Crédito: ¿Qué nos dicen las piedras?

Paco Buera, unas semanas atrás, nos contaba sobre los efectos nocivos de la falta de crédito sobre el desarrollo económico. Al final de su post se preguntaba por qué Argentina tenía tan poco crédito y especulaba que ello probablemente se debía al comportamiento confiscatorio del ahorro que han tenido los distintos gobiernos. Luego, Juan Pablo nos decía que ese mal –al igual que otros‒ se debía a la insana costumbre del gobierno argentino de gastar más de lo que recauda.

Un gobierno “insolvente” más temprano que tarde termina de alguna forma apropiándose de recursos privados para financiarse. Esto es así pues el Estado posee una capacidad coercitiva que no poseen otras organizaciones en la sociedad. Así, por ejemplo, si el gobierno se excede en sus gastos, y no encuentra cómo financiarlos en el mercado de capitales, aún podría apropiarse del ahorro privado de diversas formas.

Las sociedades modernas están basadas en la especialización. De hecho, esta especialización es, como bien señaló Adam Smith, una de las causas fundamentales de la riqueza de las naciones. Como bien sabemos, para poder obtener ganancias de la especialización, es imprescindible el intercambio entre las partes. Dicho intercambio se basa en acuerdos que se deben hacer cumplir. Si bien, en ciertos casos, las partes involucradas podrían comprometerse a cumplirlos, en general, ello es más probable cuando un tercero impone las normas. Un tercero que implemente las reglas puede moldear los incentivos de las partes de modo que el beneficio neto que obtengan de interactuar sea mayor que el que se alcanzaría si no lo hiciesen. Un crédito es un ejemplo claro de esto. Sin la existencia de coerción, ¿cómo hacemos para que los deudores repaguen sus deudas? Por lo tanto, una economía moderna necesita de una organización (Estado) que haga cumplir los acuerdos entre terceros.

Sin embargo, esta capacidad de velar por el apego a las normas, requiere del desarrollo del Estado como una organización con fuerza coercitiva. Lo cual implica que aquellos que manejan el gobierno pueden utilizar la fuerza pública en forma discrecional (y para beneficio propio). Así, como el Estado puede proteger los derechos de propiedad también puede violarlos. Toda sociedad moderna enfrenta este dilema: Cómo limitar el poder predatorio del Estado sin debilitar su capacidad de imponer las normas.

Un buen ejemplo histórico de este dilema son las monarquías constitucionales. En la Edad Media la mayoría de las naciones europeas estaban gobernadas por monarquías hereditarias. Sin embargo, mientras el mundo feudal cambiaba, varios grupos lucharon por obtener derechos políticos y reducir los poderes de las monarquías autocráticas. En Inglaterra, este proceso comenzó en el año 1215 con la firma de la Carta Magna. Sin embargo, el movimiento hacia una monarquía limitada no fue lineal ni simple. Los historiadores tienden a señalar a la Revolución Gloriosa de 1688 como el punto de inflexión, a partir del cual el parlamento inglés se constituyó en una organización que efectivamente limitó el poder del Rey.

Holanda tuvo un desarrollo similar. Sin embargo, España y Portugal, por ejemplo, se movieron hacia el absolutismo. En un libro ya clásico de historia económica, mi colega, y Premio Nobel de Economía, Douglas North (junto a Robert Thomas) argumenta que estas diferentes trayectorias institucionales tuvieron consecuencias enormes. Según estos autores, las economías de Holanda e Inglaterra se movieron delante del resto de Europa precisamente porque estos países lograron limitar la capacidad predatoria del Estado. Con el Parlamento controlando la política fiscal, la monarquía tuvo menos posibilidades de recaudar dinero a través de impuestos arbitrarios o a través de la concesión de derechos de monopolio. De esta forma, el desarrollo de monarquías limitadas constitucionalmente habría generado un clima de inversión favorable, donde se percibían derechos de propiedad más seguros, y donde floreció el crédito (Neal, 1990).

Quiero enfatizar ahora una cuestión que puede no resultar obvia. Es fácil ver que si se limita la capacidad predatoria del Estado, se generan condiciones más propicias para el desarrollo de los mercados de capitales. Menos obvio puede resultar que la concesión de monopolios para financiar al gobierno también pueda afectar el desarrollo del mercado de crédito.

En un interesante ensayo de historia comparativa, Stephen Haber (capitulo 3: Politics, Banking and Economic Development) se pregunta: ¿Por qué algunos países tienen grandes sistemas bancarios que asignan el crédito a la mayoría de la población, lo que permite un rápido crecimiento económico, mientras que otros países casi no poseen bancos en absoluto, lo que dificulta el crecimiento y limita la movilidad social? Para ensayar una respuesta a esta pregunta, Haber compara el origen del sistema bancario en Estados Unidos, Brasil y México, cuyas diferencias han tenido efectos de largo plazo.

Uno de los temas principales que se desprende al analizar la historia comparativa de estos tres casos es que los gobiernos podrían tener incentivos para crear sistemas bancarios regulados que generen fuentes de financiación para el gobierno y rendimientos positivos para los banqueros; y que podrían hacer esto mediante la limitación de la competencia entre los bancos, lo que sube el costo del crédito para la población.

Explotando cambios institucionales en cada país a lo largo del tiempo, y entre países, Haber argumenta que las condiciones en las que se observan sistemas bancarios difundidos y competitivos son aquellas en las que la discreción del gobierno está institucionalmente limitada (obviamente, esto no implica que está totalmente limitada, sino que se encuentra más limitada). Aquí, quiero señalar que en mi opinión esto quiere decir que el límite institucional es un equilibrio social, y no simplemente un diseño legal.

Según Haber, la historia de Estados Unidos sugiere que el sufragio ampliamente distribuido, combinado con un sistema federal de gobierno y un sistema de frenos y contrapesos en el gobierno central que reflejaba la estructura federal del sistema político, produjo un sistema bancario altamente competitivo.

Haber argumenta que si las instituciones políticas en Estados Unidos le hubiesen dado al Gobierno Federal el derecho exclusivo de autorizar la creación de bancos, el Banco de Estados Unidos (creado en 1791) hubiese mantenido su monopolio por un largo periodo de tiempo. En cambio, dado que los estados de la unión también podían autorizar la creación de bancos, esto no ocurrió. La competencia entre los estados y el gobierno federal, así como la competencia entre los estados para ofrecer atractivos entornos normativos dio lugar a un sistema bancario sin precedentes en el mundo.

En cambio, a modo de ejemplo, la historia de Brasil sugiere que el simple establecimiento de un parlamento luego de declarar su independencia no logró estimular el desarrollo de un sistema bancario eficiente. Por un lado, Brasil limitó con relativo éxito la capacidad de expropiación de los distintos gobiernos, en buena medida debido a la creación de un parlamento en el que los banqueros y otros tenedores de deuda del gobierno estuvieron muy bien representados. Sin embargo, no había nada que impidiese a esos mismos banqueros que estaban sentados en el Parlamento a bloquear las cartas de autorización de nuevos bancos.

Para concluir, creo que la historia económica siempre nos sugiere interesantes respuestas a nuestras preguntas. Por supuesto, establecer relaciones causales a través de la historia es una tarea titánica, por lo cual uno debe tomar sus lecciones juiciosamente. Yo me fui convenciendo que las sociedades necesitan limitar el poder sus Gobiernos, sin quitarles su capacidad de de imponer las normas ni de llevar a cabo su gestión de gobierno (no es cuestión de tener gobiernos débiles). Cómo hacerlo es quizás la cuestión más difícil que enfrentamos. No parece tratarse solamente de hacer “ingeniería” institucional. Como ejemplo, para concluir, es bueno notar que si bien muchos autores han visto la respuesta en el federalismo, economistas y cientistas políticos no están de acuerdo que esa sea una solución general (ver, por ejemplo, Beramendi, 2009).