Tarifas y Subsidios: diez años después, lo barato sale caro

En pocos días se cumplirán 10 años del abandono de la Ley de Convertibilidad, la sanción de la Ley de Emergencia Económica, y la modificación (profundizada desde 2003-2004) de la política regulatoria aplicada desde el gobierno nacional.

Las características distintivas del nuevo paradigma regulatorio vigente desde 2003 son claramente identificables según sus desvíos de lo que el enfoque profesional (doméstica e internacionalmente, en ámbitos académicos y gubernamentales, y dejando espacio para divergencias menores) considera una “buena práctica”.  Concretamente, tiene los siguientes problemas centrales:

  • Focalización: no promueve la competencia ni confina la regulación directa a los “monopolios naturales no desafiables”.
  • Instituciones: hay entes intervenidos, “estatización” permanente, confusión de roles de planificación, regulación y provisión (por ejemplo, ENARSA).
  • Transparencia: se toman decisiones unilaterales, sin audiencias ni consultas públicas, apelando a la Ley de Emergencia (extendida cada año desde 2002)
  • Nivel, estructura y ajuste tarifario: las tarifas están por debajo de los costos de largo plazo, se aplican subsidios para cubrir mayores costos si es necesario, la tarifa social es inexistente o está mal concebida (serios errores de inclusión y exclusión), y se reemplazó el anterior esquema price-cap con revisiones periódicas (quinquenales) por un esquema costo-plus (si existe ajuste de ingresos vía subsidios) bajo el cual son mucho menores los incentivos a reducir los costos (ya que tal esfuerzo es transferido de forma inmediata a los usuarios).
  • Más generalmente, se aplica un esquema de tipo “comando y control”, discrecional, sin incentivar la inversión ni la eficiencia productiva.

Si bien las características propias de la nueva política regulatoria marcaron desde el principio su concepción cortoplacista y reñida con la asignación eficiente de los recursos, el contexto crítico del año 2002 fue visto como un atenuante para las medidas iniciales “de emergencia”, perspectiva que fue perdiendo validez a medida que el contexto económico, político y social del país se fue recuperando. Desde mediados de la década pasada ha quedado bien claro que la crisis del 2002 fue en realidad una oportunidad para instaurar una nueva política regulatoria, de carácter pretendidamente permanente.

En los últimos años, el fuerte crecimiento de los subsidios a los servicios públicos bajo la órbita del gobierno nacional ha sido crecientemente reconocido como muestra de la insostenibilidad del nuevo paradigma regulatorio. No es para menos: como lo muestra la Figura 1, ya superan el 4% del PBI, lo cual significa que exceden en un 30% la recaudación por retenciones y representan el 50% de la recaudación nacional por impuestos al trabajo; por otro lado, representan el 80% de los ingresos totales de los operadores del servicio urbano de ferrocarriles de pasajeros, el 60% de los ingresos de los generadores eléctricos (en promedio y con fuertes dispersiones según sus tecnologías y fecha de inversión), y el 70% de los ingresos de AySA.

Menos clara ha sido, sin embargo, la evaluación del precio que efectivamente pagan usuarios y no usuarios (todos contribuyentes impositivos, o potenciales beneficiarios del gasto público sacrificado, en mayor o menor medida). En efecto, aunque es claro que los subsidios permiten mantener las tarifas en menores niveles que los que deberían regir bajo la política regulatoria actual pero sin subsidios, no se ha discutido suficientemente aún si la suma de tarifas y subsidios resulta menor o mayor que lo que sería posible lograr bajo una política regulatoria alternativa, mejor orientada en términos de incentivos a la inversión, prestación de servicios de calidad suficiente y minimización de costos.

Para examinar esta cuestión, cabe distinguir entre dos tipos de situaciones (en todos los casos, con referencia a sectores y servicios bajo la órbita regulatoria del gobierno nacional). Primero, la de los servicios públicos que no reciben subsidios, a saber, el transporte y la distribución de gas natural y de energía eléctrica, e incluso (aunque se trate de un caso más complejo) la telefonía fija: el congelamiento de sus tarifas (o el muy bajo aumento desde 2001 vis-à-vis la inflación acumulada cuando éste tuvo lugar), impide remunerar sus inversiones hundidas y desalienta nuevas inversiones, pero claramente conlleva el “beneficio” (de corto plazo) de que las erogaciones realizadas por los usuarios (residenciales en particular) son menores en términos reales al confiscar las cuasi-rentas de las inversiones preexistentes. Segundo, la de los (segmentos de los) servicios públicos que sí reciben subsidios desde el gobierno nacional, como es el caso del transporte de pasajeros, el saneamiento en GBA y la generación eléctrica: aquí los subsidios deben sumarse a las tarifas para verificar si el total erogado por usuarios y contribuyentes impositivos efectivamente ha disminuido respecto de la situación observada bajo el paradigma regulatorio anterior, vigente hasta el año 2001.[1]

Concentremos el análisis en estos últimos casos, y en particular, en los siguientes:

  • el transporte ferroviario de pasajeros (de superficie y subterráneo),
  • el transporte aerocomercial a cargo de Aerolíneas Argentinas,
  • la energía eléctrica (mayorista), y
  • el servicio de agua potable y desagües cloacales en GBA.

En todos los casos resulta bastante claro –teniendo en cuenta la frecuencia, continuidad, velocidad, etc., de los servicios– que los indicadores de calidad son actualmente peores que hace 10 años atrás. Por razones de espacio, dejemos esta cuestión fuera de discusión aquí. En ese sentido, una evolución creciente de los montos totales pagados en promedio por los usuarios y contribuyentes impositivos en estos casos estaría indicando, alternativa o conjuntamente, un aumento exógeno e inevitable en los costos de provisión y/o la adopción de peores tecnologías, menores esfuerzos y en general menor eficiencia bajo el conjunto de reglas actualmente vigentes.

Veamos qué ocurrió entonces. En el caso de los ferrocarriles de pasajeros, la Figura 2 indica que si bien la tarifa promedio real cayó a aproximadamente a la mitad de lo pagado en 2001, el fenomenal aumento de subsidios recibido por los concesionarios a partir de 2005 llevó a que el total pagado de manera directa vía tarifa y de manera indirecta vía subsidios en 2010 haya aumentado en torno al 130% en términos reales (tomando un promedio de la inflación oficial mayorista y minorista que mide el INDEC).[2]

En el caso de Aerolíneas Argentinas, la Figura 3 combina las tarifas de cabotaje de la empresa con los subsidios que desde 2008 calcula la ASAP, y permite ver que mientras que los usuarios pagan actualmente tarifas domésticas similares en US$ y en términos reales a las de 1991-1994 (a su vez mayores que las de 1998-2001), la empresa recibe – subsidios mediante– ingresos unitarios entre 25% y 50% mayores (según se mida en $ constantes o en US$ corrientes, respectivamente) que los del período 1991-1994 (y entre 60% y 100% mayores que en 1998-2001).[3]

En el caso de la energía eléctrica mayorista, el precio pagado e incluido en las tarifas finales por los distintos tipos de usuarios del servicio eléctrico en todos los casos es complementado con un subsidio (vía CAMMESA de manera explícita y vía ENARSA de manera implícita, ya que éste contribuye a reducir el costo del gas natural importado que utilizan los generadores térmicos y que computa CAMMESA) recibido por los generadores con costos superiores al precio sancionado en el MEM. Así, el precio spot refleja el ingreso promedio de los generadores por unidad de energía transada en el MEM vía pagos de los consumidores o de CAMMESA, de forma tal que equivale al costo medio del sistema (donde el valor computado del capital histórico existente al año 2001 aumentó sólo un 20% nominalmente, y donde todavía no se contabilizan los subsidios de ENARSA ni las cuasi-rentas no remuneradas a los generadores con menores costos variables de generación). Puede verse entonces en la Figura 4 que en 2009 dicho costo medio ya había aumentado en términos reales un 150% por encima del valor del año 2001. En tal sentido, aunque los usuarios residenciales –mientras no tengan muy altos consumos– pagan una mínima fracción del costo actual de la energía mayorista de forma directa, de forma indirecta (vía sus aportes al fisco, y dejando de lado las distintas presiones impositivas sobre distintos contribuyentes) pagan un complemento con el cual su gasto total por unidad de energía supera holgadamente al que pagaban en 2001.

Finalmente, en el caso de los servicios de agua potable y desagües cloacales en el GBA, a cargo de Aguas Argentinas entre 1993 y 2006 de de la estatal Agua y Saneamiento Argentinos (AySA) desde entonces, la Figura 5 muestra que si bien la tarifa promedio real (definida como el ingreso operativo de cada empresa dividido por la suma de usuarios de los servicios de agua corriente y cloacas en cada momento) cayó en 2009 a aproximadamente la mitad de lo pagado en 2001, el fenomenal aumento de subsidios recibido por AySA a partir de 2006 llevó a que el total pagado de manera directa vía tarifa y de manera indirecta vía subsidios en 2009 haya aumentado desde entonces entre un 40% y un 100% (según sea el deflactor de precios utilizado).

Sin dudas, los mayores costos medios de estos servicios en 2010 vs. 2001 podrían estar motivados por mayores costos exógenos. Por ejemplo, los costos de los insumos de generación (gas natural y combustibles líquidos) han subido a nivel internacional en los últimos años, por lo cual bajo un régimen regulatorio alternativo las tarifas libres de subsidios deberían ser mayores que en 2001 y posiblemente también mayores que el pago pleno actual incluyendo subsidios. Al respecto, si bien esta posibilidad no se examina en detalle aquí, una evaluación correcta no debería perder de vista que los costos de generación actualmente remunerados en el MEM están artificialmente deprimidos, al mismo tiempo que crecen fuertemente al incorporar “energía nueva” mucho más cara que la “energía vieja” (que es –no tan– sutilmente confiscada por medio de la intervención que reconoce subsidios según sean los costos variables de generación), por lo cual la tendencia parece cualitativamente desfavorable.[4] Similarmente, buena parte del aumento de costos de AySA entre 2007 y 2010 obedece a inversiones de capital básicas que se han iniciado en los últimos años (y no se reflejan en una mayor cobertura), y en alguna medida también es cierto que el costo medio de provisión de este servicio aumenta levemente al avanzar la cobertura en áreas de menos densidad poblacional, pero las diferencias entre 2001 y 2010 parecen suficientemente importantes como para obedecer a estos motivos.[5]

Conclusión

Queda claro a partir de la evidencia revisada en esta nota que, en muchos casos, los menores precios y tarifas (en términos reales) pagados por los usuarios de los servicios públicos a partir del año 2002 han debido ser complementados con subsidios crecientes que provocaron erogaciones unitarias reales (directas e indirectas) mayores a las de hace 10 años atrás. En parte, dichas mayores erogaciones (por mayores costos de provisión) tienen explicación en mayores precios internacionales de distintos insumos básicos (combustibles) o eventualmente en inversiones recientes que no se relejan aún en una mayor cobertura o calidad de los servicios, pero en buena medida también la explicación debe buscarse alrededor de la menor eficiencia que promueve el nuevo paradigma regulatorio. Además, de mantenerse esta política en el tiempo, la tendencia es inequívoca. En efecto, los costos actuales de la energía y los servicios públicos examinados aquí seguramente sean sólo una fracción de los costos futuros bajo la permanencia y profundización de los mecanismos regulatorios actuales, en particular en el caso de la energía eléctrica donde el costo incremental con las nuevas tecnologías sumadas al MEM es muy superior al costo medio de generación actual (que sólo remunera una porción menor del costo de capital por las inversiones pasadas y que computa gas natural a precios subsidiados).

A la luz de las medidas anunciadas la semana pasada, el gobierno nacional reconoció el problema fiscal: eliminó el 1% de los subsidios totales que favorecían a un sub-grupo de usuarios industriales y comerciales (casinos, telefonía celular, mineras, etc.) y estudia ampliar dicha lista según “criterios de equidad social, competitividad y pleno empleo”, con el aditivo discursivo de hacerlo “sin cambios en las tarifas” (aunque ahora sí, aplicándolas plenamente)…

Sin embargo, aunque lamentablemente de manera consistente con sus decisiones pasadas, el cambio señalado profundiza la discrecionalidad, preanunciándose distintos precios / tarifas efectivas a usuarios no-residenciales según sea el sector económico de pertenencia, su rentabilidad, tamaño, poder de negociación, etc. Por este camino será muy difícil bajar los costos de los servicios públicos de forma sostenible, para lo cual se requiere terminar con la emergencia, mayor transparencia y previsibilidad, menor discrecionalidad, el regreso a un price-cap con revisiones periódicas (quinquenales) guiadas por una tasa de retorno razonable, terminar con la confiscación de cuasi-rentas del “capital viejo”, etc., es decir, invertir el paradigma regulatorio actual… Al respecto, si bien no hay gran espacio para el optimismo en el corto plazo, asoma una luz en el horizonte: la inevitable reducción de subsidios durante los próximos meses y años reducirá la “ilusión tarifaria”, lo cual fortalecerá (o quizás se creará) la demanda social por bajar los costos; llevará algún tiempo, pero se inicia un nuevo ciclo donde la eficiencia tendrá su lugar en el debate público.



[1] Determinar cuáles serían los precios actuales bajo una política regulatoria alternativa escapa al alcance de esta nota, de manera tal que el examen de precios, tarifas y subsidios se realiza sólo respecto de la evolución temporal y su contraste con la situación anterior a la Ley de Emergencia Económica del año 2002. En ese sentido, debe reconocerse la existencia de modificaciones en los costos de los servicios fuera del control de las empresas y de cualquier gobierno (por ejemplo, por los mayores precios internacionales de los combustibles), por lo cual no toda diferencia entre los precios actuales y los de 10 años atrás puede atribuirse a la modificación del paradigma regulatorio.

[2] Como referencia cuantitativa, nótese que –según el INDEC– la inflación mayorista acumulada entre 2001 y 2010 superó el 300%, mientras que la inflación minorista acumulada rondó el 150%.

[3] La Figura 3 no incluye varios años del período 1991-2010 a los fines de una mejor ilustración y por restricciones de información en algunos casos. Entre ellos está el año 2007, cuando existieron subsidios importantes por compensaciones ante el mayor precio del combustible. En 2008 también hubo compensaciones por este motivo, pero aparentemente bastante menores (según la información disponible en la página web de la Secretaría de Transporte, por un total en torno a los $ 30 millones en el caso de Aerolíneas Argentinas), no computadas aquí. Para computar la incidencia de los subsidios sobre las tarifas de cabotaje se supuso una asignación proporcional teniendo en cuenta la participación de dichos subsidios sobre los ingresos totales de la empresa en cada año.

[4] A nivel internacional, y tomando como fuente la Administración de Información de Energía de Estados Unidos (EIA, http://www.eia.gov/emeu/international/electricityprice.html), los aumentos de precios de la energía mayorista entre 2001 y 2008 promediaron el 100% para los usuarios residenciales y el 135% para los industriales, aunque en varios casos (incluyendo la Argentina) la información correspondiente no está disponible. Así, el aumento de la remuneración de la energía en el MEM en torno al 150% en términos reales, sin contemplar componentes de costos artificialmente deprimidos (el gas natural subsidiado por ENARSA y el costo del capital sólo un 20% superior en pesos al del año 2001), luce alto en dicha comparación internacional.

[5] Según estimaciones propias (en base a datos de 2009 y 2010), aproximadamente un 45% del total de subsidio directo recibido por AySA tiene por objeto cubrir el déficit operativo y un 55% para inversiones. Así, incluso suponiendo que en 2001 Aguas Argentinas no hubiese realizado inversión alguna, el costo medio en 2010 sería superior al de 2010 tomando un deflactor promedio entre el IPC y el IPM del INDEC.