Meritocracia

Una versión resumida del siguiente artículo fue publicada en El Espectador el 9 de junio de 2012

Las palabras tienen vida propia. Cambian de significado caprichosamente. Pueden incluso contrariar los deseos de quienes las acuñan. En 1958, el escritor y político británico Michael Young publicó una novela futurista en la tradición de Aldous Huxley y George Orwell, titulada El ascenso de la meritocracia, 1870-2033.  Young quiso darle a la palabra “meritocracia” un sentido peyorativo, sarcástico. La novela describe el surgimiento de una sociedad estratificada, donde el éxito depende de la posesión de ciertas habilidades mentales (estrechamente definidas). En la sociedad imaginada por Young, el sistema educativo selecciona a los ganadores y descarta a los perdedores. No juega ningún papel formativo o redentor. En 2033, la elite meritocrática, convertida ya en una aristocracia arrogante, convencida de sus merecimientos, es derrocada por una revolución violenta. El narrador de la novela, un sociólogo en trance doctoral, es asesinado por la turba sublevada.

Antes de publicarlo, Young le confió el título de su libro a una amiga que estudiaba literatura clásica en Oxford. Esta protestó escandalizada. En su opinión la palabra “meritocracia” solo podría ocurrírsele a un ignorante: “mezclar en una misma expresión una raíz latina (mereo) con otra griega (cracia) es un signo imperdonable de ignorancia y de mal gusto”, dijo. Young pasó por alto los escrúpulos clasicistas de su amiga. Pero probablemente, ya lo veremos, se arrepintió de su insolencia.

Por cuenta de la evolución impredecible del lenguaje, la palabra “meritocracia” asumió gradualmente una connotación distinta, casi opuesta a la originaria; se convirtió en un sinónimo de igualdad de oportunidades e incluso de igualdad en general. Un “sistema meritocrático” denota ya no un sistema excluyente, sino todo lo contrario, un sistema abierto, sin privilegios heredados, ni favoritismos odiosos. Actualmente los políticos que desean posar de justos e independientes, proclaman su compromiso inquebrantable con la meritocracia, esto es, con el mérito individual como criterio exclusivo para la selección y escogencia de los empleados públicos.

En 2001, un año antes de su muerte, Michael Young escribió un largo artículo de prensa en el que lamentaba, en tono vehemente, el nuevo significado de la palabra meritocracia. Young invitó a Tony Blair, entonces primer ministro de Inglaterra, a que eliminara de sus discursos la palabra en cuestión o a que admitiera, al menos, el lado oscuro de la meritocracia. Una cosa es la asignación de cargos con base en el mérito individual, escribió Young, otra muy distinta la consolidación de una nueva clase social, de una elite inexpugnable y arrogante que considera que merece todos los privilegios. “Al contrario de quienes se lucraban del nepotismo, las nuevas elites creen firmemente que la moralidad está de su lado”.

No todos estuvieron de acuerdo con Young. John William Gardner, un educador y político estadounidense que promovió la generalización de las pruebas estandarizadas, escribió una riposta al libro de Young (Excellence: Can We Be Equal and Excellent Too?): “el libro es entretenido y constituye un sermón eficaz en contra de una utopía basada en una rigurosa e imaginativa aplicación del principio del mérito. No constituye, sin embargo, un sermón que necesitemos particularmente. Nuestra sociedad tiene numerosas y poderosas defensas en contra de ese tipo de excesos”, escribió Gardner.

Gráfico 1.  Frecuencia relativa de la palabra “meritocracia”, inglés y español

 

 

Pero más allá de las protestas y los reclamos de Michael Young, el éxito de la palabra. “meritocracia” es innegable. Ha sido ya incorporado en el lenguaje coloquial, no solo en la demagogia política. El gráfico 1 muestra la aparición relativa de la palabra en cuestión en miles de libros en inglés (panel superior) y español (panel inferior) (ver aquí para una explicación de la metodología). El crecimiento ha sido sistemático, pero distinto en ambos idiomas. En inglés ocurrió, sobre todo, en los años setenta y noventa. En español, el ascenso de la “meritocracia” (de la palabra, esto es) ha sido mucho más reciente.

Sea lo que sea, los escrúpulos semánticos de Young no son irrelevantes. Todo lo contrario. Llaman la atención sobre los peligros que acechan a una sociedad donde el mérito es entendido de manera estrecha y asociado consiguientemente con trayectorias académicas y laborales muy específicas. Young criticó duramente al gabinete de Blair, conformado por una elite meritocrática, poseedora de unas credenciales académicas impecables, pero, en últimas, un ejemplo casi paradigmático de las nuevas formas de exclusión. Lo mismo podría decirse sobre el gabinete del presidente colombiano actual Juan Manuel Santos o sobre los cuadros directivos de muchas empresas multinacionales. O sobre el acceso a posiciones de visibilidad y privilegio en muchos países latinoamericanos.

En fin, si el mérito se asocia exclusivamente con unas cuantas instituciones educativas o con un conjunto estrecho de competencias y habilidades, la meritocracia es casi indistinguible del nepotismo o del amiguismo. La meritocracia, insinuó Young hace ya más de medio siglo, puede ser un eufemismo conveniente para designar una nueva forma de exclusión. Su insinuación, sobra decirlo, no ha perdido vigencia.

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