argumento llano y sin calificaciones que expresó Nun tiene fallas tanto conceptuales como históricas. Lo que conocemos como liberalismo político es el resultado de la evolución de la sociedad a partir de aumentos sustanciales en el nivel de vida provocados por el libre funcionamiento de millones de decisiones individuales, desde la revolución industrial hasta ahora, y que no pueden ocurrir en otro ambiente que no sea de relativa libertad de mercado. El riesgo es que este proceso concentre -en vez de atomizar, como se promete- el poder. Pero esos son los riesgos que hay que limitar o regular. Lo otro es tirar el agua de la bañadera y el bebé al mismo tiempo.

El riesgo de no ver esta interrelación entre mercados y libertades políticas nos pone, casi simétricamente, frente a otros problemas graves. Los pensadores que han defendido a ultranza de la libertad de los mercados podrán estar equivocados pero han puesto en perspectiva que la supresión de esas libertades puede ser la antesala de la limitación de las libertades políticas, requeridas para reprimir las decisiones que buscan evadir controles o implementar el colectivismo. Y si bien este argumento no puede usarse para negar que los mercados financieros hoy deban regularse más y mejor, lo cierto es que la historia les ha dado la razón en más de un evento. Por extensión, hasta me atrevería a decir que una parte de los problemas de funcionamiento republicano que hemos venido padeciendo in crescendo en la Argentina son el producto de ir avanzando cada vez más en la supresión de las libertades económicas.