Cuarenta años después

En colaboración con Daniel Mejía

En junio de 1971, hace ya cuarenta años, el presidente de Estados Unidos Richard M. Nixon declaró la “guerra contra las drogas”. En un famoso discurso, Nixon reiteró el compromiso con la prohibición del consumo de drogas psicoactivas y anunció un paquete de ayuda militar a los países productores y exportadores de drogas ilícitas. “El consumo de drogas ha asumido las dimensiones de una emergencia nacional… el peligro no pasará con el fin de la guerra de Vietnam. Existía antes de Vietnam y existirá después”, dijo Nixon de manera enfática.

Entonces nadie previó las consecuencias devastadoras de una decisión política motivada por factores coyunturales, por el aumento del consumo de drogas entre los soldados y veteranos de la guerra de Vietnam y por la antipatía de Nixon hacia los jóvenes que se oponían a su cruzada anticomunista, muchos de ellos consumidores habituales de marihuana y otras drogas psicoactivas. Los motivos del presidente Nixon están perdidos en la historia, en los archivos de su presidencia. Las consecuencias de la guerra contra las drogas, por el contrario, son evidentes, aparecen registradas todos los días en los medios de comunicación de todo el mundo. La guerra contra las drogas tuvo probablemente una motivación coyuntural, pero ha tenido efectos permanentes, de largo plazo.

En particular, la guerra contra las drogas desencadenó una serie de eventos que, a la vuelta de algunos años, llevaron a la consolidación de Colombia como el principal exportador de cocaína a Estados Unidos. En 1971 comenzó a escribirse la historia contemporánea de Colombia. O, mejor, a torcerse, de manera lenta pero definitiva, el destino de nuestro país.

Paradójicamente la guerra contra los drogas produjo un aumento considerable en el consumo de cocaína en Estados Unidos. “Nixon concentró su legendaria ira política en la marihuana” (Gootenberg, 2008, p. 308). Las primeras medidas represivas aumentaron las multas y las penas para el consumo de marihuana, lsd y heroína (Robbins, 1969, 16 de julio, p.  51). Pero no para el consumo de cocaína. En 1975 un documento oficial de la Casa Blanca afirmaba que la cocaína tenía una prioridad baja: “no tiene consecuencias serias tales como el crimen, la hospitalización o la muerte” (Gootenberg, 2008, p. 310).

El consumo de cocaína se toleró abiertamente por parte el gobierno de Nixon y por parte la sociedad estadounidense. A comienzos de los años setenta, la cocaína era percibida como una droga domesticada para consumidores glamorosos, hombres de negocios, actores de Hollywood y estrellas de rock, para lo que hoy llamaríamos (cabe el anacronismo) la clase creativa. La demanda creció con la aceptación gubernamental y social. Los consumidores tenían poco que temer. No había castigo. Ni tampoco estigma. Todo lo contrario: la cocaína era percibida como la champaña de las drogas. Las fiestas en Manhattan comenzaban con martinis y terminaban con “a hit of coke” (Demarest, 1981, 6 de julio).

Al mismo tiempo que crecía la demanda de cocaína, la oferta de marihuana, heroína y otras drogas psicoactivas disminuía sustancialmente como resultado de las medidas represivas puestas en marcha por el Gobierno de Estados Unidos. Miles de hectáreas de marihuana fueron fumigadas en México en los años setenta. Varias redes internacionales de distribución de heroína, entre ellas la famosa “French Connection”, fueron desmanteladas por la misma época (Gootenberg, 2008, p. 308). La marihuana comenzó a escasear en las calles de Estados Unidos. Lo mismo ocurrió con la heroína y el lsd. La caída en la oferta le abrió espacio al surgimiento de la cocaína.

El ascenso de la cocaína (y la correspondiente caída de otras drogas psicoactivas) puede estudiarse cuantitativamente. La figura 1 muestra la frecuencia de aparición, en cientos de miles de publicaciones en inglés, de las palabras cocaine, lsd y marihuana. Hasta comienzos de los años setena, la palabra cocaine apenas figuraba en la literatura y en los reportes de la prensa escrita anglosajona. Una década más tarde, a comienzos de los años ochenta, su frecuencia de aparición ya superaba a la de las palabras LSD y marihuana.  Desde el punto de vista del interés mediático y literario, la cocaína desplazó rápidamente a otras drogas psicoactivas. El auge de ésta comienza, paradójicamente, con la declaración de la guerra contra las drogas.

Al principio, la creciente demanda por cocaína fue atendida por traficantes sin mucha experiencia que aprovechaban la ausencia de controles en los aeropuertos de origen y destino. Los traficantes compraban la materia prima a los cultivadores, la procesaban localmente y la exportaban a través de mensajeros espontáneos, reclutados entre viajeros de clase media. Los chilenos dominaron inicialmente el negocio. Pero su preeminencia llegó a un final abrupto como consecuencia del golpe de Estado de septiembre de 1973 (Gaviria, 2000, pp. 1-25). Diecinueve narcotraficantes chilenos fueron extraditados por el nuevo Gobierno militar en cuestión de meses. Bastó una insinuación de las autoridades de Estados Unidos en el sentido de que los traficantes podrían financiar las actividades de los grupos de izquierda que habían entrado en la clandestinidad. La guerra contra las drogas y la lucha anticomunista tuvieron inicialmente muchos vasos comunicantes.

Figura 1. Frecuencia de aparición de las palabras «cocaine, LSD y marihuana» en publicaciones en inglés. Fuente ngrams.googlelabs.com

Los traficantes colombianos no dominaron inmediatamente el mercado de exportación de cocaína. Los cubanos radicados en Estados Unidos, los argentinos y los italianos, entre otros, participaron activamente en el tráfico inmediatamente después de la desaparición de los chilenos. En mayo de 1974, en uno de sus primeros informes sobre el tráfico de cocaína, el diario colombiano El Tiempo reportó que varios estadounidenses, argentinos, chilenos, italianos y venezolanos habían sido detenidos en el aeropuerto El Dorado de Bogotá mientras intentaban embarcarse con cocaína hacia Estados Unidos (El Tiempo, 1974, 10 de mayo). Usualmente llegaban a Colombia por unos días, compraban la droga en Leticia o en alguna ciudad de frontera y salían cargados de cocaína hacia Estados Unidos o Europa. Los traficantes colombianos eran un grupo más entre muchos otros. “En el mapa de mundial del tráfico de drogas, Colombia es uno de los tres o cuatro países más importantes”, informó el mismo diario El Tiempo por la misma época (1973, 13 de mayo).

En pocos años, por razones todavía no plenamente entendidas, los traficantes colombianos se convirtieron en los principales exportadores de cocaína al mercado de los Estados Unidos. Algunos estudiosos citan razones geográficas, otros mencionan causas sociológicas (el supuesto gusto de los colombianos por la ilegalidad). Pero el determinismo, geográfico o cultural, no es del todo convincente. La primacía colombiana bien pudo haber obedecido a eventos fortuitos, a accidentes históricos que se perpetuaron por razones económicas, por cuenta de la ventaja competitiva que deviene del aprendizaje y la especialización.

La naturaleza azarosa, contingente de la primacía colombiana, hace más trágica la historia subsiguiente, los muchos efectos adversos del narcotráfico sobre la vida política, social y económica del país. El narcotráfico disparó la violencia. La tasa de homicidios pasó de menos de 30 por cien mil habitantes en 1978 a más de 70 en 1990 (Gaviria, 2000, pp. 1-25). Otros fenómenos criminales, entre ellos la extorsión, el tráfico de armas y el robo de vehículos, también florecieron como resultado de la consolidación del crimen organizado y el consecuente debilitamiento de la justicia. El narcotráfico produjo, en suma, un crecimiento acelerado del crimen violento, primero en algunos departamentos, más tarde en todo el país.

Pero el narcotráfico también afectó las instituciones. Inicialmente, infiltró los partidos tradicionales, después emprendió una guerra abierta contra el Estado y los medios de comunicación, más tarde financió la expansión de los grupos guerrilleros, posteriormente pagó por el crecimiento de los grupos paramilitares y más recientemente por el surgimiento de las llamadas bandas criminales. Durante los últimos treinta años, los mayores desafíos a las instituciones colombianas han venido directamente de grupos de narcotraficantes o han sido financiados por el dinero del narcotráfico.

El narcotráfico corrompió, desde muy temprano, la justicia, la política y muchas actividades públicas y privadas. En marzo de 1978, en medio de la elección presidencial de entonces, un reportero del New York Times escribió un extenso informe en el que señalaba, entre otras cosas, que “los narcotraficantes han surgido no sólo como una nueva clase económica, sino también como una poderosa fuerza política, con enlaces corruptos en todos los niveles de gobierno… Los dineros ilícitos afectaron las elecciones del Congreso, en las cuales muchos votos fueron comprados a diez dólares por unidad, particularmente en la costa atlántica” (Vidal, 1978, 19 de marzo, p. E2.). Más de treinta años después el poder corruptor del narcotráfico sigue siendo tan evidente como entonces. Poco ha cambiado al respecto.

Pero las consecuencias no pararon allí. Las relaciones internacionales del país se “narcotizaron”, pasaron a estar completamente dominadas por el tema de la droga. Colombia comenzó a ser percibida simplemente como un país productor y exportador de cocaína. Cada exportación, cada movimiento de capitales y cada viaje al exterior de un colombiano eran considerados sospechoso. La exportación de cocaína no sólo transformó la realidad interna: también distorsionó las percepciones del mundo sobre el país.

En síntesis, el narcotráfico transformó profundamente la sociedad colombiana. En palabras de la historiadora Mary Roldán, el tráfico de cocaína “rompió la tradición, transformó las costumbres sociales, reestructuró la moral, el pensamiento y las expectativas” (Roldán, 2002). Las consecuencias son todavía visibles, hacen parte de la realidad económica, social e institucional de Colombia. Las causas son más difíciles de precisar. Hacen parte de una historia compleja, no plenamente resuelta, una historia que comenzó hace ya cuarenta años, en 1971, con la declaratoria de la guerra contra las drogas.

Colombia ha sufrido más que ningún otro país las consecuencias de la guerra contra las drogas. Cuarenta años después, puede decirse, sin salvedades, con la certeza que dan muchos años de padecimientos, que Colombia fue la principal víctima de una guerra absurda que aún no termina.

Referencias

Demarest, M. (1981, 6 de julio), “Cocaine: Middle Class High”, Time Magazine.

El Tiempo (1974, 10 de mayo),  “Cae cocaína avaluada en 27 millones”.

El Tiempo (1973, 13 de mayo), “Lo único cierto es que sube”.

Gaviria, A. (2000), “Increasing Returns and the Evolution of Violent Crime: the Case of Colombia”, en Journal of Development Economics, vol. 61, pp. 1-25.

Gootenberg, P. (2008), Andean Cocaine: The Making of a Global Drug, Chapel Hill, The University of North Carolina Press.

Robbins, W. J. (1969, 16 de julio), “Congress Gets Nixon’s Bill to Curb Drug Abuses”, en The New York Times, p. 51.

Roldán, M. (2002), Blood and Fire: La Violencia in Antioquia, Colombia, 1946-1953, Durham, Duke University Press.

Vidal, D. (1978, 19 de marzo), “Colombia is Still the Gem of the Cocaine Traffic: the U.S. is Both Chief Consumer and Principal Worrier”, en The New York Times, p. E2.


[1] Este ensayo está basado en la introducción del libro “Políticas antidroga en Colombia: logros, fracasos y extravíos” que será publicado en abril por la Universidad de los Andes.